De primera especial #12B

Boletín semanal de arbitrariedades

Eugenio Monjeau
24 min readJul 1, 2020

Te lo ruego: basta de palabras. Vete. No faltaré a la cita. Resistiré. Esta es la tercera y espero que los números impares me traigan suerte. Anda, ve. Dicen que los números impares tienen poderes divinos en lo que se refiere al nacimiento, al azar o a la muerte. Vete.

Falstaff, en Las alegres comadres de Windsor

Todos vamos a morir, pero eso nos hace afortunados. La mayoría de las personas nunca van a morir porque nunca van a nacer. Las posibles personas que podrían haber estado aquí en mi lugar pero que, de hecho, nunca verán la luz del día superan en número a los granos de arena del Sahara. Ciertamente, entre esos fantasmas no nacidos se incluyen poetas mejores que Keats y científicos más grandes que Newton. Sabemos esto porque el conjunto de personas que podrían salir de nuestro ADN supera enormemente al conjunto de personas existentes. Pese a esas ínfimas posibilidades, somos usted y yo, en toda nuestra ordinariez, que aquí estamos. Nosotros, esos privilegiados que ganamos la lotería del nacimiento contra viento y marea, ¿cómo nos atrevemos a quejarnos de nuestro inevitable regreso a ese estado anterior del cual la gran mayoría nunca se ha movido?

Richard Dawkins

Manolito le canta las cuarenta a Richard Dawkins.

No te cases ni te embarques

Arnold Schoenberg era muy, muy supersticioso. Tanto que eso puede haber adelantado su propia muerte. Le tenía fobia al número 13. Por eso su ópera Moisés y Arón se llama así y no *Moisés y Aarón, que habría sido lo correcto pero que en alemán (*Moses und Aaaron) hubiera totalizado trece letras. Tenía terror de morir en un año múltiplo de 13 (siendo que en algún momento tenía que morir me pregunto cuál sería la diferencia con hacerlo en uno múltiplo de 12 o de 14). Había nacido el 13 de septiembre de 1874. Según parece, en 1939 estaba aterrorizado de cumplir años (65) y le pidió a un amigo astrólogo que le preparara un horóscopo. Su amigo lo tranquilizó aunque le dijo que el año entrañaba ciertos peligros (¿alguna guerra quizás?).

En 1950, otro astrólogo, evidentemente no tan amigo, le dijo que ese año sí era para preocuparse, porque iba a cumplir 76 años, y 7 + 6 = 13. Según parece esto inquietó muchísimo al pobre Arnold, a quien nunca se le había ocurrido sumar los dígitos de su edad. Terminó muriendo el 13 de julio de 1951 (no divisible por 13), quince minutos antes de la medianoche. Había estado en la cama todo el día, ansioso y deprimido. Su esposa, Gertrud, explicó en una carta a su cuñada el 4 de agosto: “A las doce menos cuarto miré el reloj y me dije: ‘En quince minutos ya pasa lo peor’. Entonces me llamó el doctor. Arnold dio su último estertor y así terminó”. Una triste profecía autocumplida.

El supersticioso Arnold Schoenberg.

Locademia beethoveniana

Theater an der Wien.

Playlist: https://open.spotify.com/playlist/5N0Y5vRCv7pCMQXxM88IQr?si=yXAHczIHQDOBjyKh40g5Aw

Viena. 1808. Luego de varios meses de cabildeo, Ludwig van Beethoven consigue comprometer una fecha para realizar una Akademie (lo que hoy se conoce como “concierto a beneficio”) en el Theater an der Wien (literalmente, “teatro a las orillas del Viena”, río más pequeño que el Danubio que también discurre por la capital austríaca) para ganar algo de dinero (es decir, un concierto a beneficio de… Beethoven). Si bien puede sostenerse que el del 22 de diciembre de ese año fue, en cuanto al repertorio, el concierto más importante de la vida del compositor (de hecho, quizás fue el concierto más importante de la historia humana), también se puede, a partir de las reseñas de los días siguientes y de nuestra propia imaginación, recrear las difíciles condiciones en que transcurrió la velada y especular respecto de cuán distinta puede ser una experiencia artística para la gente que la vivió en comparación con lo que, tanto tiempo después, se pueda fantasear sobre ella. Veamos.

En primer lugar: el proverbial frío del invierno vienés. Aunque el Theater an der Wien había sido celebrado como uno de los mejores y más equipados teatros de Europa cuando se lo inauguró en 1801, y se había hecho acreedor de un gran prestigio en un breve lapso (allí vivió Beethoven, compositor residente de la casa, en 1803 y 1804), la sala no tenía calefacción.

