Ni Dios, ni Patria, ni chufocarpetines.

Onofre Carena

Crepitar Editorial
4 min readAug 27, 2017

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Palangana, Giraldo y servidor hicimos acopio de agallas para dirigirnos a la manifestación que, muy supuestísimamente, debía ser un canto a la unidad contra el terrorismo. Giraldo no estaba nada convencido: no es un tío de muchedumbres —pero sí de muchas lumbres— y cuando nerviosea se le pone la vena de la sien como el Besós a su paso por San Adriàn. Guifré (Palangana), ya es otra historia: es un macho de casi dos metros y no se amilana ante nada.

Una vez convencidos de que el espéctaculo sería digno de ser visto por nuestro alto mirar, nos dirigimos a la manifestación. Vamos, debiera decir las manifestaciones, pues en realidad eran dos: una, la propia y la recta, la que servía para alzarse en pro de la paz, digna y erguida como un madroño en otoño; la otra, la manifestación de lo más ectoplasmático del pruchés. Ojiplático se nos puso Giraldo ante tamaña afrenta. Él —así lo convencí— venía a encontrar algún tipo de catarsis, pero lo único que encontró fue hibris a paladas, que no palas aladas. ¡Todo era tan chalado! En un bando, banderas por doquier, gritos y susurros (mas ninguna parada de churros); en el otro, silencio, respeto, cabezas gachas a la sombra de rojigualdas en flor. Di un codazo a Giraldo y le dije: «Estos catalanes. ¡Parece que se les hayan caído 20 céntimos» y sonrió. Su Besós temporal (el del cráneo, el fijo) se relajó, y esa vena, esa misma vena que a punto estuvo de reventar, refluía ya mansa como el Manzanares.

Puesto que aún habíamos de decidir en qué sector de la manifestación nos sumergíamos, caminamos, caminamos algo serpenteantes por el trifásico que nos habíamos enchufado en un bar de catalanes. El escuincle del barucho nos contó que cada día pasaba por aquel mismo bulevar, que esa ranura por donde se filtraba la agitación humana le agradaba mucho más cuando en los días normales como normas duvales nadie hablaba catalán y, sin embargo, todo el mundo se entendía perfectamente entre el bullicio y el run run de los coches y las calles.

No nos decidíamos: claro, Palangana ya estaba muy acostumbrado a camuflarse entre lo más bajo de la catalanada desde su estancia en la Cataluña interior (de razón permanentemente interina) para escribir Los Goigs Divins; a Palangana, sí, le iba la marcha como le iba la marcha a Radetzky, y prefería, pues, la payasada payesa. Pero Giraldo y yo, más cautos y siempre encarándolo todo desde una distancia prudencial de rigor trigonométrico (que no es lo mismo que un campo de trigo en una estación de metro), nos encaramamos a un parterre para ver bajo nuestros pies la infamia de ese jardín de asnos locuaces que se apelotanaba tras el infante devenido Rey.

¿Y España?

Al fin, se nos sumó Palangana. Ya los tres, parapetados en la barandilla, oteábamos la baranda politiquera y parecíamos la Pinta (¡una de Mahou, pisha!), la Niña y la Santa María muy a puntito de llevar el pan y la razón a las Américas. A lo lejos se divisaba el Rey — acompañado del maricomplejines, el catalanet que se cree rompetechos y Ada—, altísimo y envidia de las miras y de las Maris. Ante ese porte, uno no puede sinó declararse republicano y felipista. ¿Algún problema?

Y desde allí, desde nuestro alto romántico, vimos como con ese río de raciocinio seco se nos marchitaba aquella ensoñación de una Barcelona moderna y abierta que sabía plantar cara al facherío propio y meteco y a la que ahora le duele la catalanada; nuestra Barcelona, Barcelona nuestra, cómo queremos la Barcelona de los setenta. ¡Y ahora, banderillas sin cebolleta con estampes de soflamas y señeras! Pero qué vergüenza.

A mí ya me asomaba una lágrima y acabé llorando como el nene al que un fadrinet le roba las canicas. Palangana y Giraldo ya habían desconectado de las ratas hace ya un rato y hojeaban sendas novedades de Tusquets, Libros del Asteroide y Anagrama. Giraldo levanta la mirada, me mira a los ojos y me suelta:

— Te asoma una idea tras esas pupilas azabache.

Le digo que vaya si me asoma, Giraldo, Martino, amigo, solaz, poeta. «Es la hora de ser héroes, el tiempo y el momento de recuperar lo nuestro. Al facherío, ni agua (ni la de Carmen). Es la guerra, otra guerra. Volveremos a ganar, y Barcelona será otra vez la Barcelona de nuestros amores y debates donde la lengua no sea el problema y solo sirva para atornillarse a besos. Que para eso se ganan las guerras, a ver».

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Editorial independiente que toma el pulso al crepitar de la nueva literatura española-española. Nos exalta leer; nos enamora decirlo.

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