De primera especial #14

Boletín semanal de arbitrariedades

Eugenio Monjeau
26 min readJul 9, 2020

Y, además del trombón, hay contrafagots en un registro grave, que son bastante intestinales.

Ennio Morricone (1928–2020)

Io

Ennio Morricone

sono morto.

Lo annuncio così, a tutti gli amici che mi sono stati vicini ed anche a quelli un po’ lontani, che saluto con grande affetto. Impossibile nominarli tutti. Ma un ricordo particolare è per Peppuccio e Roberta, amici fraterni molto presenti in questi ultimi anni della nostra vita. C’è solo una ragione che mi spinge a salutare tutti così e ad avere un funerale in forma privata: non voglio disturbare. Saluto con tanto affetto Ines, Laura, Sara, Enzo e Norbert per aver condiviso con me e con la mia famiglia gran parte della mia vita. Voglio ricordare con amore le mie sorelle Adriana, Maria e Franca e i loro cari e far sapere loro quanto gli ho voluto bene. Un saluto pieno, intenso e profondo ai miei figli Marco, Alessandra, Andrea e Giovanni, alla mia nuora Monica, e ai miei nipoti Francesca, Valentina, Francesco e Luca. Spero che comprendano quanto li ho amati. Per ultima Maria (ma non ultima). A Lei rinnovo l’amore straordinario che ci ha tenuto insieme e che mi dispiace abbandonare. A Lei il più doloroso addio.

Ennio Morricone en su estudio.

Con la idea de conjurar cualquier tipo de demonio, la semana pasada habíamos numerado la correspondiente entrega de este boletín, que sucedía a la entrega #12, como #12B, en lugar de emplear el número que la sucesión natural de las cosas habría indicado. Incluso referimos la historia de Schoenberg y su fobia a ese número. De poco le valió a Schoenberg la precaución: terminó muriendo un 13 de julio. A Gustav Mahler le había pasado algo parecido: cuando terminó de componer la que habría sido su Novena Sinfonía decidió llamarla La canción de la tierra, para que no le pasara como a Beethoven, que había muerto después de su Novena. Cuando, tiempo después, compuso una sinfonía más y ya no pudo esquivar el bulto y le puso Novena Sinfonía, murió (por cierto: si quieren saber más sobre Gustav Mahler, estamos empezando un curso sobre sus sinfonías este sábado). Bueno, fíjense ustedes: la semana pasada numeramos este boletín como #12B, siguiendo el espíritu de esos dos compositores. ¿Resultado? A los pocos días murió uno de los mayores ídolos del autor de estas líneas: Ennio Morricone. Como magra compensación, vaya el texto que sigue.

Breve tratado sobre la música para cine de Ennio Morricone

Como ustedes saben o pueden imaginar, la música se compone pura y exclusivamente de silencio y de sonidos. Estos últimos pueden, a su vez, de acuerdo a una división esquemática, describirse en términos de:

  • su altura; es decir, si son más graves o más agudos; las sucesiones de sonidos con distintas alturas es lo que da lugar a una melodía, por elemental que sea.
  • su duración; es decir, cuánto tiempo se escucha cada sonido; la elaboración de este parámetro es lo que da lugar al ritmo en la música.
  • la intensidad; es decir, cuán fuerte o suave se escucha un sonido.
  • el timbre; es decir, en un pleonasmo, el sonido del sonido; en música, podemos identificar esto con cómo suenan los diferentes instrumentos o voces.

Morricone decía que a él no le interesaba tanto la melodía como problema. No es que él no escribiera melodías, por supuesto, pero no es en ellas donde concentrara su creatividad. Y, simétricamente, no es por sus melodías por las que nosotros lo reconocemos más inmediatamente. Quiero citar un fragmento de un manifiesto sobre la composición para cine que Morricone escribió hace unos años:

Los films se producen para públicos masivos que, por lo general, no desean complicaciones ni quieren que se presente ningún obstáculo entre las imágenes y su propia comprensión. La mayoría del público quiere –inconscientemente, claro, pero muy conscientemente de parte de los productores, que influyen sobre el producto– una música que pueda definirse como “pegajosa”; es decir, con un fundamento tonal (en oposición a la música atonal) y concentrada en general en un tema principal y en otros temas colaterales. Este deseo reduce toda o casi toda la música para cine a estos temas “pegajosos”. Hoy en día, por obvios motivos vinculados con la evolución histórica del lenguaje musical, esta situación no puede representar ningún estímulo para la persona que compone. El compositor es llevado a un estado de depresión que después de un tiempo puede incluso destruirlo.