En segundo lugar, como para empeorar lo anterior: la duración. Los conciertos en aquella época eran muy largos, pero el de esta oportunidad lo fue especialmente, en una suerte de maratón beethoveniana: en la primera parte se interpretaron la Sexta Sinfonía (“Pastoral”), el aria de concierto para soprano y orquesta “Ah! perfido”, el “Gloria” de la Misa en Do Mayor y el Concierto para piano n° 4; en la segunda, la Quinta Sinfonía, el “Sanctus” de la Misa en Do Mayor, una fantasía improvisada al piano por el propio Beethoven y la Fantasía Coral para piano, coro y orquesta. Cuatro horas que empezaron –noche cerrada en ese momento del año– a las seis y media de la tarde.

Tercer problema: los músicos. El propio Beethoven tocaba el piano; su sordera ya estaba muy avanzada y esta fue, de hecho, la última vez que se presentó en público como solista de un concierto. Pero el obstáculo mayor lo presentó la orquesta: si bien como resultado de sus talentos de lobbista Beethoven había conseguido contar con la orquesta profesional del Theater an der Wien, muchos de sus miembros tenían un compromiso previo con la Tonkünstler-Societät (Sociedad de Compositores), una mutual para viudas y huérfanos de músicos que estaba organizando uno de sus cuatro oratorios anuales en el Burgtheater. La Sociedad requería que sus miembros participaran en los conciertos o pagaran una multa, con lo cual muchos de los miembros de la orquesta del Theater an der Wien tuvieron que ser reemplazados por músicos amateurs (o ni siquiera). Para tener una idea, se calcula que aquella noche hubo entre seis y ocho primeros violines, cuando en el estreno de la Séptima Sinfonía hubo 18 (paradójicamente, el canon historicista, constreñido no tanto por problemas gremiales como por sus propias obsesiones, recomienda para las orquestas clásicas actuales la cifra de ocho violines).

Cuenta Ferdinand Ries, alumno y secretario de Beethoven:

[En la Fantasía con coros] el clarinetista, donde el hermoso tema variado del final ha entrado ya, hizo, por descuido, una repetición de ocho compases. Como en ese momento tocan pocos instrumentos, este error de ejecución fue lógicamente muy hiriente para los oídos. Beethoven se alzó furioso, se volvió, insultó a los músicos de la orquesta del modo más grosero, y muy alto, para que todo el mundo pudiera oírle. Al fin gritó: “¡Desde el comienzo!”. El tema fue repetido. Todo fue bien y el éxito fue clamoroso. Pero cuando el éxito se apagó, los músicos no se acordaban ya del gran honor que Beethoven públicamente les había hecho, y como la ofensa acababa de tener lugar, se encolerizaron y juraron no tocar nunca más estando Beethoven en la orquesta, etcétera.

El propio Beethoven lo recuerda (obviamente) de un modo menos traumático en una carta a sus editores el 7 de enero de 1809:

Al principio los músicos estaban desmadrados, de forma que, por falta de atención, se equivocaron en la cosa más simple del mundo. Les paré al momento y les grité en alta voz: “¡Una vez más!”. Esto no les había pasado nunca; el público demostró su contento.

El cuarto no queda claro si es efectivamente un problema pero al menos suscita una reflexión. Todos los habitués de conciertos se han enfrentado a este dilema alguna vez en su vida: ¿qué es mejor o, al menos, más deseable o estimulante? ¿Conocer las obras que se van a escuchar o no conocerlas? Es decir, ¿poder estar tarareando mentalmente durante el concierto o entregarse a recorrer un paisaje desconocido? La elección es personal. Pero es cierto que para un concierto de cuatro horas en un teatro gélido, quizás una cercanía con el repertorio pudiera proveer algo del reparo ausente en la sala. No fue, ciertamente, el caso del 22 de diciembre de 1808: ese día tuvieron lugar las primeras audiciones de la Quinta y la Sexta Sinfonías (!!!), de la Fantasía coral y del Cuarto concierto para piano.

