No todos somos héroes…

Diego Seara
6 min readOct 10, 2017

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Nací un 2 de Octubre a las 6 de la tarde. O eso me dijeron porque yo no lo recuerdo. Decían que era cabezón y que siempre babeaba mucho. No he cambiado tanto desde entonces.

Cuando tenía seis años ya se habían dado cuenta de que escribía con la mano izquierda. Ya no era el más pequeño de mi familia porque nació otro chico. Mis hermanos mayores se alegraron enseguida, pero yo tardé mucho más en hacerlo. Siempre me caía cuando estaba de pie y comía muchos bocadillos de mortadela. Me encantaban los monstruos y pasaba horas contemplando cromos e ilustraciones de aparecidos y leyendas.

Antes de cumplir ocho años tocó la lotería de navidad en nuestro barrio. La tienda donde se vendió el billete premiado estaba justo debajo de mi casa. Cuando volvía del colegio pensé que éramos millonarios y que podría completar todas las colecciones de cromos de monstruos que tenía a medias, pero nosotros y unos vecinos del cuarto éramos los únicos que no habíamos comprado lotería. Mi madre dijo que Dios había decidido que ese dinero no era para nuestra familia. No entendía por qué Dios no quería que completara mi colección de cromos.

Con doce años suspendí una asignatura en el cole. Aquello fue un drama porque nadie en mi familia había suspendido nada antes. Aún no conocían bien a mi hermano pequeño. Pasaron muchos años hasta que volví a suspender una asignatura. No me gustó que pensaran que era tonto.

Mi abuela vivía en casa con nosotros. Todas las tardes rezaba el rosario en su habitación. Tenía unas gafas muy gordas y mi madre decía que tenía muy mal genio. Yo sólo soy capaz de recordarla con su bata rosa paseando dentro de su habitación mientras recitaba salmos y oraciones. A mi abuelo lo conocía menos porque se murió antes, pero lo quería más. Siempre quise que estuviera orgulloso de mi.

En el instituto jugaba al fútbol. Jugaba muy mal pero mis amigos lo hacían muy bien y entonces ganábamos muchos partidos. Me gustaba mi camiseta roja y mis calcetines de colores. Nunca me peinaba y pensaba que de mayor podría ser periodista o biólogo marino. No recuerdo en qué momento cambié de opinión sobre aquello.

Una vez tuve una enfermedad grave. Pensaban que era la enfermedad del beso. Yo sabía que eso no era posible, pero imaginaba que alguna chica me había besado mientras dormía en clase y me excitaba. Era rubéola y tuvieron que hacer una cuarentena en el instituto por mi culpa. Esa semana crecí casi cinco centímetros.

Cuando comencé a peinarme conseguí una chica. Para mí era bonita pero no era como en las películas que veíamos en el cine y cuando se marchó a la universidad dejamos de ser amigos. No me importó mucho. No era una chica de película.

Cuando tenía dieciocho años decidí comenzar una carrera universitaria para soñadores. Estaba lejos de casa y allí conocí a algunas de las mejores personas del mundo. Vivía en una habitación minúscula y engordé diez kilos de comer patatas y bizcochos. Dormía por las mañanas e iba a clase por las tardes. Nunca pinté bien, pero tampoco lo hacía mal. Me gustaba el olor a aguarrás y ver el fútbol por la tele.

Trabajé en muchos sitios antes de acabar la carrera. Una vez trabajé en un bar con un hombre que no era muy bueno. Murió de cáncer, o eso me dijeron. Murió dos semanas después de que yo terminara aquel trabajo. Esperó hasta el último día para poder robarme todas las propinas. Lo recuerdo escondido en una esquina, fumando y mirando a todo el mundo desconfiadamente por encima de las gafas.

