Cambios tecnológicos y el futuro de la educación

Emiliano Kargieman
11 min readAug 29, 2017

Buenos días, espero que estén teniendo un gran evento en este foro ejecutivo de FUNDECE, y le quiero agradecer muy especialmente a Gustavo Mangisch la invitación a acompañarlos, y la paciencia para trabajar con la diferencia de horario y la carga de las ocupaciones de ambos para lograr delinear algunos puntos en los que puedo aportar a estar charla. Lamento no poder estar allí en persona y tener en cambio que participar de este modo, con este atisbo incorpóreo de telepresencia en mala definición, que en todo caso tiene relación con las reflexiones que quiero hacer.

Creo que el origen de la invitación a participar de este debate está en una frase que dije en julio del año pasado cuando en un desayuno de FUNDECE me preguntaron brevemente cómo veía los desafíos de la educación, a lo que contesté algo como que “deberíamos concentrarnos en los menores de 5 años, y olvidarnos del resto”. Les agradezco aún más entonces que me hayan invitado a volver después de semejante comentario ex abrupto, y supongo que será con el fin de que intente explicar de algún modo lo que quise decir. Espero poder hacerlo, y para eso me gustaría empezar por una reflexión, entre muchas posibles, sobre la naturaleza acelerada de nuestros tiempos.

Globalización

Alrededor de 1870 la primera ola de globalización separó el consumo de la producción de bienes: los trenes, fundamentalmente, y también la nueva frecuencia de los barcos, permitieron que los commodities, y no solo los bienes de lujo, se produjeran y consumieran en lugares distantes. Los efectos de esta primer globalización del siglo XIX, con su impacto en la configuración de las ciudades modernas, la distribución global y regional del trabajo y la configuración de las clases sociales que más o menos perduran hasta nuestros días, se desarrollaron en un período de tiempo de unos sesenta a cien años. De este modo, fueron en muchos casos los nietos y bisnietos de aquellos que vivieron el primer impacto de esa transición los que terminaron de saldar las reacciones y contra-reacciones de este profundo reacomodamiento — por ejemplo, en las confrontaciones de los fascismos, comunismos y populismos del siglo XX, sus antagonistas, y la consiguiente explosión combinatoria.

Estas dinámicas de cambio que atraviesan varias generaciones permiten, naturalmente, que la infraestructura, las formas de gobierno y la cultura que sostienen una sociedad — que funcionan, de por si, con ciclos mucho más lentos y largos que los de la tecnología y las modas — se adapten y evolucionen a las nuevas circunstancias. Y cuando digo “evolucionen naturalmente”, me refiero por supuesto a la naturalidad con la que una generación muere, y deja su lugar a la siguiente, que tiene un punto de partida constructivo diferente y, uno podría esperar, si se permitiera pensar en el progreso, superador de la anterior.

Pero es quizás un signo del acelerarse de los tiempos que algunos de nosotros no vayamos a tener la (mala?)suerte de ser parte de una dinámica de ese estilo: quienes participamos activamente de la sociedad en los últimos años del siglo pasado, y que esperamos estar todavía activos en los primeros años de la próxima década, vamos a tener el privilegio y el desafío de vivir dos olas sucesivas de globalización, sin descanso. En este caso, el problema de la histéresis en los tiempos de adaptación de la infraestructura y formas de gobierno a los cambios tecnológicos se vuelve aún más importante, sin hablar ya de la adaptación de cada uno de nosotros como individuos.

Si la primera ola de globalización tuvo como eje la deslocalización de la producción y el consumo, la segunda ola de globalización, de la que podemos situar el apogeo alrededor del año 90 del siglo XX, estuvo centrada en la deslocalización de procesos. Sostenida por la penetración masiva de nuevas tecnologías — el teléfono principalmente, pero también el Fax, los servicios de couriers aéreos, la comunicación entre computadoras y su culminación en Internet — esta globalización hizo posible pensar empresas multinacionales con procesos de producción ubicados alrededor del planeta de acuerdo a las ventajas competitivas locales, y en particular a los costos de mano de obra.

