el día que conocí a Carmen de Mairena

esnórquel
8 min readJun 17, 2017

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En 2012 cumplí un sueño: vivir en Barcelona. Desde muy pequeño estuve fascinado por la ciudad, que visité asiduamente desde mi Mancha natal porque mis padres, en un gesto de generosidad que hoy me sigue asombrando, se gastaron lo que tenían y lo que no para que trataran mis entonces débiles ojos en una prestigiosa y costosa clínica oftalmológica catalana. Recuerdo la impresión de emerger, con cuatro años, en Plaça Catalunya o en las Ramblas. Yo solo conocía las escasas calles de mi pueblo, sus fronteras invisibles con el campo, siempre a tiro de piedra. Con las visitas regulares, mi infancia y adolescencia se fue trufando de descubrimientos. El corte inglés, los idiomas que no entendía, el metro, los chicos con el pelo pintado de colores. Copito de nieve comiéndose sus heces, la estatua de Colón, los mimos que resulta que no eran estatuas y se movían (qué berrinche).

Los viajes eran fatigosos. A las dos de la madrugada tomábamos un autobús en un pueblo más grande, a veinte kilómetros del mío. Los únicos pasajeros que esperaban frente a una fábrica espectral cuyos ventanales hechos añicos esquivaba con terror y curiosidad. Siete horas de viaje en las que la emoción apenas me dejaba dormir. Observaba a los demás ocupantes del autobús, escuchaba a los que hablaban en susurros, imaginaba sus vidas. El sueño me vencía mientras veía amanecer. Me recosté sobre mi madre mientras pude, pero con siete u ocho años ya era más grande que ella.

Llegar a Barcelona suponía alunizar, algo a lo que contribuía la retrofuturista pasarela de la estación de autobuses barcelonesa, una pista abovedada en plástico blanco que te expulsa en mitad de la ciudad. La mañana se nos iba en la clínica, donde me hacían pruebas (un siete, un cero, un tres… ¿un cuatro?) y me echaban gotas que me provocaban una visión borrosa el resto del día. Otro planeta.

Conocer –de una manera tan limitada pero tan recurrente– Barcelona fue una de las pocas certezas que me acompañó mientras crecía. Supe casi desde el principio que había otros mundos y que estaban en este. Desde siempre quise vivir allí. Y como digo, tras terminar la carrera saqué plaza en un máster de la Pompeu Fabra y me trasladé a Barcelona. Para entonces ya conocía algo mejor la historia y la cultura de la ciudad. La oficial y la que se intuye en las calles más estrechas y menos cuidadas que pude recorrer ese año. Calles en las que siempre mantuve la esperanza de encontrarme con Carmen de Mairena.

La había conocido mucho antes, como todos. Crónicas marcianas, zapping, imitadores. Yo soy como la Pantoja, polla que veo polla que se me antoja. Eran los años en los que aprendimos la palabra friqui, aunque su significado se fue revelando poco a poco: clasismo, desprecio, reírte de. Yo me reía como el que más, aunque lo que me despertaban los personajes que mostraba Javier Cárdenas era otra cosa. Curiosidad, atracción. Sobre todo, ternura. Muchos vimos en Pozí o Carmen personas que habían sufrido mucho y que lo llevaban con humor. Un humor a veces zafio y grotesco, en el que se veían las puntadas de los sastres televisivos.

Crónicas marcianas terminó. Yo pegué el estirón, otro. Me fui a la universidad. Estudié, bebí, maduré, encontré amigos. Mientras preparábamos un trabajo o bebíamos una copa, fuimos asomando de a poco la patita. Una referencia, una frase. Tanteábamos el terreno. Con veinte años lo que te gusta te debe gustar mucho, y lo que desprecias, despreciarlo a muerte. ¿En qué plato de la balanza estaban los friquis? Pronto nos entendimos. “Yo también me meaba con Carmen de Mairena”. Les poníamos el calificativo de trash, nos curábamos en salud. Pero nos gustaba. La recordábamos. Seguía con nosotros.

Apareció YouTube. Nos descubrimos por docenas. Alguien había grabado aquel Crónicas inencontrable, otro la había grabado con un móvil antediluviano en El cangrejo, el de más allá recuperó un reportaje de una tele local. En seguida pudimos ver mucho de Carmen, más de lo que quedaba en nuestra memoria. Incorporamos más frases a nuestro vocabulario cotidiano, algunas muy poco mairenescas (tengo una amiga que se quiere casar, tú… Le gustan los hombres… Pero lo comprendo todo). Carmen nos creció dentro. La tenemos presente cada día, en cualquier respuesta.

De mi año en Barcelona recuerdo los largos paseos, las librerías y especialmente la innumerable cantidad de horas que pasé enfrente del ordenador para sacar adelante mi trabajo de fin de máster. Debía entregarlo en los ardores del 15 de julio. Unos días antes, no sé si por un evento extrañísimo de Facebook, me llegó que Carmen estaría presente en una fiesta –todavía más extraña– el día 14. Durante unos segundos me debatí entre la responsabilidad académica y la mitomanía. Muy pocos. He intentado encontrar información del evento en internet, pero parece no quedar rastro. Creo que las palabras que conozco en castellano no se acercan a aquello que viví, pero intentaré dar unas pinceladas.

Se celebraba en Montjuïc, al aire libre. La excusa, algo así como ‘el día del hermanamiento’, una fiesta para las comunidades latinas de Barcelona. El espectáculo corría a cargo de Toni Rovira, un showman de otro tiempo (¿pasado?, ¿futuro?), que congregaba artistas de todo pelaje –estaba Iván Zayas, esa es de nota– . Había puestos de comida de distintos países: Colombia, Ecuador y así. El ambiente era bastante animado. Muchas familias con niños, grupos de adolescentes de acá para allá… y los miembros del club de fans oficial de Verónica de OT1, una de las integrantes del cartel, en primera fila del escenario.

