“You are here”

Eileen Sosin Martínez
11 min readDec 3, 2018

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Ilustración: J.Félix Castro.

Fotos: Eileen Sosin

Este es el trabajo que ganó el Premio Sandra 2018, dedicado a las crónicas de viajes.

Susana no quería creerme cuando le conté que había soñado que estaba en Barcelona. Andaba perdida, entonces levantaba la vista y había un edificio color terracota, con oquedades. Cuando me paré frente a la Sagrada Familia me di cuenta enseguida. Pensé: “¡Mierda, era esto!” Y pasé del asombro a la incredulidad, y otra vez al asombro. Le di la vuelta al templo de Gaudí, mezclándome con la marea de turistas. Iba midiendo cuán magníficamente cursi puede ser aquello de que tus sueños se hagan realidad.

Templo Expiatorio de la Sagrada Familia (Barcelona).

***

No tuve tiempo de nada. Ni de descargar un mapa, ni de leer sobre los lugares que habría de pisar. Entre recoger el pasaporte y volar transcurrieron poco más de cuarentiocho horas. Viernes a las cuatro de la tarde. Pagar el boleto, avisar a la gente, comprar barras de guayaba y maní molido para regalar, preparar la maleta. Domingo a las siete de la noche.

Tampoco me quejaba. Solo con ver mi foto en un visado Schengen ya era para saltar de emoción. Durante el mes anterior me devané los sesos, torturé a Susana con mil dudas, dormí mal, trabajé a duras penas, esperando, adivinando, por fin sí o no. Para un cubano obtener una visa solo se compara con que el mismísimo Dios te autorice: “Ve, hijo mío, yo te bendigo”. Porque aquí se nace con el rótulo de “posible emigrante”; esa perenne sospecha, tan bien fundada por demás.

De modo que, cuando sucede, uno no sabe si llorar, agradecer o romper a gritos. Lo que yo hice fue salir disparada a conseguir pasaje. Que me voy pa’ España, joder.

***

“¿53% de cacao o 70% de cacao?”, me preguntó amable la dependienta. Así, de pronto, no supe cuál tarta escoger. No sabía que tenía esa posibilidad. Uno está tan acostumbrado al “esto es lo que hay”, que así, de pronto, las opciones parecen de otra galaxia.

“Allá hay de todo”, alardean muchos paisanos cuando vuelven a Cuba desde cualquier punto del planeta. Por lo menos esta vez era cierto: mucha variedad; múltiples maneras de hacer lo que fuere. La sensación me resultaba familiar por un viaje anterior: “Bonito, todo me parece bonito…”, igual que la canción.

Si algo se puede sacar de la escasez, es la capacidad de alegrarse con pequeñas cosas. Las guaguas que no se demoran, el jugo de naranja, las calles limpias.

***

Susana y yo somos amigas desde los diecisiete años. Durante ese tiempo han transcurrido fiestas, estudios, crisis… De lejos, la he visto mutar de simpática chiquilla a mujer entera, con una fuerza inesperada para luchar por lo que quiere, y lograrlo. Desde 2010 la he visto cada dos años, cuando regresa a La Habana para no perder la ciudadanía.

Camino a su apartamento, en Madrid, voy recordando cuánto la quiero, lo orgullosa que estoy de ella, lo mucho que me ha ayudado. Guillermo abre la puerta y la esperamos en el salón, como le llaman ellos a la sala-comedor.

Hasta que entra, sonríe y me abraza. Me dice: “¡Mijaaa!”, y yo me pongo tan contenta de estar aquí y escucharla hablar “en cubano”. Pienso en cuántas cosas han tenido que suceder para este abrazo. Susana me llega apenas a la nariz. Después de todo, sigue siendo una chiquilla.

Estación de Atocha (Madrid).

Fueron casi ocho horas deambulando por Madrid. Mi amiga no estaría en casa hasta las siete, cuando saliera del trabajo, y yo aterricé en Barajas a las once. “Si hay alguien disponible que levante la mano”, escribí en Facebook. Me respondieron desde Lisboa y Orlando.

