Lo efímero y lo eterno

Manuel de Toro
3 min readSep 13, 2022

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Sainte-Chapelle, París (Francia)

A la mayoría de nosotros nos han preguntado alguna vez: «¿qué personaje histórico te hubiese gustado conocer?». En mi caso, siempre me han llamado la atención los maestros de obras y los constructores de la Edad Media. No son ninguna celebridad histórica, mas contemplar una iglesia gótica me induce a divagar constantemente sobre aquello que movía a aquellos hombres a construir algo que seguramente jamás verían terminado. Me regocijo al imaginarme el asombro y el más que posible orgullo que asomaría en las caras de aquellas gentes cuando bajaban de los andamios y, extenuados tras una larga jornada de trabajo, se detendrían antes de volver a sus casas para admirar la construcción; cómo lentamente iría avanzando. Dieron gloria al Altísimo con sus manos llenas de heridas y callos y valía la pena empeñar la vida en la construcción de una catedral, pese a que era probable que no la viesen terminada o que, incluso, les costase la vida. El espíritu de nuestra época es el opuesto. Hoy en día, todo se proyecta en aras del progreso.

Me llama la atención la proliferación de la asociación de: progreso es igual a bueno o bello. Esta creencia está matando a nuestra sociedad porque no tiene afán de perdurar en el tiempo. Todo se realiza por y para el progreso (así, en abstracto). No se reflexiona acerca del futuro: ¿acaso nuestra sociedad camina por un recto sendero? ¿Hacia dónde nos dirigimos? Ni tampoco nos examinamos de nuestra conciencia: ¿actúo según lo que creo que es verdadero y recto? ¿Tengo criterio propio? El progreso guía nuestros pasos, pero nadie especifica qué es ese progreso.

La mitificación del progreso es un concepto que nace en la Ilustración; éste afirma la idea de que toda sociedad humana experimenta una evolución positiva a lo largo del tiempo. Modernistas y posmodernistas han idolatrado el progreso y para ello han sacrificado lo bello por lo útil. Hoy prima lo funcional sobre lo pulcro; nos preguntamos si las iglesias modernas se adaptan a nuestras demandas y comodidades, y no si son unas obras dignas de admiración. Dudo que el obispo Reinaldo de Corbeil se interrogase si lo que había ideado Jean de Chelles para Notre-Dame era rentable o no. El abad Suger (1081–1151), promotor decidido del arte gótico, afirmó rotundamente que: «la contemplación de la belleza material permite elevarse al conocimiento de Dios».

En una sociedad tan secularizada como la nuestra es imprescindible que devolvamos la belleza a su lugar, ya que todo lo que es bello es bueno. Los italianos, cuando ven algo bueno, exclaman: «che bello!». Nuestro mundo está sediento, pero lo ahogamos con novedades; persistentemente sale alguien con una solución más moderna que la anterior y apenas logra sobrevivir. Natalia Sanmartín dice que las ideas tradicionales son verdaderas porque han perdurado al paso de los siglos.

Lo hermoso perdura; lo grotesco, no. Poco hay hoy día que permanezca en el tiempo: matrimonios que se los lleva el viento con suma facilidad, noviazgos supeditados al placer venéreo propio, amistades que persisten milagrosamente un lustro, voluntades esclavizadas por los sentimientos…

Ante este panorama nada alentador, una familia numerosa paseando una mañana de domingo nos roba una sonrisa; un abuelo de la mano de su nieto comprando chucherías nos devuelve la esperanza; la fe irrumpe cuando topamos con unos novios que luchan por un noviazgo casto y sencillo. Gandalf afirma: «yo he encontrado que son las cosas pequeñas, los actos cotidianos de personas ordinarias los que alejan a la maldad, simples actos de gentileza y de amor».

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