Es decir que Morricone advierte este problema, de apariencia casi irresoluble, y, guiado por un deseo de autopreservación y, para ponerlo en sus propios términos, de asegurarse una libertad interior, busca una salida. Cuando escribe este manifiesto, luego de muchos años de haber sido el más importante compositor de música para film que haya existido, resume esa solución en cuatro puntos:

  1. Intenté serializar la música tonal (es decir, la música “pegajosa”).
  2. Viéndome obligado a escribir temas “pegajosos”, los quise limitar a un rango de tres o cuatro notas, imponiéndoles serializaciones de intervalos, dinámicas y de timbre.
  3. Busqué una instrumentación que tomara nota de lo que Webern y los compositores que lo siguieron habían logrado, junto con otras experimentaciones contemporáneas en las que pude haber tomado parte o no.
  4. Apliqué métodos de composición aleatoria (incluso al punto de la improvisación colectiva, organizada muy elementalmente) a música con un fundamento tonal.

Cuando habla de serialización, sin meternos mucho en la materia, Morricone está haciendo referencia a métodos de composición propios de la modernidad musical del siglo XX, inventados por Schoenberg y llevados a su máxima expresión por compositores como Messiaen, Stockhausen y Boulez. Morricone sostiene haber aplicado esos métodos a una música que él mismo define como pegajosa. El resultado es muy ambiguo, inquietante y, sobre todo, muy reconocible. Toda la música de Morricone se parece entre sí y no se parece a ninguna otra.

Morricone nació en Roma en 1928 y estudió en una de las mejores escuelas de música de Europa, la Academia de Santa Cecilia de Roma, bajo la tutela de Goffredo Petrassi, un importante compositor italiano de la primera mitad del siglo XX. Allí se diplomó en trompeta, composición y orquestación (según parece, terminó los cuatro cursos anuales de armonía en los seis primeros meses de su carrera).

Un día [mi padre] me puso la trompeta en las manos y me dijo: “Los crié a ustedes, mi familia, con este instrumento. Tu harás lo mismo con la tuya”.

“En 1957 había estrenado mi Primer concierto para orquesta, que dediqué a Petrassi, mi profesor del conservatorio, un trabajo que me supuso un esfuerzo ímprobo”, cuenta Morricone en En busca de aquel sonido, su libro de conversaciones con Alessandro De Rosa. “Jamás habría pensado que me iba a transformar en un compositor célebre de bandas sonoras para el cine. Mi idea era ir por el camino que habían trazado Petrassi y Nono, también Berio y Ligeti.”

Cuando estaba recorriendo ese camino, el de la “música absoluta” (es decir, la música escrita como fin en sí mismo y no para aplicarla a un film, a la televisión o lo que fuera), Morricone viajó a Darmstadt, el centro neurálgico de la música contemporánea mundial en aquella época: “Cuando en 1958 fui a los cursos de verano de música contemporánea sentí la profunda necesidad de reaccionar frente a lo que había visto y oído”. Esa reacción terminaría transformándose en su carrera profesional. En Morricone parecen haberse aliado, por un lado, cierto rechazo a tendencias alienantes del vanguardismo (el serialismo integral, que hacía una música hipermatematizada pero que sonaba totalmente aleatoria) y, por el otro, la necesidad de comer: “No podía seguir así, no tenía una lira”.

Vale la pena mencionar una excepción que el propio Morricone hace respecto del panorama de la música contemporánea de la época: “De repente, en aquel verano de 1958, en medio de la confusión general, algo me impactó profundamente fue Cori di Didone, de Luigi Nono, basada en poemas de Ungaretti. Nono me sobrecogió. Una expresividad más abstracta se fusionaba con una lógica fría, construida con cálculo. [Se producía] una convergencia entre el cálculo y una expresividad nueva y antigua a la vez: al revés que mucho de lo que había estado escuchando en aquellos tiempos, Nono me emocionaba y estimulaba.”

Esta cualidad a la vez mental y expresiva que Morricone encuentra en Nono sería fundamental en su propia búsqueda estética: “Puedo afirmar que en el intento de sintetizar y fusionar en una única experiencia lo culto y lo popular, lo poético y lo prosaico, lo étnico y lo clásico, quizá he conseguido rehacerme siempre y rehacer ese ‘oficio’ que puede volverse demasiad soñoliento y aburrido y así quizá reeocntrarme a mí mismo”, dijo cerca del final de su vida.

El comienzo de esa carrera profesional que lo alejaría de la “música contemporánea” (aunque seguiría escribiendo “música absoluta” toda su vida) comenzó como arreglador para RCA Italia y para una de las orquestas de la RAI. Es interesante la composición de la orquesta de la RAI en la que trabajaba: “Una sección bastante nutrida de cuerdas y algunos instrumentos añadidos, como un arpa, y una sección rítmica, que comprendía un piano, el órgano Hammond, una guitarra, una batería y creo que también un saxo”, detalla Morricone. Cuando años más tarde la gente se sorpendiera ante el novedoso empleo que hacía de la guitarra eléctrica en sus bandas sonoras, Morricone diría: “Cuando se estrenó Por un puñado de dólares, mucha gente quiso ver en el uso de la guitarra una novedad, pero lo cierto es que yo empleaba la guitarra desde hacía años, aunque no como instrumento solista. Su timbre duro y marcado me pareció perfecto para el ambiente de la película”.