Y quizás haya sido el Concierto para piano n° 4 el que haya presentado algunas de las propuestas más extrañas para el aterido público vienés. Charles Rosen sostiene en El estilo clásico que “el punto capital de la forma de concierto es que la audiencia está esperando que entre el solista, y cuando deja de tocar, espera que vuelva a comenzar”. Bueno: esa promesa, esa ansiedad, esa ilusión, quedaron anuladas de antemano: el cuarto de Beethoven es el primer concierto de todos los tiempos en que el solista entra antes que la orquesta, con esos inquietantes acordes que podrían al menos haberle recordado al público el tema de la Quinta Sinfonía si no fuera porque se estrenó ese mismo día, un rato después.

Una brevísima y arbitraria historia de la música del siglo XIX

En 1834 Raphael Georg Kiesewetter publicó en Leipzig uno de los primeros manuales de historia de la música, “Historia de la música desde el comienzo de la Cristiandad hasta nuestros días”. A la época que empezaba en 1800 Kiesewetter la llamó “la era de Beethoven y Rossini”. Por extraño que nos parezca hoy en día, en aquel momento e incluso para historiadores alemanes, Beethoven y Rossini eran de algún modo equivalentes. O para entenderlo mejor: eran complementarios, y una historia de la música que se ocupara de los dos podía tener aspiraciones de completitud.

La ópera fue la única área de la creación musical en la que Beethoven no logró alcanzar una gran influencia. Su único intento, Fidelio, fue un fracaso. El hombre que recibió el legado operístico mozaritano fue un italiano, Gioacchino Rossini (1792–1868). Y la ópera no era poca cosa en aquella época. Lo que hoy se presenta como evidente, que Beethoven era el rey indiscutido de la música europea de la primera mitad del siglo XIX, en ese momento no era tan así. De hecho, ningún compositor de la primera mitad del siglo XIX disfrutó del nivel de prestigio, riqueza, popularidad e influencia que alcanzó Rossini.

Nació el 29 de febrero de 1792 en Pesaro, sobre el Adriático. Su padre era cornista y su madre soprano. A los 14 años lo mandaron a estudiar música a Bologna y a los 15 compuso su primera ópera. Su primer contrato profesional llegó en 1810 (tenía 18 años), con el Teatro San Moisè de Venecia. Sería la primera de las 38 óperas que compondría por contrato en los 18 años siguientes, tanto para ser interpretadas en Italia como en el exterior.

El contrato para El barbero de Sevilla lo firmó el 15 de diciembre de 1815 y el estreno fue el 20 de febrero de 1816. Es decir: en dos meses ópera compuso su obra maestra y la más exitosa de todas las óperas que hizo, desde su estreno hasta hoy en día. Hoy se suele asocias la “vida del gran compositor” con lo que hacía Beethoven: miles de bocetos que hablan acerca de un trabajo agonizante. Rossini no dejó un solo boceto, y de hecho hay una historia que ojalá sea cierta porque es muy graciosa: estaba componiendo en la cama, como solía hacer, y se le voló una partitura. En lugar de levantarse para recogerla, la empezó a componer de nuevo.

Rossini se llamaba a sí mismo “el último de los clásicos”, en oposición al culto romántico del artista como héroe solitario y alienado. Se retiró de la ópera en 1829 y murió en 1868. En ese largo retiro cocinó, comió, bebió, vivió a lo grande y compuso algunas canciones, y solo dos obras grandes, ambas religiosas: el Stabat Mater y la Pequeña misa solemne. En 1903, el Papa Pío X prohibió la música religiosa de Rossini por considerarla demasiado profana. Otro contraste: Rossini era el compositor profano de música sagrada y Beethoven era el compositor sagrado de música profana.

Quizás la más grande de las diferencias entre la sensibilidad romántica de Beethoven y la sensibilidad clásica de Rossini (una inversión en el curso de la historia) residiera en su posición respecto de la cuestión de la forma musical. Cada nueva sinfonía de Beethoven constituía un nuevo tipo de sinfonía. Cada una tenía innovaciones formales que la distinguían de las sinfonías previas de Beethoven y de toda otra sinfonía. Uno de los puntos culminantes de la experimentación beethoveniana con la forma lo encontramos, por ejemplo, en el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía. del que vamos a hablar con detenimiento en otra entrega de este boletín pero del que podemos adelantar que tiene una coda que dura más de cinco minutos, demencial iniciativa que desnaturaliza absolutamente la idea misma de la coda (una especie de adorno más o menos insignificante al final de un movimiento).