Si conocéis un poco en qué términos se mueve todo lo relacionado con Toni Rovira, podéis haceros una idea de cómo fue transcurriendo la tarde. Y sí: es más triste en directo. Yo estaba con mi amiga Clarirris (también en primera fila, claro), alucinando continuamente y empezando a dudar si Carmen aparecería por allí.

De repente la vi. El corazón se me aceleró. Dos chicos ayudaban a subir por las escaleras del escenario a una persona muy mayor, que desde la distancia se parecía bastante a mi tío Francisco. La peluca roja en precario equilibrio, sin maquillaje. Vulnerable, frágil. Sufrí mientras ascendía como podía al escenario. Una vez arriba, subieron su silla de ruedas y allí la dejaron, abanicándose con parsimonia. Mientras, yo me debatía entre el éxtasis mitómano y las ganas de llorar. No esperaba encontrar a la resuelta Carmen de diez o quince años atrás, que se atrevía con el submaritismo o el baile del gorila (que le copió Molide, Meledey, la niñata esa), pero el impacto fue tremendo.

Mientras las actuaciones sin sentido se sucedían, a Carmen le dieron tres golpes de colorete y le pintaron al vuelo los ojos y los labios. Cuando llegó su turno, Toni Rovira se encargó de ir paseando su silla de ruedas por el escenario mientras ella intentaba (o no) hacer el playback de ‘Que yo soy esa’ y de ‘Chupa y mama’. El presentador también le preguntaba por sus novios y sus amantes. Carmen respondía con dificultad, balbuceando. De vez en cuando daba un respingo y soltaba un pareado, o movía un poco las manos como la sombra de otro siglo de su admirada Carmen Amaya.

Fue duro, partiendo de la admiración sin ironía hacia Carmen, ver cómo la gente se reía con sorna y hacía comentarios hirientes a mi alrededor. Cuando bajaron a Carmen del escenario, me acerqué para echar una mano. Mi primer contacto con ella fue empujar su silla de ruedas hasta el coche. La acompañaba el que no sé si era su representante. En el trayecto intenté explicarle el cariño que tanta gente le seguía y le sigue teniendo. Ella miraba a la nada y me dijo un par de “gracias”. El hombre que la acompañaba fue muy majo. Yo llevaba mi cámara instantánea y le hice algunas fotos. En la que le hice con Clarirris parece que sonríe un poco. Se me sigue partiendo el corazón.

Cuando, hace unas semanas, se anunció la inminente publicación de Carmen de Mairena, una biografía, confieso que mi primera reacción fue de envidia. Era un proyecto que, etéreo, me rondaba la cabeza desde hace años. Sin embargo, el pasado jueves, durante la presentación del libro en La fábrica, escuchando a Carlota Juncosa, su autora, no pude sino sentir alivio mientras explicaba el largo y tedioso proceso que ha desembocado en un libro que, por otra parte, no ha tardado en armar un pequeño revuelto entre el núcleo duro mairenista.

Inevitable resultaba la comparación con ¡Digo! Ni puta ni santa, el volumen en el que Valeria Vegas hacía lo propio con la Veneno, figura de evidentes pero limitadas similitudes con Carmen. Sendas autoras se enfrentaban al mismo reto: enfrentar una vida complicada, personalidades aún más complicadas y, en último término, intentar retratar algo de verdad en torno a dos figuras que han hecho de la mentira su modo de supervivencia. En el caso de la Veneno, el resultado fue un dispositivo muy agradecido para el fan. Lleno de fotos a todo color, centrado en los años de esplendor de su protagonista y escrito por alguien que, precisamente por esa admiración, probablemente no quiso o no pudo mantener una distancia crítica con aquello que Cristina contaba.

En el caso de Juncosa, todo es distancia. Una distancia que revela desde el principio: Carmen es una persona parapetada en el olvido, que no pone en valor casi nada de lo que ha vivido, incapaz de explicarse a sí misma. Alguien que concibe un libro sobre su vida como otro intento más para conseguir mantenerse a flote. No se esquiva la mirada a la miseria y a la mugre que –qué pena– ha rodeado la vida de Carmen casi siempre. Tampoco se maquillan sus contradicciones, sus prejuicios insuperados. Carmen ha vivido una vida triste. Juncosa podría haberse quedado con los años del Cangrejo y de Crónicas, y los maireniers nos hubiéramos quedado tan contentos. En su lugar, ha dado a esa época el valor que, me temo, realmente ha tenido en la larga existencia de Carmen: casi anecdótico. Y de esta manera, el retrato que le ha salido tiene un valor, más grande o más pequeño, que tiende a lo universal.

La cuestión que queda sobre la mesa es complicada: ¿cómo biografiar un icono pop? Personajes que se han construido a base de la superposición de máscaras, seres humanos perdidos en su propio relato. Creo que ni el libro de Blackie Books es una biografía ni ¡Digo! Ni puta ni santa eran unas memorias. Son libros –como dijo Bob Pop en la presentación del primero, no pueden ser otra cosa que libros– que nos apelan como coautores de las vidas de personas que, de manera más o menos consciente, se dejaron inventar por todos nosotros. Dónde decidimos mirar, a las fotos de lentejuelas en blanco y negro o al cubo de pis rancio al lado de la cama, nos define a nosotros tanto como a ellas.

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