Como arreglador primero y luego como compositor Morricone tuvo enormes éxitos con algunas canciones. En 1964 Paul Anka presentó el arreglo de Morricone de “­Ogni volta” en el Festival de San Remo. Fue el primer disco italiano en 45 revoluciones en tener una tirada de un millón y medio de ejemplares. Un par de años más tarde tuvo uno de los más grandes éxitos de su carrera: “Se telefonando”, estrenada por Mina en el Studio Uno de la RAI en 1966. En esta canción, Morricone emplea algunos procedimientos de composición bastante avanzados (sobre todo por el modo en que va corriendo los acentos de la música) para dar la impresión de una melodía que crece incansablemente sin alcanzar nunca un clímax. Una música rara, extraña, como venida de ningún lugar, se volvía un éxito masivo.

Esta inusual alianza entre gran público y experimentación es una de las más inquietantes características de Morricone, sobre todo por la cantidad de veces que la ha logrado. Explica: “Por un lado, es como si yo ‘utilizase’ al público para que me entendiese musicalmente; por otra parte, es importante seguir activo, sin volverte trivial y pasivo: hay que respetar e informar al público, incluso secretamente, de que existe otra cosa además de aquello que está acostumbrado a escuchar”.

Mientras tanto, ya había empezado a componer música para cine. La primera banda sonora íntegramente firmada por él (ya en la RCA había escrito algunas partes) fue Il federale (Luciano Salce, 1961). Así empezaría una carrera que duraría hasta el martes. Morricone compuso más de 400 bandas sonoras, entre las que se cuentan films como El Bueno, el Malo y el Feo, Érase una vez en el Oeste y Érase una vez en América (todos de Sergio Leone), Cinema Paradiso, La batalla de Argel, Days of Heaven, Los intocables, The Thing, La misión y Los ocho más odiados. El álbum de Érase una vez en el Oeste vendió 10 millones de copias. Es el compositor de música para cine más exitoso y reconocido de todos los tiempos. Como ocurre con los Beatles o con Gardel, con Morricone, en su campo de acción, cualquier otra figura que se pueda nombrar ocupa, con suerte, un segundo lugar.

En esa larga carrera, Morricone nunca se entregaría al “comercialismo” ni a la complacencia: “El compositor de música aplicada, además de escribir música adecuada al contexto de uso, debe ser capaz de ‘sintonizar’ con la frecuencia de pensamiento del director, sin olvidarse de sí mismo ni de las expectativas del público… también para poder contradecirlas en un momento dado”. Y agrega:

Si quiere conservar una moral y una ética dignas, el compositor de música para cine ha de integrarse de manera inteligente en esta situación, procurando siempre reinventar y redescubrir su propia experiencia, contextualizarla, reviviendo en sí mismo los procesos y las experiencias que se derivan de la historia de la música, para luego filtrarlos y reintegrarlos. […] No querría, y quizá no podría, permitirse perder el contacto ni la aceptación del público, ni ignorará los acuerdos con el director y el editor, pero, al mismo tiempo, querrá ser él mismo, continuando un progreso y, ¿por qué no?, también escribiendo con placer, al hacer su trabajo lo mejor que puede.

Morricone y Quentin Tarantino en Los Ángeles.

“Ante todo, están los timbres. Para mí, los intervalos llegan después, pero los timbres son fundamentales: pensar en un instrumento o en una amalgama de instrumentos –la orquesta– me inspira siempre. Luego pienso en la forma, en la estructura de cualquier composición musical.” Efectivamente, el genio de Morricone se manifiesta muy especialmente en la cuestión del timbre, en los sonidos que elige para su música. La música de Morricone nos transporta inmediatamente a un mundo absolutamente extraño, porque le es absolutamente propio, a la vez que familiar, porque enseguida reconocemos esos timbres y hasta recordamos las películas en las que los escuchamos.

Este extraño mundo se compone de elementos dispares. En la orquestación de Morricone me interesan especialmente dos instrumentos que, de nuevo, no pueden ser más extraños entre sí a la vez que familiares: el clavecín y la guitarra eléctrica (también: el oboe, el fagot, la viola, el piano). Ambos funcionan por cuerdas pulsadas; un clave es una especie de gran guitarra horizontal, pero es un instrumento que nos lleva hacia el siglo XVII. La guitarra eléctrica nos trae de vuelta a la actualidad.

Primero el clave. Escuchemos “Chi mai”, de la película Maddalena, de Jerzy Kawalerowicz del año 1971, en el que el clave introduce un elemento totalmente disruptivo contra un fondo de cuerdas bastante meloso:

Otro ejemplo, que ojalá los tome por sorpresa:

Es del disco Per un pugno di samba, arreglos de Morricone a canciones de Chico Buarque cantados por el propio Chico.

