Desde mi mesa electoral

Diego Buendia
9 min readDec 21, 2015

Bellvitge, 21 de diciembre de 2015.

Ayer estuve de vocal en una mesa electoral, desde las ocho de la mañana a las diez y media de la noche.

Fui afortunado. En mi colegio había cinco mesas, y la mía era la que tenía el censo más pequeño, 560 electores. La mayor pasaba de 700, creo. Nadie me iba a ahorrar las once horas de atender votantes, pero al menos tendría menos votos que contar y seguro que acabábamos antes.

Estar durante 14 horas en una mesa electoral es una lección de realismo demográfico (y político).

No tiene uno la ocasión de ver a sus conciudadanos en una situación tan parecida a un muestreo científico. No es lo mismo ver a la gente en el mercado o en la calle, ocupada en cosas diversas, que verla casi en modo disección, enfrentados todos al mismo acto común del voto. La observación de los congéneres es posiblemente la actividad más interesante que puede hacerse durante las interminables horas que pasa uno en una mesa electoral.

Mis congéneres

Vivo en Bellvitge, un barrio obrero nacido al final del franquismo. Llegué aquí de niño, en 1967, cuando el barrio era apenas media docena de bloques de viviendas separados por extensos barrizales. La gente que se instaló en aquellas nuevas viviendas de tabiques prefabricados tenía entre 30 y 40 años, de modo que hoy son todos muy mayores, y el tanatorio los va despidiendo cada vez con mayor asiduidad.

Algunos de los hijos de esos pobladores originales nos hemos quedado a vivir aquí, pero no hemos copado todas las viviendas de nuestros mayores. Hubo muchos que se volvieron a sus pueblos de origen, acuciados por el desempleo o añorados tras su jubilación y, poco a poco, sus descendientes han preferido en ocasiones alquilar las viviendas heredadas a personas que vienen traídas por las nuevas corrientes migratorias. Así que ahora hay muchos latinoamericanos, y también una porción de chinos, moros, indios y eslavos. Otra fracción de la vivienda en mi barrio consiste en pisos que están alquilados a estudiantes y profesionales del hospital de Bellvitge y sus facultades adyacentes.

Volviendo a la mesa electoral, durante la mañana casi todo el flujo de personas consistía en gente de la tercera edad. Muchas personas mayores, incluyendo gente de mi generación, que ya somos mayores también. Por la tarde ya acudió gente más variada. Algunos latinoamericanos con DNI español y familias con hijos pequeños que jugaban a meter los sobres en las urnas. Sólo en el último pico de afluencia aparecieron algunos jóvenes. Pero me parecieron pocos, al final. Me quedé con la sensación de que la juventud prefiere su propia burbuja de comodidad que el pronunciamiento político, pero fue un relámpago, porque no había tiempo para reflexionar demasiado. Estábamos a punto de cerrar.

Sobre el prolijo proceso de recuento

A las 8 de la tarde acabó el interminable proceso de votación. Uno está ya muy cansado, pero aún queda la parte más peluda: el recuento. Quisiera explicar con detalle cómo lo hicimos, por razones que se verán más adelante. Cada mesa puede organizarse como quiere, aunque los representantes de la administración, que tienen más experiencia, suelen recomendar una operativa concreta.

Lo primero que hicimos fue abrir los votos por correo. Vienen en sobres certificados, y contienen un documento de certificación y los propios sobres electorales. Los documentos deben conservarse para adjuntarlos al resto de documentación. Nosotros teníamos una decena de votos, así que acabamos en poco tiempo. Tras esto, votamos los miembros de la mesa.

A continuación abrimos la primera urna, la de los diputados. La primera cuestión es cotejar el número de sobres con el número de votantes anotados. Para eso se hacen montoncitos de a diez, filas de a cinco montoncitos, y así. Mis compañeros y yo, conjurados para terminar lo antes posible, nos pusimos en modo productividad, como si se tratase de una cadena de producción. A un apoderado que se ofreció a ayudar le dijimos que ni hablar. Pudo parecer que era por un prurito de preservar la cosa democrática, pero en realidad era porque no queríamos que nos molestase, estábamos lanzados. Así que nos pusimos germánicos y fue bien, porque la cosa cuadró a la primera: teníamos 460 sobres, el mismo número que el de electores registrados.

