CRÍTICA

JAPÓN: EL HAIKU DE REYGADAS

Jesús Arriola Rivera
5 min readMar 9, 2017

…el suicidio, lejos de ser el final de un individuo, aparece

como el hundimiento de todo un teatro, saboteado por la

comparsa de figuras que en él se enfrentan.

Jean Starobinski, La posesión demoníaca

Viktor Borísovich Shklovski, ese puntilloso y excelso crítico soviético precursor del formalismo ruso, afirma en su Teoría de la prosa que el alma de una obra literaria se constituye exclusivamente por su estructura, es decir, su forma. Lo anterior, además de innegable, bien podría sin ningún problema aplicarse al medio cinematográfico; pues es la forma — el estilo y el enfoque en que se trata un determinado tema en alguna expresión artística — lo que muchas veces otorga cierta profundidad a un guion hueco o a una historia que por sí sola sería insípida, irrelevante. Pero, ¿qué ocurre cuando un guion inteligente y bien escrito se compagina con una estructura impecable que resalta cada uno de los temas abordados en su trama? El resultado es — y esto no tendría que decirlo; al hacerlo caigo en un horroroso lugar común — una obra de una belleza singular que podría escapar a cualquier clasificación genérica otorgada por los críticos más quisquillosos del séptimo arte. Entre estos inclasificables del cine encontramos grandes largometrajes como Paris, Texas (1984) de Wim Wenders, Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959) de François Truffaut, Andréi Rubliov (Андрей Рублёв, 1971) de Andréi Tarkovski, El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel y, por qué no, Japón (2002) de Carlos Reygadas,

En Japón, Reygadas muestra un destello de lo que serán sus trabajos posteriores. Asistimos, sin saberlo, por primera vez a un juego de perspectivas de la realidad y a una reflexión sobre la vida y los extraños objetos de cambio que la plagan, raras ocasiones empleados en la cinematografía nacional. Asimismo, nos topamos con una impoluta mezcla de dos tiempos narrativos — el presente y el pasado — que revelarán, poco a poco, un paraíso inasible para el protagonista, un hombre marcado por una situación existencial que lo supera y atormenta, por lo cual buscará una acción liberadora. Ya desde la primera secuencia, una toma gris y fría de los viaductos atestados de coches, los túneles parcialmente oscuros y las calles sucias flanqueadas tanto por vetustos como por modernos edificios que dan forma a la imponente Ciudad de México — ese Saturno despiadado que engulle a sus millones de hijos — , se hacen presentes la angustia y la naturaleza animal del ser humano así como la superficialidad e indiferencia de una sociedad individualista. Es precisamente esta atmósfera opresiva, casi claustrofóbica, que se intensifica con cada cuadro, la generadora un arduo diálogo filosófico entre la película, el director y el espectador.

Claramente influido por el cine de Tarkovski, Reygadas se regodea, al igual que el genio ruso, en un sinnúmero de secuencias largas e inmóviles, que, aunadas al vehemente empleo de la música — este punto lo comparte con el brasileño Luiz Fernando Carvalho — , le confieren al filme una elegancia estética que, para un espectador no habituado, podrían pasar por simples escenas lentas, aburridas y sin sentido. Hay que comprender que el cine de Reygadas al igual que el de Andréi Tarkovski, Wim Wenders, Akira Kurosawa y Pedro Costa presenta una postura contemplativa cuya introspección carecería de sentido sin las estratagemas antes mencionadas. Tampoco hay que olvidar que, como en sus películas posteriores — Batalla en el Cielo (2005) y Luz Silenciosa (2007) — , Carlos Reygadas nos presenta en Japón una trama que no tiene la más mínima intención de aclararse a sí misma. El director parece decirle al espectador que lo realmente importante de su obra reside en la narración de su historia y en los métodos literarios y cinematográficos de los que se vale para desplegarla.

No está demás agregar que hay en Japón, como en todas las obras pertenecientes al gran cine, escenas trascendentales que le concederán a la película una mayor profundidad filosófica. Son dos las que recuerdo con suma nitidez. La primera: El protagonista — un hombre maduro de mirada taciturna que evoca al protagonista de Paris, Texas y cuyo nombre jamás sabremos — se encuentra, en pleno campo, con un grupo de cazadores a quienes pedirá orientación — el hombre se dirige, cual trasunto de Juan Preciado en Pedro Páramo, al pueblo de Ayacatzintla — . Cuando uno de los cazadores le pregunta cuál es el motivo de su visita a ese lugar abandonado por la mano y la bondad de Dios, el hombre se limita a responder, con un tono parco, que se encamina allí sólo para matarse. Es precisamente esta idea del suicidio ejemplar y quizá metafísico el leitmotiv de toda la trama y el génesis del título de la película, una clara referencia al seppuku practicado por los guerreros samurái para mantener su honor intacto tras haber cometido un error de gravedad. La segunda secuencia memorable es incluso más sobrecogedora: el hombre le propone a Ascen, la anciana que lo hospeda, mantener relaciones sexuales con él. Después de analizar la proposición con detenimiento, la mujer accede; no obstante le solicita al hombre que el encuentro sexual se consume al día siguiente. Con la escena de la cópula entre el hombre y la anciana, de una dualidad un tanto incierta en el cine — se aprecia una cortesía delicada y un erotismo pujante cuando la cámara recorre el ajado cuerpo de la mujer mientras el hombre lo acaricia — también se marca el inicio del clímax de la película, su punto de inflexión más importante.

Japón es, ante todo, una película ilimitada y, como todas las grandes obras cinematográficas, nos plantea un sinfín de cuestionamientos y reflexiones que permean a través del estético tratamiento de los temas que en ella se entrelazan. Carlos Reygadas no hace sino mostrarnos una ventana abierta a la mente y al alma del hombre. Una puerta que se abre hacia un cuarto oscuro en el que de pronto se enciende una luz que revela lo inefable de la vida. En pocas palabras, Reygadas nos muestra poesía hecha película. Porque eso es Japón: poesía, un haiku.

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Jesús Arriola Rivera

Amante de la filosofía gatuna. Aunque prefiero leer, a veces junto palabras. Estoy convencido de que mis mejores escritos son las listas del súper.