Rossini era, en cambio, muy apegado a las convenciones del género, y no había manera de que no lo fuera, si lo pensamos como una especie de magnate industrial de la ópera, como de hecho lo era. La obertura del Barbero, por ejemplo, Rossini la tomó entera de una ópera anterior que había fracasado. La casa de Rossini era una fábrica de óperas, y su idea no fue la de la experimentación sino la de encontrar una fórmula ganadora. Esa fórmula existe y hoy se la conoce como el “Código Rossini”: “Una ópera italiana del siglo XIX era como una colección de unidades individuales que podían acomodarse como se necesitara de acuerdo a las condiciones del elenco, el gusto local o el antojo de alguna persona importante”, dice el rossiniano Philipp Gossett.

Un viejo conocido nuestro, Georg Simmel atribuye estas diferencias de enfoque a una suerte de espíritu nacional:

Si deseamos representar uno de los bandos en el punto más alto por Rembrandt, entonces puede formularse la contraposición brevemente del siguiente modo: el clásico busca en la manifestación de la vida la forma, Rembrandt buscaba representar la vida por medio de la forma que se manifiesta. Para el hombre artístico de la Antigüedad clásica parece estar siempre muy presente una determinada forma, una relación nomológica de las partes de la superficie entre sí, que en cierto modo le prescribe al ser representado el contorno, a menudo como un esquema, ciertamente equilibrado maravillosa, armónica y monumentalmente; y la vida del ser determina a lo siguiente, a realizar esta forma, a buscar en esta forma el sentido de su desenvolvimiento artístico. En ocasiones, tal esquema es expresable en una forma sencillamente geométrica y resulta separable de su correspondiente relleno artístico, pero también en esta abstracción hay todavía un sentido. Evidentemente, en esta medida tiene la forma de una prerrogativa frente a la vida específica en la que se torna concreto. Pues puede rellenarse con múltiples actividades vitales por lo demás diferenciadas, es lo general respecto de ellas y esto general mantiene en esta medida en el fenómeno una acentuación frente a lo individual. Lo que aquí actúa es el el impulso clásico-románico hacia una clara visibilidad, hacia una cerrazón racional del fenómeno externo.

En Rembrandt, como en general en el arte típicamente germánico, no encontramos ningún esquema tan abstracto, un esquema que trascienda la individualidad. Aquí cada imagen solo tiene su forma en la que no puede ser puesto ningún otro contenido; precisamente la forma sólo puede existir en esta imagen individual, en tanto que general no tiene ningún sentido. Pero precisamente esto indica que la vida determina aquí la representación, la vida que siempre es solo la del hombre particular y que en cada caso solo puede transcurrir por este único canal. Tanto rechaza cualquier generalización que en modo alguno necesita realzar especialmente su especialidad, su ser-otro frente a los otros.

Un poco enroscado (y demasiado esquemático: sí hay formas que permanecen en el arte germánico, como la forma de sonata, aunque Beethoven hiciera con ella lo que quisiera), pero la idea del “esquema, ciertamente equilibrado maravillosa, armónica y monumentalmente” aplica perfectamente a Rossini.

Como ejemplo paradigmático del Código tenemos sus oberturas, entre las cuales hay muchas muy conocidas. Suelen ser festivas y genéricas. No tienen que ver con el contenido específico de la ópera que sigue, sino que buscan celebrar el hecho en sí mismo de la ópera como tal. La obertura del Barbero, de hecho, había sido parte de una ópera seria. Todas las oberturas de Rossini tienen una introducción lenta en tres partes, una sección principal en dos partes y una coda, que es la marca más especial de Rossini. No hay Rossini sin coda. También siempre hay un crescendo, que se llama precisamente el crescendo Rossini, que termina siempre en una fanfarria.

¿Esto quiere decir que con una obertura se escucharon todas? De ningún modo: Dios está en los detalles (“su correspondiente relleno artístico”, en palabras de Simmel; si uno eso con el trabajo industrial de Rossini no puedo pensar en otra cosa que en la fábrica de Havanna de Mar del Plata). Cada concreción de esas mismas ideas es distinta, especial e intrínsecamente seductora. La orquestación de Rossini era la más artesanal, cuidada y rica que se hubiera escuchado hasta ese momento, sobre todo en su escritura para instrumentos de viento de maderas (clarinete, oboe, flauta, corno inglés), y también en los pasajes de virtuosismo. De Rossini son distintivos su talento para la orquestación y para las melodías, y las oberturas dan cuenta de ambos.