Nuestra experiencia del mundo es esencialmente cinematográfica. Dondequiera que uno va, la descripción más rotunda, la primera que viene a la mente, es “igual que en las películas”. Sin embargo, Madrid me sonaba. Atocha, Cibeles, Alcalá… ¿De dónde conocía esos nombres? De las canciones de Sabina, por supuesto. Podía mencionarlos con soltura, como si ya hubiese estado ahí.

Me puse en marcha con total intención de perderme. Caminé varias cuadras hacia abajo, luego las subí. Monté en una guagua que resultó ir en sentido contrario a la dirección de Susana. La maleta y la mochila me pesaban. Tomé asiento en un cafetín de esquina y pedí un refrigerio. “Estoy aquí”, me repetía, en un hedonista ejercicio de autoconciencia, y no podía — no quería — evitar mi cara de felicidad.

Al doblar la Estación de Atocha me encontré una carta: el as de oros de la baraja española. Señal de buena suerte, sin dudas.

***

“Qué pena con ustedes, pero creo que me está gustando más Barcelona, jajaja”. El entusiasmo hablaba por mí, incluso en los correos. Susy me seguía la rima: “Tranquila hija, que nosotros tampoco somos de aquí :P”. Ella y Guillermo, su novio navarro — acento ríspido, nobleza de pan — , decidieron mudarse a la capital cinco años atrás.

Me habían reservado una habitación en Airbnb, en una zona muy céntrica, cerca de la sede del congreso donde yo debía presentar una ponencia. Sin embargo, eso no era tan importante como que desde ahí podía ir caminando hasta la Sagrada Familia.

No me molesta demasiado el ambiente turístico, descubrir los mismos lugares que frecuentan las masas internacionales. (“Yo no soy un turista, soy un viajero”, dice alguien que conozco).

Por el contrario, disfrutaba escuchar cómo las personas que cruzaban por mi lado hablaban en distintos idiomas. Gringos, alemanes, italianos. La viva estampa del cosmopolitismo.

Me encantaba que cada dos por tres hubiera una pastelería o un restaurante. En 2016, el 25 % del PIB de España estaba conformado por el turismo, la gastronomía y la actividad agroalimentaria. Quién hubiese imaginado que el nexo entre las estadísticas y la realidad fuese así, tan elocuente.

Pablo y Simone eran mis anfitriones. Ella: negra, corpulenta, trenzas al estilo Medusa. Él: blanco, flaco, bajito. Tenían en común el buen carácter y que ninguno era español. Y eran padres de una niña, Alejandra. Enseguida los interrogué: dónde cambiar dinero, dónde comer por precios razonables (o sea, baratos), cómo llegar a tal lado. “No, papi, es a la derecha”, corregía Simone.

Contando las otras dos habitaciones, en la casa pernoctábamos gente de al menos cinco culturas. Aun cuando el cesto de basura se repletaba, o alguien dejaba el baño mojado, convivíamos en paz.

Olvidé comprar un adaptador para la corriente, y la primera noche los vecinos británicos me prestaron uno, pero no servía. Entonces los del otro cuarto — canadienses o belgas, no supe — me dieron el suyo, con la condición de devolverlo al día siguiente, a las nueve de la mañana.

— Conque así se siente la globalización — pensaba — . Pues me gusta.

No había restricciones de horario para salir o volver, aunque los caseros pedían asegurarnos de cerrar bien la puerta. Cada cual disponía de su espacio en el refrigerador y en la despensa. Reglas justas y libertad responsable.

Las Naciones Unidas deberían funcionar como un Airbnb.

***

Mi amiga Catalina y su novio también participarían en el congreso. Justo él adivinó mis pensamientos. “¿Tú no crees que este es un lugar donde uno podría vivir, fácilmente?”. Le contesté con un suspiro. Desde que llegué lo veía todo tan organizado, tan fluido, tan apacible… que tenía miedo de enfrentarme, de plantearme esa misma fatal cuestión.