La primera consecuencia de esta globalización fue la caída abrupta del porcentaje global del PBI de los países industrializados en la ola anterior, y el crecimiento también abrupto de la participación en el PBI de un conjunto de naciones rápidamente industrializadas. Los coletazos de esta redistribución del trabajo y del valor agregado en escala planetaria pueden verse hoy, quizás, en el surgimiento de nuevos populismos — y otros -ismos — , y tal vez estén en el origen del ascenso de Trump en Estados Unidos o del voto por el Brexit en el Reino Unido. Es difícil creer que hemos visto el fin de este proceso.

Sin embargo, pese a que la segunda ola de globalización todavía sacude el estanque del mundo, podemos ver que se avecina ya una tercer ola que será más profunda, violenta y traumática que las dos anteriores en el modo de desacomodar o re-acomodar nuestra relación con el trabajo y la generación de valor y distribución de riqueza. Un Tsunami, como le gusta decir a mi amigo Ignacio Peña, que fundó una consultora que justamente lleva de nombre “Surfing Tsunamis” para ayudar a pensar las transformaciones necesarias para surfear los cambios que se vienen.

Líneas de fuga hacia el tsunami

En 2011 Marc Andreesen, un venture capitalist de silicon valley publicó un famoso artículo en el Washington Post que llevaba de título “Porqué el software se está devorando al mundo”, donde sostenía la tesis de que, en el futuro, toda compañía tendría que convertirse en una compañía de software. Ese mundo es nuestro mundo, no hay ya industrias que no se piensen insertas en el mar de datos y su ciencia; la tendencia a la digitalización es irreversible.

La digitalización es al mismo tiempo la captura del mundo en datos — que nos presenta su propia geopolítica: quiénes se adueñan de esos datos, cómo se defienden, dónde se comercian y quién es responsable por ellos — y es también el proceso de transformar los datos en mundo — la manufactura rápida, la síntesis de ADN. Esta convergencia digital del mundo se completará en las próximas décadas con la integración de la plasticidad neuronal al mundo digital, cuando avancemos en la conexión directa del cerebro a la máquina. Bits que son Átomos, que son Neuronas, y son Genes: BANG.

Pero antes de eso, o antes de que esa convergencia se complete, la primera transformación profunda vendrá de la mano de dos tecnologías singulares: la inteligencia artificial y la telepresencia.

La inteligencia artificial da vuelta nuestra relación con las computadoras: si antes lo esencial eran los algoritmos, en este nuevo modelo lo esencial son los datos. Los datos son el punto fijo, y los algoritmos evolucionan para encontrar las relaciones del dato con el mundo — búsqueda de patrones, clasificación automática, modelado multitemporal, identificación de objetos, transferencia de conocimiento entre dominios. Con breakthroughs sostenidos en la abundancia de datos y la capacidad de escalar procesamiento a muy bajo costo, la inteligencia artificial está, por la fuerza de su propio avance, redefiniendo todo el tiempo lo que significa ser humano.

Si la primera ola deslocalizó producción y consumo de bienes, y la segunda ola deslocalizó procesos, esta tercera ola de la globalización se trata de la deslocalización del ser humano — o en términos económicos, la deslocalización del trabajo.

Si la inteligencia artificial cambia el mundo del trabajo cambiando las tareas para las que se necesitan trabajadores, la telepresencia, sostenida por redes de baja latencia — una latencia de 13 milisegundos es imperceptible, una latencia de más de 50 milisegundos ya rompe la sensación de presencia— permite directamente deslocalizar el trabajador de su trabajo. No sólo ya no hará falta más de un conductor de tractores por cada cien tractores quizás para resolver problemas que escapen a la sensibilidad moral de las máquinas, sino que ese trabajador ni siquiera tendrá que estar cerca de los tractores, y podría estar localizado en cualquier lugar del mundo con una conexión de baja latencia — y si factorizamos las nuevas redes satelitales de baja latencia en preparación en este momento, en cualquier lugar del mundo.