Esos talentos se complementaban con un desprecio del problema del “desarrollo temático”, central en la música de tradición austríaca y alemana. No había tiempo para tantos desarrollos. La idea de la armonía encarnando el drama, como en la forma sonata desarrollada por Haydn y Mozart y sus contemporáneos y llevada a sus últimas consecuencias por Beethoven, no le interesaba a Rossini. Explica Charles Rosen:

En consecuencia, hubo un cambio básico en la estética musical, alejándose de la noción sagrada de la música como la imitación del sentimiento hacia la concepción de la música como un sistema independiente que transmitía su propia importancia en términos que no eran traducibles adecuadamente. Adam Smith escribió que escuchar una obra de música instrumental pura era como contemplar un gran sistema científico, y en 1798 Friedrich Schlegel comentó que la música instrumental pura creó su propio texto y que la expresión del sentimiento era solo un aspecto superficial de la música. (…) La ventaja de las formas de sonata sobre las formas musicales anteriores podría denominarse una claridad dramatizada: las formas de sonata se abren con una oposición claramente definida (la definición es la esencia de la forma) que se intensifica y luego se resuelve simétricamente. Debido a la claridad de la definición y la simetría, la forma individual fue fácilmente comprendida en la actuación pública. Gracias a las técnicas de intensificación y dramatización, pudo captar el interés de una gran audiencia. Dado que la expresión se basaba en gran medida en la estructura misma, no era necesario realzarla con ornamentación o con un contraste de solo y tutti: podía ser dramática sin el acompañamiento de palabras y sin virtuosismo instrumental o vocal.

Rossini estaba interesado en una música más sensual o sensible que intelectual o espiritual. Los alemanes hablaban de Rossini como la música de la Sinnlichkeit (sensibilidad) contra la música del Geist (espíritu). Una vez que la tradición austríaco-alemana se ocupó de marcar esto como una “carencia” en lugar de como una mera distinción, alzó su voz la resistencia rossiniana, resistencia que resonó por décadas. Cuenta la leyenda que Claude Debussy (1862–1918) estaba escuchando en un concierto la cuarta sinfonía de Brahms y luego de la exposición de los dos temas (es decir, cuando la obra presenta sus melodías principales, antes de entrar a mezclarlas entre sí, variarlas y todo eso que tanto le interesaba a Beethoven y tan poco le interesaba a Rossini) dijo: “Ah, el desarrollo. Me puedo ir a fumar un cigarrillo”.

Rossini no solo se destacó en la ópera cómica, aunque se lo recuerde más por ellas. El Código Rossini incluía “artículos” referidos a la ópera seria, que resultaron ser terriblemente influyentes, en particular respecto de cómo se debe concebir un aria y del empleo del ensamble (cómico hasta entonces) en óperas serias. Ambas fueron innovaciones cruciales. Por el momento nos ocuparemos solo de la primera.

El aria seria rossiniana consiste en dos secciones principales con tempos (o tempi, como dicen los que saben) contrastantes: el cantabile y la cabaletta. En el cantabile o cavatina el virtuoso (o la virtuosa) puede mostrar toda la belleza de su voz y su lirismo, y en la cabaletta, todos sus artificios. Una de las primeras arias en seguir este modelo fue “Di tanti palpiti” de Tancredi del propio Rossini. Stendhal dijo que hablarle de Tancredi a quien nunca la escuchó sería tan absurdo como hablarle de ella a quien la conoce perfectamente, queriendo decir que lo que tiene de maravilloso en ningún caso se puede explicar.

El aria en dos partes le sirve, entonces, por un lado, al cantante para desplegar su arte, pero, por el otro, cumple una función dramática, al permitir presentar sentimientos o situaciones contrastantes, dado el contraste propio de la forma musical. Este tipo de aria fue llevada a su máximo desarrollo por uno de los más ilustres sucesores de Rossini: Vincenzo Bellini (1801–1835).

“Casta diva”, el aria más conocida de la ópera Norma, de Bellini, por ejemplo, tiene las dos partes prescriptas por el Código Rossini, pero de ella solo recordamos la cavatina. La mejor música de Bellini era la música lenta, con melodías maravillosas (como dijo Verdi, “lunghe, lunghe, lunghe melodie”).

Norma comienza con un coro de Oroveso y los druidas, que luego se marchan. Entran Polión y su amigo Flavio, a quien le confía que está enamorado de una joven novicia del templo de Irminsul, Adalgisa, y que quiere dejar a Norma; le relata un sueño terrible en el que Norma mata a sus hijos y a Adalgisa. Los dos amigos se marchan cuando oyen que se acercan sacerdotes y guerreros galos al bosque, en espera de que la sacerdotisa Norma dé la orden de atacar a los romanos. Un coro de druidas anuncia que Norma viene. Ella, por su amor secreto por el romano, pide la paz. No sabe que Polión se ha enamorado de Adalgisa. Se dispone a cortar muérdago a la luz de la Luna y entonces canta “Casta Diva”. Es decir, la diva (diosa) es la Luna.