Sobre la guitarra eléctrica vamos a explorar un ejemplo sobre el que volveremos más tarde. Además de escuchar el desgarrador sonido de la guitarra, préstenle atención a la música que la precede. Morricone prepara el terreno para que el ataque de la guitarra no pueda ser más estremecedor, así como había preparado el ataque del clave en el ejemplo anterior. Ya evocamos en este boletín lo que decía Gerardo Gandini: “Piazzolla entraba en la armonía como un bisturí”. Acá pasa algo parecido. Escuchemos:

Es más que un bisturí: “Haz lo que quieras, Bruno, pero ese sonido debe ser una espada”, le dijo Morricone a Bruno D’Amario, el guitarrista de sus bandas sonoras de la época. Un tercer sonido morriconiano (aunque en el ejemplo que sigue la guitarra también sea importante): el silbido. Escuchemos el tema principal de la película Il mercenario, de Sergio Corbucci, del año 1968:

Cómo se puede silbar tan bien, ¿no? Esto, que parece un detalle, no lo es: Morricone siempre componía teniendo en cuenta cuáles eran los intérpretes con los que va a contar. Su silbador era Alessandro Alessandroni, director a su vez del grupo vocal Los cantores modernos, que participó en muchísimas bandas sonoras de Morricone. Alessandroni nació en Roma en 1925 y murió en 2017 en Namibia, África, donde vivía con su novia. Federico Fellini lo llamaba “Fischio” (“fischiare” quiere decir silbar).

En la música de Morricone hay una extraordinaria mezcla de simpleza y complejidad. Instrumentos sencillos, como el silbido o el arpa judía, pero utilizados con una creatividad y una heterogeneidad incomparables. El silbido es un elemento fundamental de la música italiana de todos los tiempos, como podemos comprobar en esta bellísima canción de Roberto Murolo:

En Murolo, claro, es una especie de condimento más de una canción genial. En Morricone es, como suele suceder en su música, casi grotesco. A mi juicio Murolo y Morricone son los dos genios mayores de la música italiana del siglo XX. Algún lector estará pensando en Luigi Nono o Luciano Berio, en una tradición puramente ilustrada. Amén de las preferencias personales, me gustaría señalar una conexión entre estos mundos: quien suele afirmar que Morricone es su compositor favorito es nada más y nada menos que Helmut Lachenmann, uno de los compositores de música académica más importantes de la segunda mitad del siglo XX. En la película La vendedora de fósforos, de Alejo Moguillansky, Lachenmann es uno de los protagonistas, y hay toda una sección llamada “Ennio Morricone”, en la que escuchan a Morricone y vuelve a decir que es su compositor preferido.

Creo que hay algo conveniente para Lachenmann al afirmar esto, pues en realidad Morricone no es un competidor para él, si se piensa que es, como seguramente pensara Lachenmann, un compositor de música para cine. Como sea, amén de esta interpretación con cierta mala fe, Lachenmann dio en el clavo cuando dijo:

El entretenimiento miente, pero miente con honestidad. Los así llamados compositores “serios”, como yo, estamos siempre tratando de mentirnos a nosotros mismos. Eso es mucho peor. El engaño de Morricone, en cambio, es brillante. Su trabajo está informado por un conocimiento perfecto de la tradición, que luego empieza a calentarse desde dentro. Morricone no inventó un nuevo lenguaje musical. No es un estructuralista ni nada de eso. Pero, permaneciendo dentro de los márgenes de las viejas categorías –melodía, armonía, ritmo–, encontró la manera de inyectarles una energía que no conocí en ninguna otra música. Se las arregló para descubrir cosas nuevas en lugares donde yo pensaba que todo se había hecho hasta el hartazgo. Pensemos, por ejemplo, en el basso ostinato del canon de Pachelbel, al que Morricone retoma en la entrada del órgano de Sacco y Vanzetti.

Lachenmann está diciendo con otras palabras lo que dice Morricone en su manifiesto. Principalmente, esta idea de que “se las ingenió”. Pudo hacer de la música para films algo no frustrante y sofisticado. Y pudo emplear algunas de las técnicas de la música moderna a una música que disfrutan millones de personas de todas las edades y proveniencias sociales, geográficas, educativas. Ya que Lachenmann menciona especialmente este ejemplo, escuchémoslo. Seguramente conozcan la música del film Sacco y Vanzetti, en la versión original de Joan Baez:

Sobre el éxito de esta canción Morricone dijo:

No me lo esperaba en absoluto: yo estaba convencido de que la otra pieza, “La ballata di Sacco e Vanzetti”, tendría más éxito. […] Creo que el motivo reside en la repetición melódica. ‘Here’s to You’ es un himno que se repite inexorable a sí mismo. Tal y como ocurre en una manifestación, cuando los gritos de los manifestantes se fusionan poco a poco durante la marcha, a lo largo de la pieza fui añadiendo a la voz de Baez el coro, como si la denuncia de una persona la fuera sosteniendo paulatinamente el pueblo, una colectividad unida hacia una justia reivindicación que trasciende la individualidad del sujeto.

