The sign of the cross // 1932

Ari P. S.
5 min readJul 20, 2016

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dir. Cecil B. DeMille // cp. Paramaunt Pictures

En The Sign of The Cross (tercer y último filme del paquete bíblico de Cecil B. DeMille, después de The Ten Comandments y The King of Kings) la fe es puesta a prueba cuando el grandilocuente Nerón decide quemar su propia Roma y culpar a los cristianos, iniciando así una cacería de creyentes de enormes magnitudes que, basada en un hecho real, no tuvo la gran transmisión al cine como lo fue, por ejemplo, la persecución de judíos en la Segunda Guerra Mundial. DeMille, acostumbrado a mostrar espectáculo en sus filmes, grandes realizaciones y gigantescos diseños de producción, no se queda atrás, llevándose las palmas en las escenas finales en el Coliseo donde, además de peleas entre gladiadores, hay una puesta en escena del asesinato de cristianos de la forma más explícita para una película de los ’30. La cinta llega a ser provocadora en ese sentido: el bufé gore visual, aunque moderado, no es para todo público y más sabiendo que tienen connotaciones religiosas, en una época de mucha violencia y espectáculo combinado con tributos sangrientos. Pero la cinta tiene su lado emotivo: un creíble romance entre una cristiana de nombre Mercia (Elissa Landi) y un soldado romano, el Prefecto de Roma, Marco (Fredric March) quien defiende a un par de religiosos del gentío cizañoso que estaba a punto de lincharlos para así poder cobrar una recompensa puesta por el mismo César. Pero se necesita más que dos pobres hombres indefensos para lograr conmover a Marco, y es en ese momento cuando avista a la hermosa Mercia, quien dice ser hijastra de uno de estos hombres. De tal manera queda asombrado el Prefecto por esta mujer que decide hacerse de la vista gorda y dejar libre a los hombres que, aún sin confirmar ser cristianos y haciéndose pasar por filósofos, le agradecen por su gentileza, aunque es más que obvio que Marco sabe que está frente al enemigo de Roma. El maquiavélico Nerón, interpretado por el gran Charles Laughton, se pasa la mayoría del tiempo con sus esclavas sexuales y banquetes, importándole poco lo que suceda a esos desamparados cristianos, confía en la honestidad de Marco como subordinado aun cuando otro capitán de nombre Tigelino le hace saber que dejó ir a quien debió haber encarcelado. Como era sabido, Laughton era homosexual, y relatos sobre la realización del filme apuntan a que en más de una ocasión puso en situaciones embarazosas al mismo March cuando trataba de echarle un vistazo debajo de su falda de soldado romano entre toma y toma. Resulta fascinante cómo sus gustos personales son llevados a pantalla de manera casi desapercibida en la escena del Coliseo, estando en su trono en el centro del edificio, lo acompaña a su lado un sirviente totalmente desnudo. Pero no es sólo ese guiño a los libertinajes de la Roma de los años 60 d.C. el único al que hace alusión el filme de DeMille: la roba-cámara Claudette Colbert tiene una secuencia, quizá la más memorable del filme, aunque no ayude al avance de la trama: aquella donde toma un baño en una piscina llena de leche de burra. A diferencia de como pudiese suceder con semejantes escenas en cine actual norteamericano comercial, el espectador puede apostar todos sus ahorros a que Colbert estaba enteramente desnuda. Colbert interpreta a Poppea, la consorte del mismo Nerón que, claramente está con él, no por atracción física o sentimental, sino por el poder que conlleva. Más que pareja, Poppea aparenta ser la conciencia del mismo César, una figura maternal, por el trato que le proporciona en momentos. Pero la mujer de Nerón tiene ojos para otro, y resulta ser el mismo Marco que tiene una relación con ella de respeto pero que aún no está del todo convencido en mantener ese amor casi en las narices del emperador. Y es cuando Poppea se entera que Marco se está enamorando de la cristiana Mercia, cuando pone mano dura con él e insta al César a tomar acción de inmediato hacia ese culto que no reconoce los dioses de Roma y por lo tanto podría ser causa de algún levantamiento innecesario. Pero mientras toda esta persecución se lleva a cabo, es quizá Marcia la que tiene un debate ideológico en su interior: Marco le ruega renunciar a su inexistente dios y aceptar la religión romana para no ser ejecutada y vivir en paz. Inclusive en una secuencia donde Marco la lleva a su no tan humilde residencia en medio de una fiesta, una bailarina y varios de sus allegados ejecutan un tipo de rito que servirían para corromper a la cristiana, lleno de bailes sensuales y todo tipo de decadencia moral. Pero es sin duda Marco el personaje más interesante aquí, ya que su mentalidad y forma de ver la vida como siempre estuvo acostumbrado, va cambiando poco a poco al contacto con Marcia quien, al no poder ser pervertida por el ambiente de libertinaje, le da un ejemplo de lo que es creer en los ideales –en este caso el Dios cristiano– por quien está más que dispuesta a morir, aún sin haberlo visto o escuchado. Esto cambia a Marco y su incredulidad es eventualmente configurada cuando se pone a pensar que si alguien tan buena y generosa como Mercia ama a ese Dios más que a su propia vida, debe haber aún oportunidad para creer en él. Es por amor que Marco se rebela y despierta del letargo de escepticismo en que vivía. Llena de simbolismos religiosos y un mensaje de redención, DeMille hizo un filme sólido no sólo en el aspecto visual de sus escenarios sino de la transición de sus personajes, del ser mundanal al ser espiritual. Aprovecha para ser una apología al culto cristiano que como cuenta la historia, no la tuvo más fácil que los judíos. La espectacularidad de su escena final pondrá a un par a cerrar los ojos, pero la verdad es que seguro lo que se nos presenta en The Sign of the Cross es solo la versión familiar de lo que realmente sucedió. ~A.P.

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