“Casta diva” da lugar a una escena de proporciones grandiosas, que involucra la participación de otro solista, el padre de Norma, todo el coro y la orquesta más una banda interna. La escena muestra un ritual. Un sacrificio a la diosa de la Luna y un augurio por el cual los Druidas quieren saber si ya está listo el clima para la revuelta contra los romanos. Norma asegura que los romanos van a perecer, pero por su decadencia, no por una derrota militar. Pide a la diosa que calme los corazones de sus compatriotas, en una larga, larga, larga melodía.

Oroveso y el coro exigen que Polión sea el primero en morir, y esto enciende el corazón de Norma. Promete castigarlo, pero la voz interna de su consciencia confiesa su imposibilidad de lastimar al hombre que ama. Toda la cabaletta (“Ah, bello, retorna a mí”) es cantada como un agitado aparte, como la expresión de pensamientos no dichos. Entre la cavatina y la cabaletta se encapsula todo el dilema fatal de la heroína (el talento de Bellini para aparear los problemas psicológicos de los personajes con la expresión musical era admirado hasta por el propio Wagner).

Una característica muy especial de las lunghe, lunghe, lunghe melodie de Bellini es el tratamiento que le da a la coloratura, es decir, a los ornamentos vocales sobre la melodía (tan importantes son estos adornos que hay toda una clase de sopranos especializada en hacerlos bien: las sopranos de coloratura). Esos ornamentos, esa expresión de sentimientos tan concentrada, tendrían un gran efecto un compositor que reunió las más dispares de las influencias para crear una música que no se parece a ninguna otra.

El más grande de los italianos

Chopin por Eugène Delacroix (1838).

Playlist: https://open.spotify.com/playlist/2beNxn92LYQAzGSehofBol?si=BlKhZWVSTGS40HqYDh9FBQ

Frédéric Chopin nació en Varsovia en 1810. En 1831 llegó a París, donde murió en 1849. Nunca volvió a su país natal, aunque sí lo hizo (menudo consuelo) su corazón, que había sido extraído por su médico y luego preservado en alcohol. Su hermana lo llevó a Varsovia en 1850 y allí quedó por muchos años. En ocasión del Levantamiento de Varsovia contra los nazis en 1944, se trasladó el corazón en su frasco a una cripta en la Iglesia de la Santa Cruz, donde siguió reposando hasta que lo volvieron a molestar en 2014. Ese año, miembros de la Academia Polaca de Ciencias, abrieron la bóveda donde estaba guardado el corazón, en su frasco, flotando en algo que en su origen, según se conjetura, había sido coñac y ahora es quién sabe qué, lo fotografiaron abundantemente y se dedicaron a estudiarlo por algún tiempo.

El objetivo era conocer la causa de muerte de Chopin. En 2017 anunciaron los resultados del estudio. Chopin murió seguramente por una condición cardíaca producto de su tuberculosis crónica. Es decir, murió de tuberculosis como ya sabíamos todos desde que vimos esta lamentablemente imborrable escena:

La canción inolvidable (Charles Vidor, 1945)

Según parece, Chopin pidió (antes de morir) que le extrajeran el corazón (después de morir) por un miedo muy usual en la época: ser enterrado vivo. Hans Christian Andersen y Alfred Nobel, entre otros, tomaron la misma precaución. Pero ese miedo no explica la segunda parte del deseo: que su corazón fuera trasladado a la tierra que lo vio nacer.

El padre de Chopin había nacido en Francia en 1771 y se había ido a vivir a Polonia en 1787. Nunca volvió a Francia. Se asimiló por completo a su nuevo país y, según parece, nunca extrañó el anterior. Su hijo, en cambio, que tampoco volvió a su país natal (el país adoptivo de su padre), siempre tuvo cierto recelo hacia su país adoptivo (el país natal de su padre), y siempre extrañó la tierra que había dejado. Muy complicado.

El corazón de Chopin en cognac.

