El eco del abismo: fragmentos de un mundo en disolución
Por Alejandro Juárez Zepeda
A mi hermana Cristina, cómplice de esta complicada batalla de dar sentido al absurdo.
Nos encontramos al borde de un abismo que se cierra lentamente sobre nosotros, un horizonte opaco que avanza con la determinación de un invierno sin fin. Como si fuéramos espectadores y actores de un ciclo que agoniza, algunos han nombrado esta era como el Kali Yuga, la última etapa de una decadencia irreversible. Otros prefieren llamarlo apocalipsis, pero su verdadero rostro es más sutil, más silencioso: una tragedia que, como niebla espesa, envuelve lo cotidiano y lo convierte en un escenario de sombras.
El mundo ha cambiado su teatro. Ya no es el campo de batalla de grandes ideologías, ni el lugar de enfrentamientos épicos entre civilizaciones. La guerra ha perdido su espectáculo. Ahora habita entre las grietas de nuestras relaciones más íntimas, en los rostros de quienes compartimos la mesa o el lecho. Se ha vuelto invisible, un veneno que corre por nuestras venas sin que lo advirtamos. Y si la amenaza de una catástrofe nuclear renovara en nosotros un atisbo de horror colectivo, aún podríamos aferrarnos a algo por salvar. Pero el verdadero mal no está allí; no es una explosión que desgarre cielos y tierra, sino una corrosión interna, un colapso de nuestras certezas morales, de nuestros principios éticos.
La modernidad nos prometió la luz, la ciencia como el último baluarte de la verdad. Y, sin embargo, esa promesa ha resultado ser un espejismo, otra ilusión más en el desierto de la historia humana. Al desterrar a Dios, dejamos tras de nosotros un vacío que nunca supimos llenar. No albergamos una nueva fe ni construimos una visión que fundara nuestras vidas. Lo que sembramos fue la desintegración de lo absoluto, un relativismo que convierte cada deseo en ley. Hoy, el hombre ya no distingue entre lo justo y lo verdadero; su brújula moral apunta hacia el yo, hacia lo que considera válido para sí mismo, y en nombre de ello comete las peores atrocidades. Como escribió Borges, “el que matare por la causa de la justicia, o por la causa que él cree justa, no tiene culpa”. En este mundo, la culpa no desaparece por redención, sino por la niebla espesa de la incertidumbre moral.
No vivimos una transición, sino una mutación. No hay descanso ni destino; el cambio constante se ha convertido en nuestra prisión más sofisticada. Bauman lo anticipó: la fluidez perpetua, ese vértigo de lo efímero, es el mecanismo de control más perfecto. Foucault, con su implacable mirada, desnudó las maquinarias que nos observan, que nos administran mientras creemos ser libres. Pero el control ya no basta. Hemos dejado de ser humanos para convertirnos en consumidores, devoradores insaciables de bienes, sensaciones, cuerpos. Todo se ha reducido a la gratificación inmediata, la condena que, como un eco moderno de Hobbes, nos convierte en lobos para nosotros mismos. Y, sin embargo, no reconocemos esta verdad. Seguimos alimentando la vorágine que nos traga.
El ideal de paz, esa aspiración tan antigua como frágil, se ha disipado. La paz ya no es un fruto de la razón ni de la búsqueda de la verdad. ¿Qué es la verdad, si cada uno posee la suya propia? Los opresores justifican el genocidio, los tiranos actúan por su ego, y nosotros, testigos ciegos, nos acogemos a la seguridad de nuestra verdad individual. Pero esta multiplicidad de “verdades” no es más que una excusa para eludir toda responsabilidad. La justicia ha sido sustituida por la justificación, por un discurso que, como una sombra, se amolda a nuestras falacias.
Nos encontramos, pues, en un teatro donde la ética es un disfraz, una máscara que elegimos según el momento. En esta farsa moral, todos somos actores: líderes, científicos, obreros, ciudadanos comunes. Participamos de una representación que ha olvidado su propósito, un juego que ya no reconoce la dignidad humana como su núcleo.
Si algo puede salvarnos, no será una revolución tecnológica ni un progreso material. Será, si acaso, un regreso a lo esencial. Y lo esencial no es otra cosa que una ética que nos trascienda, que nos vincule. Sin principios comunes, sin un fundamento moral compartido, el único destino que nos espera es la desaparición.
No se trata de esperanza, sino de resistencia. Camus lo comprendió: el absurdo no se supera, se enfrenta. No podemos esperar un mundo ordenado; debemos construir sentido en medio del caos. La única revolución posible será moral, o no será. Porque solo en la comunidad, en el reconocimiento del otro como un fin en sí mismo, en la solidaridad que nos devuelve a nuestra humanidad, podemos hallar una respuesta a la deshumanización.
El apocalipsis no será una explosión. Llegará como ha llegado ya, con nuestra indiferencia, con nuestra incapacidad para mirar al otro y reconocernos en él. Al final, no será el fuego lo que nos consuma, sino el hielo de nuestra propia indiferencia.
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