El segundo paso era abrir todos los sobres. Decidimos hacer montones por candidaturas, y contar después. También aquí fuimos a toda pastilla. Con todo, abrir ciento cincuenta sobres y extraer y ordenar las papeletas lleva un buen rato. El recuento posterior, haciendo montoncitos cruzados de diez papeletas, también lleva su tiempo. En este caso, una vez hecho el recuento, no nos cuadraron los números: faltaban once votos. Así que volvimos a repasar, primero los montoncitos de diez, luego las unidades. Vimos que habíamos pasado por alto un montoncito de Ciudadanos, y un voto suelto del PP. A la segunda cuadró, y nos sentimos afortunados, porque en las otras cuatro mesas iban mucho más despacio que nosotros. Tardamos más o menos una hora en hacer todo esto, incluido el proceso de anotar en las actas (por triplicado) los resultados.

El recuento de votos para el Congreso de Diputados en mi mesa electoral

La parte de la urna del Senado es parecida al principio. Hicimos los montoncitos de sobres, que también cuadraron. Después ya da igual todo, porque no hay forma de cuadrar los datos: las papeletas vienen con casillas para marcar los nombres elegidos, y cada cual marca lo que le parece. La única forma de ver si se ha acertado sería hacer el recuento por segunda vez, y por lo que parece a esas alturas el rigor democrático se ha sustituido por el pragmatismo del ojo de buen cubero.

Aquí debo reconocer que aceptamos la ayuda del apoderado del PP, un señor mayor y cazurro pero muy amable que se limitaba a abrir sobres, desdoblar las papeletas y dejarlas en un montón para que se la dictáramos al presidente, que era el que se dedicaba a poner crucecitas en un estadillo. Esto es bastante más lento que el proceso de recuento para el Congreso, pero tiene la ventaja de que se dan por buenos los resultados, salga lo que salga, y no hay revisión alguna. Se rellenan las actas otra vez por triplicado y comienza el proceso de rellenar los sobres que irán al juzgado, y de dar copias a los apoderados de los partidos que lo solicitan.

Eran las 22:40 cuando salimos del colegio electoral los dos vocales de mi mesa electoral. El presidente se quedó, porque debía ir a los juzgados a entregar los sobres con la documentación, acompañado por la Policía. Las otras mesas estaban lidiando con las papeletas del Senado. Es cierto que tenían un censo mayor, pero también que no había un espíritu tan estajanovista como el que habíamos tenido nosotros. Salíamos, en cierto modo, como si hubiéramos ganado la Champions.

La conspiración del proceso electoral

Llegué en cinco minutos a casa y puse enseguida la televisión para ver el fruto de mi trabajo. O sea, eran las 22:50 más o menos cuando empecé a ver las infografías de los resultados, y me quedé bastante sorprendido por el porcentaje de datos escrutados: 93% (o 97%, ahora no recuerdo bien).

Escribí una serie de tuits más tarde, básicamente en la línea de extrañeza anterior. En mi colegio todavía no había ni una mesa escrutada, bueno, sí, la mía, pero ésta era la más pequeña de las cinco. Las otras todavía estaban peleando con las papeletas del Senado ¿Cómo era posible que el escrutinio estuviera ya casi terminado? ¿Me había tocado trabajar en el colegio electoral más torpe de toda España?

Estuve un rato azuzado por las dudas conspirativas. Bien mirado, detrás de las elecciones hay todo un aparato tecnológico al que no prestamos mucha atención, pero no es completamente absurdo preguntarse por su funcionamiento, y las garantías de limpieza que ofrece. Como profesional de la informática que he sido, no me impresiona lo más mínimo que se me diga que un proceso está libre de sospecha por el solo hecho de que lo realice una máquina (me viene a la cabeza ahora el escándalo de los ordenadores de a bordo de los Volkswagen). De hecho, acababa de vivir en primera persona una inconsistencia informativa y parecía que era el único que se había dado cuenta. Me fui a dormir cansado y un poco paranoico.