“Here’s to you” nos permite introducir lo que considero, junto con experimentación en la orquestación, el segundo elemento característico de la música de Morricone, que tiene que ver, precisamente, con lo que decidió dejar de lado. Decíamos que a Morricone no le importa mucho la melodía. Morricone no suele hacer grandes desarrollos melódicos, como podemos encontrar en una sinfonía de Beethoven (o en una banda sonora de John Williams). El suyo más bien es un trabajo obsesivo con brevísimos temas, de tres, cuatro o cinco notas que se repiten inquietantemente con mínimas variaciones de altura y de ritmo. Esto pasa en la canción de Joan Baez, pero hay muchos más casos, en los cuales, además, no se deja de verificar el interés tímbrico. Por ejemplo, la música de la película “La casse”:

Es la versión buena de la música de las películas de Olmedo y Porcel. Esto lo inventó Morricone y nadie más. En esta música se aprecia, además de la repetición obsesiva del tema, otra característica central de Morricone, y que tiene que ver con uno de los parámetros del sonido que mencionamos al principio: la acumulación. La música de Morricone es absolutamente acumulativa. Es como si él dejara fijo el tema para que las variaciones de los otros parámetros se volvieran más evidentes. En particular del timbre y a partir del timbre, de la intensidad. ¿Por qué digo a partir del timbre? Porque, en general, la acumulación de Morricone no tiene que ver con que los instrumentos toquen más fuerte, sino con la aparición de instrumentos nuevos, que van sumando capas y capas hasta alcanzar algún tipo de clímax. Sobre el clímax y la acumulación, quiero que escuchemos otra música más, que es a la sazón mi favorita de toda la música de Morricone.

Es del film Metti, una sera a cena (Giuseppe Griffi, 1969). Escuchen cómo los temas que componen esta “canción” son muy elementales pero cómo su tratamiento es tan imaginativo y cómo la canción alcanza, efectivamente, un momento climático espectacular. Los instrumentos que se van sumando son: maracas, guitarra eléctrica, la voz femenina Edda Dell’Orso, otra de las intérpretes predilectas de Morricone y una de las que lo llevaban a declinar de escribir cierta música si no iba a estar disponible), guitarra acústica, orquesta de cuerdas, percusión, piano, etcétera:

Morricone indica algunas cosas que todo compositor tiene que tener en cuenta a la hora de escribir la música para una película. A saber:

  • la situación geográfica y el contexto histórico del film.
  • las características del vestuario y de la escenografía.
  • el tipo de luz y el tratamiento del color; si el color está velado, si es denso, si se inclina hacia un color u otro, si es difuso o muy definido.
  • ¿hay cosas en la escena o está vacía?
  • ¿es adentro o es afuera?
  • las condiciones climáticas.
  • las condiciones psicológicas de los personajes.
  • la presencia de ruidos ambiente: aviones, trenes, perros, goteos, etcétera.
  • la presencia de diálogo.
  • fuentes realistas de sonido: radios, un reproductor de música, sirenas, campanas u otros sonidos de naturaleza traumática que podrían afectar la unidad de la música que se está escribiendo.
  • la presencia de instrumentos musicales tomando parte en la narración que podrían ser utilizados en playback para situaciones particulares.

Y luego dice:

El compositor tiene que analizar cómo el director estructura el film. Tiene que inventar estructuras musicales apropiadas que den cuenta de la forma del film y del estilo del director. [Si el film ya está editado] tiene que analizar el montaje, pero sobre todo tiene que analizar la configuración psicológica de los protagonistas. Después de tanto trabajo en el cine desarrollé una teoría. Para funcionar bien en un film, la música tiene que tener y conservar sus propias características formales: relaciones tonales, relaciones melódicas si las queremos, relaciones rítmicas, relaciones instrumentales. En suma, una dialéctica interna correcta. Si esta corrección formal tiene lugar y la técnica está presente en la música y es luego aplicada a las imágenes, el resultado será el mejor posible.

Es por esto que en muchos casos funciona excelentemente bien la aplicación de música ya existente del repertorio clásico a determinadas escenas, música ya pensada de antemano y no para esas escenas. La aplicación de música existente no es una alternativa en Morricone pero hay una serie de grados que podemos considerar. El primero es el de componer la música sin el film filmado. Morricone dice que este es el mejor de los mundos posibles. El segundo, en palabras de Morricone, es componer habiendo visto la película pero haciendo de cuenta que no se la vio. Qué quiere decir hacer de cuenta en este caso es realmente difícil de imaginar. El tercero es componer dándoles demasiada atención a las intenciones más concretas del director, y acá es cuando se consiguen los peores resultados (sobre todo si el director tiene mal gusto).