“¿Y a ti en qué ciudad te gustaría vivir?”, me había preguntado también Guillermo, y yo trastabillé entre disímiles argumentos, expuse razones, pros y contras. Hubiera querido poseer la seguridad triunfal para responder “La Habana”.

Pero no la tuve.

Tampoco dije Estambul, o Berna, o Johannesburgo. “Es complicado”. El clásico remate que sirve para todo liquidó la conversación.

Un par de meses atrás, A. me confesó que tal vez se quedara en España, aprovechando aquella visita. “Hay bastante trabajo, el idioma, muchas cosas a favor… ¿entiendes?”, decía, tan calmado como siempre, en la ventana del chat. Yo entendía, claro, no hacía falta explicar mucho. Menos cuando nuestro proyecto sentimental era casi una misión suicida: sin ataduras, sin palabras de amor. Obviamente, eso no evitó que temblara el piso bajo mis pies.

Bromista como siempre, replicó que quién me mandaba a ser tan orgullosa, todo el tiempo que perdimos por andar haciéndome la dura… “y mira ahora, eh… jeje”. “Así mismo”, me limité a escribirle.

Dos meses después, lo perdoné. Comprendía — ahora sí, de verdad — , por qué él quería construir una existencia allí.

***

Cuando me perdía, buscaba un mapa de esos de señalética vertical en las paradas o en las bocas del metro. El globito rojo era yo. You are here, confirmaba el letrero.

Porque uno trata siempre de encontrarse. Más allá de la arquitectura, los olores o la gente de la ciudad, uno tiende a sí mismo, a lo suyo. Por ejemplo, yo fui derechito hacia el mar. Quería auscultar el Mediterráneo, mirarlo hasta darme cuenta por qué era diferente al mar mío.

En esos días conocí a Gladys y a Gustavo, madre e hijo, exvecinos de Santos Suárez. Mi padre localizó sus teléfonos para asegurarse de que alguien más me recibiera allá. Inauguramos la amistad con helado y un paseo por La Rambla. Gladys quiso saber de mi trabajo y me embulló a escribir un libro (“niña, si aquí cualquiera publica un libro”). Gustavo me brindó su casa, “pa’ la próxima”.

A Julia, la prima de mi abuela, la llamé desde un locutorio. Debía esperarla a la entrada del centro comercial, donde los zapatos azules y la blusa de flores me avisarían que era ella. Porque no nos conocíamos. Tras ganar cierta confianza, Julia me aconsejó que aplicara para irme a Canadá.

Si uno es joven (“tienes la vida por delante”), y de casualidad ha viajado (“¡no pierdas la oportunidad!”), y extrañamente decide permanecer en Cuba, esa clase de recomendaciones/enjuiciamientos le perseguirán como alma en pena.

— ¿Y no te vas a quedar? — inquiría alguien de mi familia, antes de irme.

— No.

— ¿Por qué? ¿No te gusta España?

— No sé, nunca he ido.

Julia me cayó bien, y yo a ella, según me dijo. Nos despedimos en el metro. “Ve a la iglesia de La Merced — sugirió — , pa’ que te ayude a sentar cabeza”. Yo me eché a reír. Vaya, que mi cabeza no estaba tan mal. “No, chica, no es eso”, insistió afectuosa. Se refería, por supuesto, a que tomara en serio lo de Canadá.

Lástima que no alcanzó el tiempo para saludar a la patrona de Barcelona. En tal caso, habría hecho lo que Dulce María Loynaz frente a la Virgen de la Peña de Francia, en Tenerife:

“Y es entonces que pido emocionada mi primera gracia: la gracia de volver”.

Playas del Fórum (Barcelona).