Hoy me he levantado un poco más relajado. Pienso que posiblemente aquellos representantes de la administración que andaban por ahí con la libretita, anotando los datos en cuanto los pusimos en el acta, reportaban oficiosamente los datos a sus superiores, y de ahí esos tempraneros porcentajes de escrutinio. Con todo, no estaría de más tener acceso a una información detallada, open source, podríamos decir, de cómo es el proceso electoral en cuanto a infraestructura, al menos por saber.

El resultado electoral y el futuro

Después de las elecciones, la mayoría de partidos se muestran satisfechos, aunque en realidad han perdido todos. Los mayoritarios se han dejado buena parte de sus mayorías por el camino. Los minoritarios no han llegado a crecer como creían. El país no tiene un gobierno fácil a la vista.

Muchos de los que militan en organizaciones tienen un problema común a muchos otros: pertenecer a un ámbito y acabar creyendo que todo el mundo piensa igual que los de su círculo de opinión. Esa circunstancia provoca amargas decepciones, porque de verse a lomos de una revolución triunfante pasan al resentimiento y la acusación a sus conciudadanos, que desde su estulticia les han negado el acceso a las cuotas de poder que veían al alcance de sus dedos.

Una jornada electoral a pie de urna es, para estos casos, una cura de realidad. Fuera de tus seguidores de Twitter, el mundo está lleno de gente. Personas diversas, que quieren lo mejor para los suyos (y en mayor o menor medida, para todos los demás), pero no tienen necesariamente el mismo criterio acerca del modo de conseguirlo. Me he reconciliado con esa buena gente que no piensa como yo, viéndoles comulgar, al menos, en ese acto común de buena fe que es depositar el voto. Y me he distanciado en mi mente de los que, cegados por su propia idea, se revuelven y proponen ignorar las urnas y la voluntad del pueblo ignorante para imponer de algún modo sus propias e infalibles ideas.

De hecho, yo decidí mi voto en marzo de 2014, y me juré a mí mismo mantenerlo para todas las votaciones de 2015. Decidí que votaría a Podemos. Lo hice porque pensaba que elegía la opción correcta y porque creí que iba a haber todo tipo de informaciones e insidias de cara a torpedear sus opciones, así que la mejor manera de evitar esas maniobras era poner el voto a buen recaudo. O sea, que aunque Pablo Iglesias hubiera sido acusado de la muerte de Manolete, mi voto no hubiera cambiado de signo. De hecho, Podemos ha cambiado su programa y se ha visto desgastado por distintos escándalos durante este tiempo, pero aquel juramento que me hice me ha evitado cualquier tribulación o duda.

Con esta última votación del año he dado por terminado mi compromiso (o juramento, podría decir) con Podemos. Los he llevado al Congreso, al menos en la medida que posiblemente tienen en realidad. Una vez allí, depende de ellos, y para próximos ciclos electorales los valoraré igual que a los otros partidos: por sus obras. Además, estoy cansado de la política. Nunca he sido muy aficionado a ella, la verdad. No me gusta formar parte de partidos, asociaciones ni grupos humanos en general. Suelo tener ideas divergentes que acaban minando mi fidelidad al grupo. Dudo mucho. Admito los argumentos de los contrarios, al menos para intentar comprenderlos con mis propios recursos mentales. Detesto la naturaleza dogmática de algunas personas, aunque concedo que suele ser útil para lograr que triunfe una idea. En fin, siento que estoy un poco al margen de todo eso.

Para terminar, lo que yo saco en claro de estas elecciones es que ponen de manifiesto un relevo generacional. No veo la épica del asalto a los cielos de unos, y me parece patética la invocación a la experiencia de gobierno de otros. Lo que ocurre es que gente que ha dejado la infancia atrás hace pocos años pide paso para ocuparse del destino de la nación, y gente que ha vivido y gobernado como si eso fuera a ser así para siempre se encuentra amenazada y en muchos casos superada por esa fuerza nueva que no es más que la propia naturaleza de la vida, empeñada en renovarse continuamente, a pesar de los esfuerzos de los seres vivos para no ser arrollados por ella.

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Diego Buendia

Saliendo de la nada fui niño, músico, ingeniero, programador, padre, desarrollador SQL, prejubilado y vuelvo poco a poco a la nada.