Ese sentimiento de nostalgia explica por lo menos dos cosas que nos interesan especialmente: por qué hizo llevar su corazón a Polonia, primero, y, segundo y más interesante, por qué su música suena como suena. Podemos mencionar tres grandes influencias en la música de Chopin verdaderamente distintivas (además de las obvias para cualquier compositor de la época, como Bach, Mozart o Schubert):

  • Los Nocturnos del compositor inglés John Field, inventor de la forma “nocturno”, de resonancias muy románticas desde su mismísimo nombre. De Field Chopin tomó dos cosas: primero la forma del nocturno en sí misma, a la que sofisticó muchísimo (hoy nadie se acuerda de los Nocturnos de Field); segundo, la repetición de un patrón melódico y rítmico en la mano izquierda (ostinato) contra el que se destacan las hermosas e inmediatamente reconocibles melodías de la mano derecha.
  • Precisamente en esas melodías se aprecia la segunda de las influencias peculiares de Chopin: la ópera italiana de la época belcantista: Rossini, Donizetti y en particular, Bellini. Más allá de que Chopin poseyera un genio melódico por derecho propio, mucha de su creatividad en ese campo la obtiene de la ópera italiana. Las coloraturas de las arias para soprano lo influyeron directamente, cosa especialmente palpable en esas idiosincráticas figuraciones que aparecen siempre en el extremo agudo del teclado. Digamos que al mantenerse la mano izquierda casi siempre igual, la derecha se destaca mucho más. Jean Echenoz cuenta que cuando un amigo le preguntó a Ravel quién era Chopin este contestó: “El más grande de los italianos”.
  • La tercera influencia: la música folklórica que Chopin escuchó como niño en Polonia, antes de irse a vivir a París para nunca más volver. Chopin era un polaco en París, siempre al tanto de los acontecimientos de ese país lejano en el espacio y cada vez más lejano en el tiempo. Nunca se sintió un francés, a diferencia de su padre, que, como dijimos, siendo francés, siempre se sintió un polaco. La música de inspiración folklórica de Chopin es profundamente melancólica. No son mazurkas alegres, al modo de un baile folklórico, pero tampoco son exactamente tristes. Hay cierto placer en esa melancolía, el placer de pensar en lo que uno extraña y quiere (volvemos a Victor Hugo: “La melancolía es el placer de estar triste”).

Entre la música de salón parisino y la seria música de concierto alemana, entre el campo y la ciudad, entre la dicha y el desasoseigo. Si tuviera que decir dos características centrales de Chopin serían, para mí, la sensación de que su música no viene de ninguna parte, debido a la conjunción de influencias que son tan dispares que su concentración en una sola persona habría parecido imposible; y esa serie de ambigüedades constitutivas, que lo vuelven, junto con lo anterior, un compositor prácticamente imposible de definir.

Fauno ordinario

Debussy consideraba a Chopin el más grande de todos los genios y decía que “descubrió todo lo que había que descubría mediante el puro empleo del piano”. Chopin, como Rossini primero y luego Debussy (recordar la anécdota del cigarrillo), tampoco estaba interesado en los grandes desarrollos temáticos y en cambio buscaba expandir las posibilidades del piano en obras breves y de emociones concentradas.

Algo muy interesante es que aun existiendo esa influencia directa y reconocida de Chopin sobre Debussy podemos agregarle un eslabón intermedio: el pintor estadounidense James Whistler. Whistler pintó una serie de escenas a la luz de la luna (así las llamó primero), que luego por sugerencia de su mecenas, que era pianista aficionado a Chopin, pasó a llamar “Nocturnos”. Fue pensando en esos Nocturnos, y no en los de Chopin, que se basó Debussy para Nocturnes, una de sus primeras grandes obras orquestales. En una carta Debussy describe esta obra como “un experimento en las diferentes combinaciones que pueden conseguirse con un único color (lo que equivaldría a un estudio en gris en pintura)”.

James Whistler, Arreglo en gris y negro (1871).

En el primero de los Nocturnes, “Nuages” (“Nubes”), Debussy se propone evocar o sugerir (nunca narrar) la impresión que le producen las nubes grises y “su solemne movimiento”. Se escucha (esto ya es menos sugerido y más directo) la bocina de un barco a cargo del corno inglés, pero más allá de eso prácticamente no hay “temas” que se puedan desarrollar. Van variando los timbres, las intensidades, el color orquestal, sobre una melodía poco menos que insignificante. Debussy inaugura así toda una vía del modernismo musical; la de la experimentación no con el desarrollo temático sino con otros aspectos del sonido; el timbre en particular.