A los veintiuno trabajé en un local que olía a limones. Odiaba ese olor porque era yo el que tenía que pasear con el aromatizador fumigando todos los rincones oscuros de aquel sitio. Por las noches se llenaba de gente vieja e importante acompañados de chicas muy bonitas. Todas eran la mitad de jóvenes que ellos y sonreían sin parar. Nunca me gustó ese sitio. A las chicas me parecía que tampoco.

Con veinticuatro me concedieron una beca que nadie quería. Estaba mal pagada y trabajaba todas las tardes. Era la única beca en la que había que trabajar de verdad y ningún sobrino, hijo, hermano o novio de algún profesor la quería, así que me la dieron a mi. Me daba igual. No era un mal trabajo.

En verano trabajaba como camarero en un local muy sucio. Lo limpiaba todos los días pero siempre te quedabas pegado al suelo. El cocinero se llamaba Patxi y tenía los dedos amarillos de fumar mientras cocinaba paellas para los extranjeros. Tenía dos ayudantes que sólo eran capaces de hablar insultando a los jefes y a los clientes. Hacían ensaladas y pelaban patatas. Siempre contaban historias extrañas y decadentes. A veces me reía con ellos cuando terminábamos la jornada. Era un mal trabajo pero estaba muy bien pagado.

Cuando cumplí veinticinco me robaron la bicicleta y decidí sacarme el carnet de conducir. Me costó tanto dinero que le cogí manía al coche y una vez que lo conseguí me compré una bicicleta nueva para ir a trabajar.

Con veintisiete años me concedieron otra beca. Esta vez sí era una beca muy buena y difícil de conseguir. Eso no le gustó a los catedráticos que mandaban, porque esas becas eran para sus hijos y no para los hijos de camareros humildes, y me encerraron en un despacho para obligarme a renunciar con mentiras y amenazas. Ese día dejé de creer en las cosas buenas y me marché para siempre de aquel sitio.

Una vez trabajé con un chico que no hablaba casi nada, pero que era muy inteligente y jugaba mal al fútbol. Cuando nos despidieron a los dos creamos una empresa juntos e hicimos páginas web para mucha gente. Casi siempre mal pagadas y con muchas más horas de trabajo de lo pactado. Al final nos debían tanto dinero que nadie pagaba que tuvimos que dejar de hacer páginas web. El chico se marchó a otro país y entonces tampoco jugamos más al fútbol. Quizás no era tan malo, pero nunca se lo dije a la cara.

Cuando cumplí veintiocho conocí a Sonia y me enamoré perdidamente. Ella sí que es una chica de película. Me casé antes de cumplir treinta y un años. Cambiábamos los muebles del salón cada dos meses y adoptamos una perra negra a la que llamamos Botones.

Cuando cumplí treinta años me puse triste porque no quería crecer. Ya no jugábamos al fútbol pero jugábamos al baloncesto. Ya no podía ir a trabajar en bicicleta y tuve que ir en coche. Se me rompió tantas veces que lo regalé. Mi chica de película me regaló una moto, que se parece mucho a una bici y sí podía ir a trabajar con ella, pero también se rompió y ahora voy a trabajar con el coche de mi padre. Es un coche viejo y grande que no se rompe. Es igual que él.

Cuando cumplí treinta y uno, además de casarme cambié de trabajo dos veces. Nos fuimos a vivir al campo unos meses y luego regresamos. Me quitaron una muela por primera vez en mi vida y no me gustó nada la experiencia. En la tele y en la radio decían que todo se iba a la mierda y empezaron a subir los impuestos y a bajar los sueldos. Seguíamos jugando al baloncesto y cada vez nos quejábamos más de nuestros trabajos. Muchos amigos encontraron también chicas bonitas y a veces nos juntábamos todos para quejarnos en voz alta.

Justo antes de cumplir treinta y dos ocurrió algo fascinante….

(Entrada original escrita el 1 de Mayo de 2012 y traído al 2017).

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Diego Seara

UX Designer. El que ríe el último... es porque piensa más despacio.