Por lo pronto, por tomar un ejemplo muy pedestre pero expresivo, Morricone dice detestar con toda su alma la sincronización de la música en escenas de besos y abrazos, es decir, los crescendos musicales en el momento del beso. Le resultan intolerables.

Morricone dice que quizás sus mejores resultados se dieron en sus trabajos con Sergio Leone, pero aclara que no porque esa música fuera intrínsecamente mejor que otras que hubiera compuesto. ¿Por qué? Él relata varios ejemplos, pero la idea es siempre la misma. Morricone componía la música luego de haberse reunido con Leone y haber hablado sobre el film, haber leído el guión, pero sin la película filmada. La componía, la dirigía y la producía. Luego eso se montaba sobre las imágenes. Leone tenía un talento extraordinario para encontrar momentos de sincronicidad perfectos entre las imágenes y una música que no había sido escrita para ellas (recordemos, como caso histórico, que Eisenstein no empezó a filmar Alexander Nevsky hasta que Prokofiev no hubo terminado la música).

Leone y Morricone, compañreros de la escuela primaria.

Morricone relata:

Algunos de ustedes recordarán la escena en Érase una vez en el Oeste en la que Claudia Cardinale se baja del tren y llega a un pequeño pueblo. Cuando Leone me contó del film, no dijo absolutamente nada acerca del hecho de que iba a haber un primer plano de un reloj. Para esa escena compuse música que usaba vibráfono y celesta. Por su modo de ubicar la música y las escenas, Leone hizo que esa elección casual se volviera el sonido del reloj. Esto estaba muy lejos de mis intenciones originales. La actiz pasa del andén a la plaza frente a la estación, atravesando el edificio, y mientras tanto la cámara se eleva ampliando el campo de visión hasta incluir las montañas en el horizonte. Para ese punto yo había escrito un puente musical, con un crescendo que se incrementaba hasta la reaparición del tema. No tenía idea de que Leone iba a transformar ese puente musical en un puente cinematográfico. Este es el trabajo del director. Yo solo escribí la música. La revisión de este episodio verifica cuánto más efectiva puede ser la música con este tipo de tratamiento por parte del director. Hay muy pocos directores que actúan de esta manera, pero cuando se tiene éxito al establecer este tipo de colaboración, los resultados son excelentes, tanto para la música como para la película.

Esta es la escena:

Más allá de estos casos especiales, más bien fortuitos, podemos decir que la música de Morricone, en principio, no se relaciona tanto con las imágenes más concretas, sino con el drama y con el clima general del film, con su color y su ambiente. Para lograr esto, él dio lugar a una innovación fundamental en la música para cine, que tenía antecedentes en la ópera de Wagner pero no tanto en la música aplicada: la asociación de temas con personajes, incluso llevado esto al grotesco como vamos a ver enseguida. En un ensayo sobre la música en el cine a menudo citado por Morricone, Pasolini escribe:

La función principal de la música es la de volver explícito, claro, físicamente presente el tema o el hilo general del film. Este tema o hilo puede ser de tipo conceptual o de tipo sentimental. Pero para la música esto es indistinto: un motivo musical tiene la misma fuerza tanto si es aplicado a un tema conceptual como a uno sentimental. De hecho, quizás su función propiamente dicha sea la de conceptualizar las emociones (al sintetizarlas bajo un motivo) o la de sentimentalizar los conceptos. La música tiene una función ambigua por lo tanto. Esa ambigüedad se debe al hecho de que es, contemporáneamente, didáctica y emocional.

Veamos tres breves ejemplos del Bueno, el Malo y el Feo:

El tema es el mismo para los tres personajes pero cada uno tiene su instrumento. Para “el Feo”, es un sonido medio animal, una vocalización extraña. Para “el Malo”, una guitarra eléctrica de un sonido bastante oscuro. Para “el Bueno”, una vocalización como la del Feo pero menos radical, un poco más amable, por decirlo de algún modo.

Morricone dice: “La celebración del sonido por sí mismo es uno de los principios que dan forma a mi música, tanto para cine como por fuera de él”. Podemos decir que se juntaron el hambre y las ganas de comer, porque el western, o al menos los westerns de Leone son, en palabras de Morricone, “picarescos, exagerados, excesivos, juguetones, dramáticos, entretenidos y cáusticos”.

