El beso del Ajusco.
La brisa del Ajusco (impregnada con el perfume a tierra húmeda) le brindó a Esteban la oportunidad perfecta para dar el siguiente paso. Se quitó su abrigo y cubrió con él los hombros de Valeria, quien esbozó una sonrisa y, en un vano intento por fingir indiferencia, desvió su mirada hacia la flor colorada que se encontraba delante de ellos.
Ambos permanecieron callados durante varios segundos sentados el uno junto al otro en aquella banca solitaria hecha de piedra volcánica. La penumbra relevó lentamente al ardiente arrebol del atardecer.
Esteban sintió que su corazón le latía cada vez más rápido, como si estuviera a punto de estallar a causa de los nervios y del entusiasmo que le ruborizaba las mejillas. Valeria lo notó; recargó su cabeza sobre el hombro de su compañero.
Cualquiera que los hubiera visto habría notado la brecha de edad entre ellos dos: ella le llevaba una década por delante y presentaba sus primeras canas, eran casi imperceptibles, pero existentes; él era más esbelto, su piel era pulcra, su cabello suave y su rostro todavía lucía como el de un mozo. En cambio, en ella habían madurado los rasgos que en otros tiempos habían deslumbrado a sus compañeros de la universidad; era atractiva, eso era innegable, pero lucía propiamente como una señora. Sin embargo, Esteban no notó ninguna de las imperfecciones de Valeria. Para él, ella era la única mujer que le infundía en el pecho un indescriptible revoltijo de alegría, entusiasmo, nervios, felicidad, pasión y cariño, una mezcolanza que nublaba su juicio. Ella era la única persona en el mundo capaz de hacerle sentir vívidamente la fuerza del océano en su corazón.
— ¿Ya viste la luna? — susurró ella con un ligero titubeo al ver el astro — . Se ve hermosa.
Él rozó su mano y ella volteó a verlo.
— Igual que tú.
Ambos se miraron a los ojos y sintieron una fuerza invisible que les atraía el uno al otro, una fuerza semejante a la que ejercen los polos opuestos de dos imanes o al que ejercen un protón y un electrón cuando la distancia que los separa tiende a cero. En ese momento, sus mentes se olvidaron por completo de todas sus preocupaciones y disgustos, de todas sus aflicciones, pesadillas, frustraciones y desdichas; se olvidaron de todos sus recuerdos y de todas sus aspiraciones. Sólo estaban el uno frente al otro.
Esteban aproximó su mano delicadamente por detrás de la nuca de Valeria y, sin decirle una palabra, la acercó hacia sí. Los dos entreabrieron inconscientemente sus labios. El tacto fue tierno y dócil, semejante a la bruma de otoño o al rocío primaveral. Probaron sus lenguas y saborearon su dulzor, idéntico al de una pera madura que se derrite en el paladar.
Ambos desearon que aquel instante durara por toda la eternidad.