Como en las primeras dos olas de la globalización, esta ola tiene también su propia infraestructura: sus postes de telefonía, sus vías de tren, sus puertos y carreteras. La infraestructura para la nueva maquinaria es la del ancho de banda de conectividad, las redes de baja latencia, la capacidad de procesamiento escalable, y los sensores y actuadores, fabricadores y ensambladores digitales — Internet of Things, Manufactura Rápida, Síntesis, Robótica — que permitan recolectar datos, crear instancias físicas y actuar de manera remota. Y también son las nuevas capas de servicios sobre esta infraestructura: las arquitecturas de servicios escalables, los sistemas descentralizados y distribuidos, la securitización digital de todos los activos, y otras exquisiteces sostenidas por el blockchain y tecnologías afines.

Este es el mundo de comunicaciones máquina-a-máquina, de la tokenización de todo, de los mercados de subasta y de intercambio, y de las nanotransacciones a gigahertz. Este es el mundo donde la complejidad del sistema total escapa finalmente no a la capacidad de comprensión, pero si a la capacidad de acción del hombre desnudo.

Cambios en la naturaleza del trabajo

Los cambios en la naturaleza del trabajo serán profundos. Por empezar, el tipo de tareas donde los hombres podremos generar valor se achicará de manera abrupta. Hace unos meses al llegar de visita a Buenos Aires me encontré con una discusión acalorada sobre el desembarco de Uber en Argentina, y con la pregunta de que sería de los taxistas si dejábamos que Uber hiciera lo que hace, más o menos legalmente, en cada lugar que desembarca. Pues bien, la discusión sobre el futuro de los taxistas es, en el contexto sobre el que estamos tratando de pensar, como si a principios del siglo XX, una vez descubierto el uso del petróleo para la iluminación, nos preguntáramos por el futuro del gremio de los Balleneros.

Lo que va a pasar es que no va a haber más taxistas, así como no hubo más balleneros. No porque el trabajo de los taxistas vaya a ser reemplazado por individuos particulares, sino porque el trabajo de manejar vehículos va a ser reemplazado completamente, en el corto plazo, por máquinas, que tienen la capacidad, sostenida por sensores, grandes datos, procesamiento, conectividad y acumulación exponencial de experiencia, de hacer un mucho mejor trabajo. Ahora, cuando los vehículos sean manejados por máquinas vamos a caer en la cuenta que el 95% del parque automotor está parado en cualquier momento específico del día, y por lo tanto sencillamente no es necesario: la cantidad de vehículos en las calles se puede reducir un 90% y mejorar el transporte para todos.

No va a haber balleneros, pero los que hacen barcos balleneros tampoco van a pasarla bien; o los que hacen autos.

Es fácil ver el destino de ciertas tareas que hoy hacen las personas, reemplazadas por versiones más eficientes, económicas y seguras: conductores, tareas de limpieza, cocina, el trabajo en el campo, la construcción; pero también el diagnóstico médico, el asesoramiento legal, la programación de computadoras, el diseño de satélites. No hay una línea clara de aquello que queda dentro y fuera de la capacidad de la máquina ¿Serán verdaderamente inteligentes las máquinas? Como dice el viejo adagio de la inteligencia artificial, preguntarse si una máquina puede pensar es como preguntarse si un submarino puede nadar. Es la pregunta incorrecta.

En todos estos casos, es difícil pensar que las máquinas tomarán todo el trabajo de un día al otro. Más bien será un proceso gradual, donde las personas seguirán realizando partes de las tareas, bien delimitadas, cada vez más pequeñas, distribuidas en tiempo real por algoritmos, que tendrán una acumulación de datos sobre los perfiles de cada uno, y sus capacidades, y sus performances históricas y previstas. Gracias a la telepresencia, estos humanos-en-el-loop de las máquinas podrán vivir en cualquier lado del mundo, y trabajar un momento en Bangladesh, y otro en Mogadishu, Atenas o Buenos Aires. Su capacidad productiva estará tokenizada, y será tradeable en un mercado de alta frecuencia sin participación humana.