Se trata de una feliz alianza entre la formación musical vanguardista de Morrricone y las necesidades expresivas de la producción, para dar lugar a una música única: “Los relatos de Leone me sugirieron la idea de incluir el aullido del coyote para evocar la violencia animal del salvaje Oeste, pero ¿cómo podría lograrla? Pensé que si superponía dos voces roncas masculinas, entre el sforzato y el falsete, conseguiría acercarme a ello. […] Parte de las raíces de mi formación estaban en la vanguardia posweberniana, para la cual la introducción de instrumentos atípicos y de ruidos era una praxis consagrada”:

Morricone relata una escena en particular en la cual Leone le pidió a Clint Eastwood que su personaje mirara al otro antes de un duelo pensando las peores malas palabras existentes. Morricone dice que no puede siquiera reproducir esas palabras pero que lo que intentó que su música sí lo hiciera. Alessandro de Rossa le pregunta: “¿También para El bueno, el malo y el feo grabaste primero la música?”, y Morricone contesta:

Sí, como habíamos hecho para la película anterior, pero aquí Sergio tuvo la idea de llevarla al set para que la escucharan los actores mientras interpretaban. Desde el principio, Sergio le pidió a Clint que actuase pensando que lanzaba continuas invectivas y obscenidades silenciosas a cualquiera de los interlocutores que tuviera en el escenario. Eso generaría una energía insolente y ácida, incluso en un diálogo silencioso. Con la música, todo esto resultaba aun más evidente y Sergio me dijo que Eastwood apreció mucho esta técnica.

(Por cierto, cuando en 2007 le dieran a Ennio su primer Oscar (un Oscar Honorífico luego de cinco nominaciones, como fue honorífico el Oscar que le dieron a Alfred Hitchcock), fue Eastwood quien se lo entregó. La noche anterior se había hecho una ceremonia en el Instituto Italiano de Cultura en Los Angeles en honor del maestro, a la que Eastwood cayó sin avisar, para saludarlo. Morricone cuenta que fue grande la emoción, pues no se veían hacía “casi 50 años”.)

Morricone y Leone.

Otro ejemplo paradigmático en lo que concierne al empleo del sonido es la música para la escena inicial del Clan de los sicilianos (Henri Vermeuil, 1969), sensacional film con Alain Delon, Jean Gabin y Lino Ventura. Es una película de ladrones y acá los están metiendo en la cárcel, como van a ver. La música logra dar esta impresión de marginalidad, de cosa de arrabal, medio enrarecida, y a la vez de un gran humor. Los sonidos que se escuchan hacen pensar que estos ladrones, o algunos de ellos, no van a pasar mucho tiempo sin escaparse de la cárcel. Y verlo a Alain Delon mientras suena el arpa judía me hace reír instantáneamente:

Antes decía que, además de la celebración del sonido y la exploración tímbrica, otra característica central de la música de Morricone es la de la acumulación. Al respecto quiero que veamos una de las escenas culminantes del Bueno, el Malo y el Feo, en la que el Feo (Elli Wallach) busca con desesperación un tesoro que está escondido en una tumba. Sobre esta escena Leone dijo que la música le parecía tan buena que no podía terminar la escena hasta que no terminara la música:

La música de Morricone para La misión, de Roland Joffe, tiene tres temas principales: la música religiosa, el oboe del padre Gabriel y la música de los indios. A lo largo de todo el film, estos tres elementos se vinculan de a pares, y solo al final, significando la unión eterna de los padres jesuitas con los indios, aparecen los tres juntos. Uno de esos apareamientos me parece especialmente expresivo. El tema de oboe, que se identifica con el padre Gabriel y con los jesuitas, pasa a ser en un momento interpretado por un instrumento asociado a la música de los indios:

Otro apareamiento interesante tiene en la siguiente escena. En ella, el oboe del padre Gabriel es en un momento relevado, manteniendo el curso de la melodía, por un instrumento indio. Esto sucede en el exacto momento en que el indio le da la espada a uno de los sacerdotes jesuitas para que se alíe con ellos contra los invasores portugueses:

El oboe de Gabriel nos permite introducirnos en el último tema de este breve tratado: la música diegética y no diegética y cómo esto es usado por Morricone (el oboe de Gabriel también nos permite poner un reparo importante a la idea del propio Morricone de que mucho no le interesa la melodía; o al menos nos permite decir que puede ser un genio melódico cuando lo necesita o lo desea, como también sucede en Cinema Paradiso o en Malena, ambas de Tornatore). Música diegética es la que pertenece a la acción propiamente dicha: que suena en una radio o alguien interpreta en un instrumento en el contexto del film. La no diegética es la que comúnmente asociamos con la banda sonora. Hay todo un mundo intermedio entre ambas posibilidades que es obviamente el más interesante. A la hora de explorar ese mundo Morricone es brillante (lo mejor de Morricone son siempre sus tan deliberadas ambigüedades). Veamos la escena del oboe de Gabriel. Noten cómo cambia el sonido del oboe cuando lo está tocando el padre y cuando aparece toda la selva, y luego vuelve al padre. La misma melodía y el mismo instrumento son diegéticos y no diegéticos por una mínima variación en la calidad de la interpretación y en el tipo de grabación. Es algo inteligente y conmovedor, una virtuosa sincronización entre música e imagen:

Para el final, el plato de resistencia. La escena culminante de Érase una vez en el Oeste. La música ya la escuchamos antes, y de hecho en esta escena aparece, insólitamente, dos veces seguidas. En la primera parte de la escena el tema se escucha tal cual es, mientras los dos antagonistas se encuentran y se reconocen. En la segunda, Armónica (Charles Bronson) recuerda cómo el malvado Frank (Henry Fonda), lo obligó, en cierto modo, a matar a su hermano, y mientras tanto le puso una armónica en la boca. Escuchen cómo la conmoción del chico se oye a través de la armónica cuando suenan algunas notas falsas, cómo el mismo tema que habíamos escuchado en la escena anterior se ve afectado por la acción y cómo se combinan así tan indisolublemente las esferas un poco esquemáticas de lo diegético y lo no diegético:

Explica Morricone:

“El tema de la armónica y el de Frank debían alimentarse mutuamente; por tanto, en la pieza ‘L’uomo dell’armonica’, los superpuse. Un contraste tímbrico y de intenciones necesario. Los destinos de ambos están unidos y la identidad de Armónica nace de la herida que le había causado Frank. De ahí cobrará fuerza, transformándose en el deseo de venganza, un sentimiento que no pertenece al futuro, sino, precisamente, a los valores del viejo Oeste, a aquel mundo que con la llegada de las vías del tren está a punto de desaparecer”.

Esta es la versión del disco:

Lo más importante para mí son los personajes y su interioridad, la psicología. Incluso cuando están tratados de manera superficial, a propósito o no, trato de imaginar sus pensamientos, sus intenciones, lo que dicen y lo que dejan de decir; procuro, en una palabra, comprenderlos plenamente para poder presentarlos luego bajo mi luz personal, más interior. No hay que apoyarse en la imagen de forma superficial, hay que conertirla en un recurso. […] La música muestra lo que no se ve , puede contradecir lo que se dice, o viceversa, narrar algo que la imagen no revela.

Cuando Morricone tenía que componer la música para La leggenda del pianista sull’oceano (Giuseppe Tornatore, 1998) se encontró con uno de los mayores desafíos de su vida:

El gran problema que se me presentó desde que leí el guión fue la necesidad de escribir ‘una música que no se hubiera escuchado jamás’. Esas fueron las palabras de Peppuccio [Tornatore], pero también las de Alessandro Baricco, autor del libro en el que se basa la película, para describir la música que toca Noveccento. Una frase preciosa, qué duda cabe, pero… ¿qué haces si eres tú quien tiene que componer esa música?

Morricone ya había compuesto una música que no se hubiera escuchado jamás. Venía haciéndolo desde la década de 1960. ¿Cómo hacer eso de nuevo? ¿Cómo podría el compositor más influyente de la historia de la música aplicada componer música que nunca se hubiera escuchado? ¿Cómo podría Morricone no sonar morriconiano?

“Es raro convertirse en un adjetivo…”, dice el maestro:

Lo que puedo decir es que los arreglos fueron una práctica gimnástica muy útil, quizá lo único que me ha enseñado a escribir música para el cine. Podía arreglar las canciones a mi antojo, con procedimientos instrumentales simples o complejos, con sonidos sacados de la realidad, con soluciones extrañas, poco extrañas, personalmente extrañas, pero todo desde el total respeto de lo que el cantautor me entregaba, aunque a veces me viera obligado a armonizar y corregir hasta una simple melodía. Esa experiencia la trasladé al cine. Tenía que respetar la percepción del espectador medio, que está acostumbrado a la música tonal de las canciones, y lograr al mismo tiempo un espacio para mí mismo, para mis ideales y mis investigaciones.

Sobre el espectador medio, una última reflexión antes de terminar. Me pregunto qué tipo de espectador, ni bajo ni medio ni alto, podría hacer conscientemente las asociaciones que hizo Morricone al componer la música para algunas escenas. Y me pregunto, sobre todo, si esas asociaciones están trabajando en nuestro cerebro aunque no estemos al tanto de ellas.La película La clase obrera va al paraíso (Elio Petri, 1971), tiene una música por momentos bastante rara, malsonante inclusive, con sonidos extraños y en absoluto melodiosa:

Así la describe Morricone: “El tema comienza con acordes en Do menor a cargo de las cuerdas. Aparentemente, este alud, este martilleo de sonidos muy compacto y staccato, parece desorganizado, como si la máquina se estuviese poniendo en marcha. Sobre estos acordes oscuros se introducía una melodía cantada por el trombón que, en aquel registro y con la dinámica fuerte, resultaba desagradable al oído. Esta melodía debía describir la voz humana, la de los protagonistas, cada vez más embrutecidos por la vida en la fábrica”. Es decir: Morricone, para retratar la voz humana… usa un trombón: “La aplicación de una música a una película posee una razón poética, una razón que es misteriosamente empírica”. Pocas cosas más poéticas que esa idea.

MENSAJE DE LA SEMANA
Está Érase una vez en el Oeste en Netflix.

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