Compré souvenirs a los inmigrantes paquistaníes. “Un euro, un euro, bonito, barato, un euro, un euro…”. No eran esos árabes buenos tipos, príncipes del desierto. Se parecían a los vendedores callejeros de Cuba, o de cualquier parte, reconocibles por la expresión de esfuerzo, el cansancio que deja intentar salir adelante. Eran casi los mismos que vería luego afuera del Museo del Prado y en la Gran Vía, bajo la lluvia, pregonando paraguas, paraguas, paraguas…

Comprar pues — ropa, zapatos, chocolate, llaveros — , lejos del acto consumista, clasifica como gesto solidario. Porque uno nunca viaja solo. A cada paso se evoca a los que dejamos atrás (“si fulanita pudiera ver esto”), los que te exigen como mínimo un reporte diario, que les mandes fotos, que te diviertas mucho. Incluso los amigos en otros lares demandan más atención: “Llámame, asere, que ahora sí tienes Internet”.

Regresé a Madrid igual que como me fui, en un tren veloz y confortable. Tras el cristal corría “un áspero y melancólico país, de montes escarpados y extensísimas llanuras, desprovistas de árboles, y un silencio y soledad indescriptibles”.

Han rodado casi 200 años desde que Washington Irving lo vio y hoy el paisaje incluye algunas casitas, plantas industriales y aerogeneradores. (Sí, esos reguiletes gigantes que recuerdan a Don Quijote).

De nuevo estaba en la Estación de Atocha. “Viajar es bueno para la salud”, se leía en un anuncio.

***

La mamá de Susana vino desde Navarra para verme. Tener amigos es como casarse: uno los adquiere a ellos y a sus familias.

Bianca partió de Cuba antes de la reforma migratoria de 2013. Significa que su salida fue definitiva, obligatoriamente. Una oficial de Emigración cortó en dos su Carnet de Identidad. Con una tijera, delante de ella. Bianca salió de ahí ahogada en llanto, sintiendo que la borraban, que la desaparecían.

A personas como ella yo quisiera armarles una gran fiesta de re-bienvenida nacional, en la Plaza de la Revolución, con un enorme cartel en letras doradas:

“LA PATRIA ES TUYA”

Pero no digo ni jota porque Bianca ya superó aquel amargo dolor, o al menos lo escondió bastante hondo.

Entre los tres no atinan qué inventar para agradarme. Preparan comida tradicional, me llevan a los sitios famosos. “¿Qué quieres hacer?” “¿Qué te gusta más?”. Y a mí me da igual. El plan perfecto es donde estén ellos.

Guillermo no sabe “dar chucho”, y Susana y yo, cómplices, disertamos. Dar chucho consiste en adivinar, entre las docenas de estatuas de Madrid, cuál representa a Fernando VII o Carlos III, Aznar o Rajoy.

Bianca me pregunta cómo está Cuba, si ha mejorado. Con la autoridad que otorga el cariño, café de por medio, averigua sobre mis perspectivas, mi desarrollo profesional allá. Hablo de posibles proyectos, becas, colaboraciones, Dulcineas del Toboso.

Ella asiente, quiere darme la razón. Aunque no se abstiene de esgrimir ese consejo que ya sabía. Que al menos lo piense, me pide, porque el tiempo pasa.

“No se vive pa’ atrás”.

Sus palabras me traen otras, de George Steiner*, sabio mayor. “Ningún lugar es aburrido si me dan una mesa, buen café y unos libros. Eso es una patria”.

Puerta del Sol (Madrid).

Regresé. Distribuí regalos. Ordené el reguero pendiente. Retomé mi ritmo habitual. Parte de él reside en coger la 83 hasta la oficina, en La Habana Vieja.

Todos los choferes de la 83 manejan dando frenazos y acelerones. En la 83 siempre hay reggaetón a todo meter. Las más de las veces, la 83 tarda demasiado, de ahí que uno vaya como sardina en lata, y llegue como de cortar caña, sudoroso y estropeado.

Imposible no padecer con aquello — y lo demás — . Imposible escapar de aquel pensamiento acusador: “A ver qué coño hago yo aquí”.

* (París, 23 de abril de 1929). Profesor, crítico y teórico de la literatura y de la cultura. Escritor políglota y trilingüe perfecto, se define como una persona extraterritorial.

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Eileen Sosin Martínez

Periodista. Gastronauta. Vi a los Rolling Stones en La Habana.