Walking the dog, el bello caos de lo onírico
Las doce películas que figuran en el portafolio de los estudios de animación Walking The Dog no tienen una técnica común que las hermane ni reflejan un estilo que delate los intereses artísticos de sus fundadores, Eric Goossens y Anton Roebben.
La filmografía de estos estudios radicados en Bruselas, se mueve entre la animación tradicional en 2D hasta los gráficos generados por computador, pasando por el stop motion y estilos híbridos que combinan imagen real con animación digital. Si en algo ayuda este tipo de diversidad es que puede garantizar la cantidad suficiente de proyectos para mantener la compañía a flote y al mismo tiempo darle la libertad de tomar riesgos esporádicos con obras que, si bien no se convierten en bombazos de la taquilla, sí tienen un destino plausible de premios internacionales y ovaciones unánimes en los festivales de cine.
El primer largometraje que se le acredita a Walking the Dog es nada menos que Las trillizas de Belleville (2003), estrenada tres años después de que Goossens y Roebben dejaran los estudios donde trabajaban como empleados para fundar en el año 2000 su propia compañía. La ópera prima de Silvain Chomet fue un éxito global, a pesar de su rareza, y estuvo nominada a dos Premios Oscar -mejor canción original y mejor película animada-, lo que le dio la visibilidad necesaria para que su distribución transcontinental estuviera asegurada.
Cabe aclarar que Walking The Dog no fue la única compañía responsable de la producción de Las Trillizas, esta fue una coproducción de cuatro estudios más repartidos entre Francia y Bélgica. Por lo tanto, era de esperarse que el siguiente largometraje de la productora flamenca estuviera alejado radicalmente de ese arsenal artístico extraño y original que le dio a la película de Chomet tanta potencia.
Firmin (2007) es un título olvidable en el catálogo de Walking The Dog y si no hubiera sido porque su siguiente película, The Secret of Kells (2009), también nominada al Premio Oscar a la mejor película animada de 2010, esta historia hubiera pasado tan desapercibida como su predecesora.
Firmin contaba la historia de un boxeador retirado que vive en su apartamento con un hámster que también es un pugilista virtuoso. Las monerías del ratón animado por computadora y el exotismo de Firmin son un pastiche intrascendente que poco se parece a los proyectos más arriesgados de los estudios. En cambio, The Secret of Kells sí fue una vuelta de hoja que le ayudó a los estudios a figurar por segunda vez en el mapa de la animación europea. Aunque la historia es un tanto aleccionadora y deja cabos sueltos que los realizadores quedan en deuda de resolver, su estilo visual es rústico pero magnético, incita a la contemplación de esa remota antigüedad en la que creció Brendan, el protagonista, y la recrea en una técnica 2D que permite sutiles alegorías para representar la barbarie, el mal y la iluminación que se obtiene de los libros.
Cuatro películas y cuatro años transcurrieron para que Walking The Dog participara en otra coproducción que pudiera destacarse internacionalmente. Antes de estrenar The Congress (2013), el estudio se embarcó en filmes populares en el ámbito Franco-Suizo —Titeuf, le Film (2011)—, obras que intentaron emular fórmulas exitosas de Disney y Pixar —Un monstruo en París (2011)–, cuentos clásicos —Pinocho (2012)— y argumentos con un aire sospechosamente similar al de las historias creadas por Studio Ghibli —The day of the crows (2012)— pero sin la buena sazón de lo fabuloso que los japoneses tienen en sus manos.
The Congress, estrenada en el Festival de Cannes de 2013 es una película en la que participaron seis estudios de animación, lo que implicó engorrosos viajes para el director Ari Folman —Vals con Bashir (2008)— quien tuvo que desplazarse con frecuencia entre Luxemburgo, Bélgica, Alemania, Polonia y Filipinas para supervisar los avances de la animación.
La película dibuja un posible futuro para el cine en el que los actores podrán perpetuar su juventud después de ser escaneados electrónicamente en procedimientos similares a los que se ha sometido Andy Serkis para engendrar a los alter egos virtuales que lo han hecho célebre. Robin Wright se interpreta a sí misma en esta historia donde el mundo real se disuelve en una fantasía alternativa y distópica cuya exuberancia visual tiene deudas con las pesadillas que el Bosco plasmó en el Jardín de las delicias. Folman se basó en la novela de Stanislaw Lem, El congreso de futurología, para escribir una adaptación libre en la que presenta una industria cinematográfica gobernada por corporaciones que prescinden de actores vivos para mantener su espectáculo, lo que termina por extenderse al resto de la sociedad.
Es una lástima que The Congress no haya tenido una mayor repercusión. Folman, apoyado en más de 250 animadores, construye escenarios de ensueño y secuencias entretejidas con el bello caos de lo onírico para explorar la dicotomía alarmante entre la existencia real y la digital.
Desde Las trillizas de Belleville, los estudios Walking The Dog no habían tenido entre manos una propuesta tan original como The Congress. Quizás hayan descubierto una fórmula o un camino sin tantas bifurcaciones que les permita pulir un estilo que a largo plazo se convierta en su sello intransferible.
Por supuesto, no han dejado de producir películas con las que pretenden llevarse una buena tajada de la taquilla europea —difícilmente podrían competir con Hollywood por la tajada global—, pero entre sus proyectos convencionales hay gemas ocultas como Another day of life (2016), adaptación del libro en el que Ryszard Kapuscinsky narra su inmersión en el abismo de la guerra de Angola, durante los años setenta. Esta pieza, que se pasea entre lo documental y lo biográfico, repite la mezcla de tomas reales con animación para representar con algo de acierto la opresión, soledad y locura que experimentó el reportero polaco en las trincheras angoleñas y, sin perder veracidad, irradiar la poesía que le sirvió para narrar el horror y rescatar de las cenizas la memoria de los muertos.
Abril / 2016