la barbilla de Andreíta

esnórquel
5 min readJul 23, 2017

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El día que cumplí 18 años estaba muy gordo, tenía una pierna un centímetro más corta que la otra, era estrábico, hipermétrope, tenía los dientes muy apiñados y calvitas en la cabeza como consecuencia de una tiña infantil; era muy estridente, muy amanerado y muy gracioso. Hacía chistes cada segundo, pero en ninguno de ellos verbalizaba las características que he enumerado. La mayoría no ha cambiado desde entonces. La novedad más importante es que hoy sí las incluyo en mi repertorio humorístico. Convoco todos los elementos de mí mismo que durante años he intentado silenciar, disimular o esconder. Lo hago con mis defectos y con los de mis amigos. También hago chistes sobre la apariencia de personas que no conozco. Los hago en privado, pero eso no impide que a veces me sienta mal después de alguno. Después de imponer mi necesidad de hacer reír al respeto debido hacía un físico, una actitud, un gesto.

En esa balanza entre risa y respeto, intento recordar siempre las palabras de John Waters, el director de pelis como Pink Flamingos o Female Trouble: “solo me río de las cosas que amo”. Filmar a un hombre de 150 kilos, maquillado hasta la nuca y enfundado en lycra, mientras se come una caca de perro y se autoproclama la mujer más asquerosa del mundo, puede ser un caso de humillación sin precedentes o una obra de arte. Lo que determina si es acoso o celebración es algo tan intangible como el ánimo con que se hace. Cuando yo me llamo maricón, gordo o feo a mí mismo o a alguno de mis amigos, lo hago con un ánimo concreto y desde una perspectiva de afecto y respeto (pues el afecto es imposible sin el respeto). Si llamara maricón, gordo o feo a un desconocido, aún con toda la gracia del mundo y a través de una broma elaborada, lo haría sin el conocimiento y la base de respeto previos y necesarios para que el chiste, digamos, funcione. Puede que el resultado fuera el mismo, una carcajada ajena, pero no sería humor, sino acoso. En resumidas cuentas: si yo hago un chiste usándote a ti, o alguna característica tuya, y tú no te puedes reír con la broma, te estoy acosando.

Escribo esto y siento que transcribo obviedades. Pero acabo de leer, en el facebook de un amigo, la ristra de comentarios de un chico a propósito de Andrea Janeiro, y me asombro y horrorizo al ver que personas inteligentes y de cultura justifican el estallido de odio que ha desatado su recién estrenada mayoría de edad. Como vivo en una burbuja de maricones cis, además, el espanto es doble al comprobar que algunos de nosotros, a los que siempre nos ha tocado estar en la otra acera de la burla, en la que la recibía, cruzamos rápidamente al bando opresor si nos dan la oportunidad.

Venía a decir este chico, al que entre varias personas han intentado meter en razón sin éxito, y al que llamaremos Chona por su obstinación, que lo de Andreíta no es bullying, porque estos charcarrillos tienen “la intención de hacer reír, no la de humillar”. Me acordaba entonces de esa deleznable declaración de Bertín Osborne, donde se quejaba de que no se pueden hacer ya chistes de mariquitas y de gangosos.

Chona quizás ha tenido mucha suerte y muchos privilegios en la vida, y puede que nunca se hayan reído de él. Pero si no ha sido así, ha podido comprobar en sus carnes que la risa tiene funciones muy distintas, y que una carcajada muchas veces no es provocada por el humor, sino por el miedo o la necesidad de adhesión. De mí se han reído y se ríen muchas veces. Las más de esas veces soy yo mismo quien se ríe, o participo con mis amigos en chistes de los que soy objeto. Pero algunas veces he sido diana de desconocidos, que se han metido con mi aspecto y también han reído a carcajadas. La mayoría han sido chicos jóvenes blancos con cuerpos normativos los que, en grupo, se han reído de mí. Normalmente cuando nos hemos cruzado o iban en coche, es decir, cuando pronto iban a estar lejos. Me parecen detalles significativos.

Esos chistes que han hecho a mi costa –en el 90% de los casos han pasado por gritarme únicamente “gordo”– han provocado risas, sí, pero eso no los convierte en humor. Esa risa no responde a lo elaborado y efectivo de la broma. Cuando alguien insulta en público a otro alguien, se genera una dinámica de poder en la que sentimos la necesidad de tomar partido. Ese insulto nos apela. O estamos en el bando del que lo dice o del que lo recibe. Para sentirnos seguros, necesitamos ponernos de parte de quien insulta, porque si no, podemos ser los siguientes en convertirnos en su objetivo. Y la forma más rápida y directa de alinearnos con quien acosa es reírle las gracias.

Volviendo a Andreíta y a Chona, este último se quejaba de la dictadura de lo políticamente correcto para intentar defenderse (con escaso éxito) ante las evidencias que en los comentarios le explicaban, y que yo mismo me estoy viendo obligado a repetir. Que tú hagas un chiste sobre la barbilla de Andreíta o que Bertín Osborne cuente un chiste de mariquitas no son desafíos a lo correcto, a lo que esperamos. Son brochazos de odio ante realidades que ni conoces ni respetas.

Evidente como que la risa puede ser un arma es que el humor es necesario y catártico. Si yo no fuera capaz de reírme de mi aspecto o de mis gestos, aparte de reírme muchísimo menos, constataría el fracaso de abrazar aquello que la sociedad cree que está mal en mí, esas cosas que todos sabemos que pueden ser motivo de burla. Andrea Janerio, como su madre ha contado, tiene el hueso maxilofacial poco desarrollado. Todos vimos venir los insultos, lo que de alguna manera nos hace corresponsables de los mismos. Todos hemos aprendido e integrado que ser delgado es mejor que ser gordo, que ser alto es mejor que ser bajo, que tener los dientes rectos es mejor que tenerlos torcidos. Y que esas desviaciones son risibles.

Como decía, cuando cumplí 18 años todavía no había interiorizado y trabajado sobre mis desviaciones, y no era capaz casi ni de enfrentarlas, de hablar de ellas, mucho menor de reírme. Es algo que solo he conseguido años después de la adolescencia, cuando la relación con el propio cuerpo es más difícil y peligrosa. Por eso, justificar como humor el auténtico odio que se ha desatado en torno al aspecto de Andreíta es perverso en sentido doble. En primer lugar, porque un insulto nunca es justificable. Aunque Andrea se exponga y aparezca en las portadas de las revistas y en los programas de televisión, eso nunca nos dará derecho a meternos con ella por su apariencia.

Y en segundo lugar, el humor se corrompe cuando alguien lo invoca para justificar el puro y simple acoso. Insultar puede provocar risas, pero nunca será humor. Humor es lo que utilizamos para aceptar y abrazar lo que la sociedad concibe como nuestros defectos. Es nuestra herramienta para afrontar las cosas que nos dan miedo, nuestras inseguridades, nuestra ansiedad. Reírnos de nosotros nos protege contra la gente que, incapaz de afrontar su miedo, lo expulsa a través del odio y lo disfraza de chiste. Porque el humor nunca es un arma; es un escudo.

*foto de la revista Lecturas

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