Con el tiempo, ciertas capacidades serán importantes: el tiempo de respuesta y la consistencia, o la sensibilidad y la creatividad; y es esperable que para participar en el mercado del trabajo las personas elijan aumentarse de distintas maneras, hibridizarse con las máquinas.

Es difícil pensar que las primeras generaciones en atravesar este proceso puedan adaptarse a tiempo, y reconvertirse a tareas productivas. Es de suponer que un gran porcentaje de la población, la gran mayoría, pierda en poco tiempo la capacidad de agregar valor en este mundo. Eso es lo que nos obliga a pensar en que tipo de sociedad puede sostenerse de este modo, y como construir un modelo redistributivo que funcione en este sistema. También es esto lo que me llevó a decir en Julio del año pasado cuando me preguntaron por la educación: “deberíamos concentrarnos en los menores de 5 años, y olvidarnos del resto.” El resto está perdido.

Educación

Me divierte la palabra “Carrera”, como se usa en “carrera universitaria”, o “carrera laboral”. La idea de que hay algo lineal — que tiene un disparo de largada, y mucha transpiración, algunos escollos, unas vallas, y una línea de llegada — me causa un poco de gracia, o añoranza tal vez, de un mundo más sencillo que el nuestro.

Tengo una hija de once meses de edad. No me puedo imaginar que vaya a tener una carrera en ningún sentido identificable de la palabra: no como la que tuvieron mis padres, o como la que soñaron mis abuelos para ellos. Puedo pensar en sus intereses, y en sus motivaciones, y en su capacidad de adaptación, en su capacidad de reacción; en sus valores. Puedo pensar en la curiosidad que la va a llevar a buscar entender, y a expandir lo que es ser humano, y puedo pensar en darle las herramientas para que tenga las mejores oportunidades de ser independiente, y ser feliz haciéndolo.

Lo cierto es que las mismas tecnologías que mencionamos son las herramientas que nos permiten pensar en esto: en la personalización del estudio de manera completamente masiva, donde cada chico tiene un profesor y un mentor dedicado durante toda su vida — aunque sea un profesor humano, o una máquina, o una personalidad artificial nutrida de un sinnúmero de híbridos aumentados.

No imagino una separación entre el aprendizaje y el trabajo. Al fin y al cabo, el trabajo del hombre va a ser que las máquinas aprendan, y el trabajo de las máquinas va a ser que los hombres aprendan. Este es el tipo de sistema que vamos a construir: machine-in-the-loop, human-in-the-loop. Hay un chiste un poco tétrico que vi circulando por twitter que dice “Hay sólo tres trabajos en el futuro: aquellos que le dicen a los robots que hacer, aquellos que hacen lo que los robots les dicen, y los que reparan los robots.” La salida a este juego de ultimatum es entender que hombres y robots vamos a ser partes indivisibles de un sistema de generación y distribución de riqueza, y que sin nuestros robots y nuestro ancho de banda y nuestros tokens y nuestra capacidad de cómputo vamos a sentirnos tan desnudos como hoy sin nuestros pantalones o nuestra billetera.

El sistema de educación que me imagino está basado en la construcción de herramientas que permiten ganar la independencia energética, alimentaria, de salud, de gobierno, de educación, de cómputo, de ancho de banda. Un sistema basado en el acompañamiento individual, en el acceso al conocimiento práctico en tiempo real, en la comunidad con otras personas y con otras máquinas, y en un nuevo tipo de humanismo, basado en el entendimiento de que pronto vamos a dejar de ser la única especie privilegiada sobre el planeta.

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