Tres años antes de “Nocturnes” Debussy había compuesto un poema sinfónico, el “Preludio a la siesta de un fauno”, basado en el poema “La siesta de un fauno” de Stéphane Mallarmé. El director de orquesta (y compositor) Pierre Boulez dijo que con esta obra se había despertado el modernismo musical, y que “la flauta del fauno le dio un nuevo aliento al arte musical”. Sobre la obra dijo el propio Debussy:

La música de este preludio es una ilustración muy libre del hermoso poema de Mallarmé. No quiere en absoluto ser una síntesis de él. Más bien ofrece una sucesión de escenas a través de las cuales discurren los deseos y los sueños del fauno al calor de la tarde. Luego, cansado de perseguir el vuelo de las asustadizas ninfas y náyades, sucumbe a un sueño intoxicante, en el que finalmente puede llevar a cabo su sueño de posesión en la Naturaleza universal.

El poema de Debussy impresiona como algo casi improvisado, sin forma, y perfectamente ajustado al mismo tiempo. Acaso en esa tensión acaso resida mucho de su atractivo. Varios años más tarde de su composición, en 1912, esta obra recobraría su vigor modernista de la mano (y los pies) de un joven y extraño bailarín ruso que se venía presentado en París desde hacía algún tiempo como parte de las temporadas de los Ballets Russes de Sergei Diaghilev: Vaslav Nijinsky. Según todos los testimonios de la época, Nijinsky era el más grande bailarín que hubiera existido; parecía poder poner en pausa la ley de la gravedad cuando estaba en el aire y volver al piso con tanta velocidad (o lentitud) como quisiera. El Preludio a la siesta de un fauno fue su primera incursión en las tablas ya no solo como bailarín sino también como coreógrafo. No hay, lamentablemente, ninguna filmación de la versión original, aunque sí hay fotos y se conservan bocetos de los hermosísimos vestuarios y la escenografía del pintor ruso León Bakst.

Los bailarines parecen como salidos de un jarrón griego. En la coreografía de Nikinsky se movían de perfil, como en un bajorrelieve. Esto representaba un rechazo al clasicismo imperante en el ballet; también era una innovación radical que bailaran descalzos.

Pero eso no era lo más radical de todo, ni de cerca. El Fauno, ataviado como una mezcla de dálmata con elfo, cuando sobre el final de la obra una de las ninfas dejaba caer un tul, lo recogía. El problema es que lo recogía literalmente: en efecto, al final de la obra Nijinsky se entregaba (aunque solo llegó a hacerlo en la función del estreno) a una suerte de escena masturbatoria con el tul de la ninfa, para encontrar la la satisfacción que ellas le habían vedado. Casi todos los diarios parisinos censuraron la iniciativa; la gente al otro día no hablaba de otra cosa; y todos tomaban partido a favor o en contra de Nijinsky.

Entre los que defendieron a Nijinsky se encontraba ni más ni menos que Auguste Rodin, posiblemente el artista francés más importante del momento. En una carta que le mandó a Diaghilev afirmó que la actuación de Nijinsky y su atención al detalle de sus movimientos transmitieron perfectamente el carácter y la mentalidad del Fauno. Expresó, además, que Nijinsky era el modelo ideal para un escultor.

Rodin había dicho famosamente: “La escultura de la Antigüedad buscaba la lógica del cuerpo humano; yo busco su psicología”. El film de Herbert Ross Nijinsky de 1980, sugiere que el bailarín se entregó a la masturbación pública como resultado de una esquizofrenia que estaba recién empezando aflorar pero que lo tendría encerrado en instituciones durante 30 años hasta su muerte en 1950.

Nijinsky, de Auguste Rodin (Metropolitan Museum)

El estreno del Preludio tuvo lugar el 29 de mayo de 1912 en el Teatro de los Campos Elíseos de París. Exactamente un año más tarde tendría lugar allí otra noche inaugural, cuya grado de turbulencia haría quedar a la del Preludio como un juego de niños. Pero de eso vamos a hablar la semana que viene.

Mientras tanto: pueden ver dos homenajes a la coreografía de Nijinsky, uno de Chaplin (que la vio en 1916 en Los Angeles bailada por el propio Nijinsky) y otro de Queen.

MENSAJE DE LA SEMANA
Una vez Michel-Dimitri Calvocoressi le preguntó a su amigo Maurice Ravel qué opinaba de la gente que decía que su música era más artificial que natural. Ravel contestó: “¿Pero nunca se le ocurre a esta gente que quizás yo sea artificial por naturaleza?”. Ojalá todos pudiéramos contestar tan inteligentemente a los improperios de los demás.

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