Gateway value: identidad y nomadismo virtual
Antes de Internet todas las aplicaciones, el software informático, se ejecutaban en un ordenador cliente, esto es, en el ordenador del usuario final. El simple guardado de un archivo debía hacerse in situ, almacenándolo en el disco duro y para compartirlo había que transportarlo a otro ordenador mediante un disquete, cinta de backup, etc.
Con la llegada de Internet las aplicaciones comenzaron a “inclinarse” poco a poco hacia la red. Primero eran simples enlaces a contenidos. El paso siguiente fue la intuición de que la conexión a la red era problemática: algo que contribuía a concebirla como separada del propio ordenador conectante y a percibir lo que sucedía en Internet como algo separado de lo que sucedía en el ordenador de cada uno. Algunos decidieron entonces que eso no solo no era bueno para el negocio, sino que no era bueno para la sociedad en general. Así, Microsoft y otros se afanaron en producir sistemas operativos que, conjugados con las tecnologías de conexión post-módem (el mundo post-módem devino también fase post-mortem de la reclusión y el anacoretismo friki, a favor de las nuevas mitologías de la socialización y la colaboración online), convertían en un continuum la relación ordenador-red. Los ordenadores ya estaban conectados por el simple hecho de enchufarse a la corriente eléctrica. Desde entonces, la instalación de un sistema operativo conlleva de manera transparente la configuración de la conexión. Lo primero que hacemos al reinstalar un sistema operativo es comprobar si ha hecho los deberes: el acceso funciona, luego existo. El acceso no funciona, pues vaya mierda de sistema operativo.
Tras el proceso de integración de lo local y lo remoto le llegó el turno al desplazamiento de las identidades. Tal desplazamiento se expresa hoy como una “disolución”, en términos químicos, o una integración, en términos matemáticos. Y este planteamiento tiene que ver con la innecesidad del propio ordenador (constatada por la evanescencia del concepto de ‘ordenador personal’ a favor del de ‘dispositivo inteligente’). El ordenador ya no funciona como una terminal operativa, sino como un medio para que la información y la socialidad sigan fluyendo hasta otros usuarios-red. Es decir, tú y yo no somos un destino de la información, sino nodos o condiciones del flujo de la misma. Si estamos “apagados” no pasa nada, porque somos solo dos, pero si se “apagan” varios millones de usuarios, la red pierde sus determinaciones esenciales; y si el apagón se prolongara durante varios días el mundo sufriría una crisis de verdad y la economía se derrumbaría.
En la antigua red-terminal el destino de las operaciones digitales (bases de datos estructuradas, foros, primitivas BBS…) eran los usuarios finales y la información servida a estos para su procesamiento. Si antes estábamos valorizados como usuarios ante aquellos que creaban contenidos y herramientas, ahora no valemos si no somos capaces de dejar una huella, una “impresión” en una red social. El valor del sujeto en tanto sujeto se ha transferido al valor de sus cuentas y passwords y es proporcional al valor de sus inscripciones, surgiendo así un nuevo gateway-value o valor-pasarela.
El valor-pasarela es un valor temporal, un estado beta del valor, pero, por ello, el único que tiene sentido en la economía del nomadismo virtual. Las redes sociales se alimentan de las huellas de miles de usuarios que son a la vez rastreadores y puertas de paso. La identidad, que habría de ser individual por definición, es ahora una baba de caracol que se extiende a lo largo de miríadas de conexiones en el metaverso. Las comunidades que no consiguen la masa crítica suficiente son relegadas al ostracismo, “apagadas” y no son reevaluadas en esta economía de tránsito del conocimiento. Estamos en una economía del nomadismo digital masivo en la que el nuevo indicador del valor es la masa dinámica; y ello sucede sin una nostalgia efectiva de la era del sujeto y con la fascinación propia de los espectáculos circenses.
Como en los estados de equilibro de los gases, todo lo que en el mundo de la integración sujeto-metaverso (que anticipa eso que llaman “Singularidad”) aparenta ser una estructura constante de conexiones identificables es solo eso: una apariencia. En el fondo, las moléculas de esta estructura, los sujetos-pasarela, se comportan como un conjunto entrópico de marcas temporales, como sujetos-log, cada una de las cuales no tiene otro valor para el sistema que el acto de su inscripción. Así lo atestigua el uso que hacen los millennials de las redes sociales. La identidad no es más que una deformación espacio-temporal del magma digital. La cantidad de servicios que un día iniciamos y cerramos, los miles de proyectos que abrimos y abandonamos, las cuentas que tuvimos y olvidamos, son los rastros conscientes (una minoría hoy con respecto a los inconscientes) de una socialidad sin destino que, sin embargo, en tanto conjunto presenta la fotografía superficial de un mundo estable y ordenado, un “islote de determinismo”, como diría René Thom, en el que aún podemos vivir en la ilusión humanista de ser seres importantes.