El silencio de las cosas

Diana Rogovsky
3 min readJan 12, 2018

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Me llamó en un susurro y me condujo al gallinero.

-Te quiero mostrar algo.

Le dije que no se podía ir ahí por las abejas que habían hecho panal, era muy peligroso, te podés morir si sos alérgica, que tuviera mucho cuidado. Dijo que no había abejas.

Tenía razón, no estaban. En la primavera sí estaban y también los años anteriores, por eso Roble que les tenía miedo y jamás había aceptado ponerse el traje protector, no había sacado los cajones de ahí y no los había podido pintar para darles otro uso, como le había pedido.

Vero había colgado las obras en el gallinero, en distintos puntos. Me shockeó.

Había visto por primera vez su obra en el túnel del Centro Cultural Islas Malvinas, una muestra del Festival Danzafuera. Era pasmosa: obras en medio de la oscuridad, misteriosas, inquietantes. Pequeños focos de iluminación, linternas, lamparitas a pila. Esos muñequitos, esos personajes que están como paralizados, que no pueden relacionarse entre ellos ni con el mundo que los circunda que estalla de vida. Las escenas se suceden y ellos, ellas, con sus trajes, sus vestiditos, los rostros sin rasgos ni gestos, borrados, utilizando mecanismos inservibles, inconducentes, no se conectan. Situados sobre cajas de vidrio, edificios, mundos enteros. Los impasibles son. Están entre nosotros. ¿O somos nosotros?

Después, visité en la sala de Tolosa la muestra completa. O una de sus versiones. Era una obra muy honda, secreta. Muchas cosas: imágenes, fotos, videos, audios, instalaciones, mecanismos. Llegaba a todos los rincones del cuerpo y el pensamiento con una calma saturnina y una mirada suspendida pero a la vez terrible en su posromanticismo que te llevaba de inmediato a la angustia propia de estar viva, sentir esa locura contradictoria de estar viva y muerta a la vez.

Ella iba buscando minuciosamente dónde ubicar, situar la obra. Cada espacio en el que la veía la afectaba, la infectaba. No era una obra para lugares asépticos, al menos para mí, que nunca había ido a una muestra suya en un espacio destinado de antemano a la exhibición de arte, con la consabida actitud coadyuvante.

Y ahora estaban ahí las fotos, algunas. Trazos, memorias, alusiones.

El gallinero era el lugar de los restos de lo que no se podía ordenar, subsumir, restablecer al orden del sentido. Un vértice acechante donde todo se desmoronaba: las colmenas abandonadas; las gallinas que ya no estaban, todas comidas por alguna comadreja o muertas por enfermedad y yo ya cansada de alimentarlas y volver a traerlas, empezar todo otra vez; las cosas de demolición de la casa de los abuelos de Caíto que había dejado más de diez años atrás y jamás había vuelto a buscar, esa época en que los amigos nos decían “ustedes que tienen lugar”; los toldos que había reemplazado por blackout y que habían sido el primer resguardo cuando la casa en las tormentas furiosas se transformaba en barco; las ramas cortadas del sauce brutalmente podado que bordean el tejido desde hace unos meses.

https://youtu.be/h3l3WbYLAUs

-El lugar de las cosas no resueltas-dije.

La instalación se completaba con la proyección de un video que tenía una música como la de Vértigo de Hitchcock. La serenidad se transformaba en tragedia, un querer inventar un rostro, un perfil donde hay otro que enceguecidos no podemos ver. Tras el video, munidos de una linterna íbamos al gallinero. Veíamos a través de una hendija primero y después entrábamos. Una araña enorme laboriosamente había tejido la tela cuya sombra se proyectaba sobre las imágenes.

https://youtu.be/6E94fnY-NW8

La última parte consistía en ir al galpón de a uno y responder unas preguntas ante la cámara que Vero había formulado, que ella después buscaría integrar de algún modo a su trabajo. A esa altura, yo ya había perdido toda posibilidad de siquiera balbucear algo inteligible.

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Diana Rogovsky

¡Hola! Soy artista, gestora, docente. Me gusta compartir los conocimientos, recibirlos de otras personas. Por eso estoy acá: danza, escritura, música, teorías.