La revitalización del pensamiento de Carl Schmitt y los límites del Derecho

Jorge Rodríguez
28 min readOct 19, 2016

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Apartaron una de las mesas de la cual realmente había una lápida. Era una lápida sencilla, lo suficientemente baja como para poder ser escondida debajo de una mesa. Sobre ella había una inscripción con letras tan pequeñas que el viajero tuvo que arrodillarse para leerla. Decía: «Aquí yace el antiguo comandante. Sus adeptos hoy deben permanecer anónimos, lo han sepultado en esta tumba y colocado la lápida. Existe una profecía, según la cual el comandante, después de determinada cantidad de años, resucitará y conducirá desde esta casa a sus partidarios hacia la recuperación de la colonia. ¡Creed y esperad!»

Franz Kafka, En la colonia penitenciaria

I

Max Weber sostenía que la tradición jurídico-política moderna surge de la identificación de dos principios, legalidad y legitimidad. El Estado moderno pretendió fundamentar el monopolio de la violencia legítima en esta coincidencia. De este modo, el Derecho positivo sería capaz de justificar el ejercicio del poder político, siempre y cuando su accionar se mantuviera dentro de lo prescrito por el estado de Derecho y por la norma jurídica. Este paradigma fue irrefutable por más de dos siglos.

Sin embargo, Giorgio Agamben ha detectado que las instituciones democráticas están en decadencia, pues la identificación de estos dos principios es insuficiente para garantizar su funcionamiento. En este sentido, señala que la democracia liberal atraviesa una crisis; por esa razón, actualmente, no sólo se cuestiona la legalidad de las instituciones, también su legitimidad. En Occidente se ha puesto en duda las reglas y las modalidades del ejercicio del poder, pero, también, los principios en los que se funda.

Los poderes y las instituciones hoy no se encuentran deslegitimados porque han caído en la ilegalidad; más bien es cierto lo contrario: la ilegalidad está tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su legitimidad. Por eso es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción –sin duda necesaria- del poder judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho. La hipertrofia del derecho, que pretende legislar sobre todo, antes bien conlleva, por medio de un exceso de legitimidad formal, la pérdida de legitimidad sustancial.[1]

Esta crisis generalizada es uno de los motivos por los que en las últimas dos décadas ha revivido el interés por la obra de Carl Schmitt, uno de los teóricos políticos y juristas más influyentes del siglo XX pero, también, uno de los más estigmatizados. Durante muchos años fue excluido de la academia porque se le consideraba la mente maestra que creó la estructura jurídico-política del nazismo, de ahí, su sobrenombre der Kronjurist des Dritten Reich.

Su obra se centra en la contraposición orden-conflicto, característica de los ámbitos del Derecho y de la política. En su pensamiento se revela una profunda crítica al anarquismo y al marxismo, pero, sobre todo, al liberalismo. Sin duda, fue un gran partidario de la Realpolitik. Como férreo crítico de la modernidad, en su pensamiento destacan varios puntos de encuentro con la Escuela de Frankfurt, como el uso de la dialéctica o la denuncia de la presencia de una dimensión mítica en la racionalidad ilustrada.

II

Hans Kelsen, retomando las tesis de Kant, reconoce que el Derecho es una entidad dinámica –es decir, en constante producción-. Sostiene que la norma jurídica se crea a partir de la forma del Estado –entendida como un conjunto de normas generales contenidas en la Constitución-, es decir, la norma se crea a partir del propio ordenamiento jurídico, estableciendo una lógica autorreferencial; de tal modo que el principal atributo del Derecho radica en su coherencia interna.[2]

Schmitt se opone abiertamente al normativismo y al racionalismo jurídico. A diferencia de Kelsen, niega que la norma pueda instaurarse a sí misma. De hecho, sostiene que todo el orden –incluyendo el orden jurídico- se deriva de una decisión, pues, para él, todo Derecho es un derecho de situación. En este sentido, concuerda con la estructura soberana postulada por Hobbes: «Auctoritas, non veritas fácit legem»[3] –«La autoridad y no la verdad es la que produce la ley»-.[4] Desde esta perspectiva, concibe la legitimidad como un principio sustancial superior que es inherente a toda autoridad estatal. Por tanto, la legalidad representaría un epifenómeno o un efecto de la legitimidad.

De acuerdo a Schmitt, la vitalidad de cualquier institución política depende de estos dos principios, «auctoritas» y «potestas». Pero, aunque ambas deben estar presentes, no necesariamente tienen que coincidir. La legalidad y la legitimidad son parte de la misma maquinaria política. Por ello, no se puede imponer una sobre la otra; ya que, de algún modo, siempre se mantienen operando simultáneamente, pero, no siempre, de forma coordinada.

Por esa razón, ni la justicia ni la legitimidad pueden ser obviadas de la praxis social. Pero en la praxis de las democracias contemporáneas, estos ámbitos han dejado de ser un problema político y sustancial, y se ha convertido en cuestión meramente procedimental. Se desenvuelven en torno a las normas que vetan y castigan, pero no son capaces de entender la crisis del cuerpo social, que cada día es más profunda.

Desde la perspectiva liberal, el paradigma del mercado autorregulado es capaz de sustituir al de la justicia. Por ello, siguiendo criterios meramente técnicos, se pretende gobernar una sociedad cada vez más ingobernable. Pero, para Schmitt, la justicia no puede quedar como mera idea, inerte e impotente frente al Derecho y a la economía. Por ese motivo, como respuesta a esta tendencia, advierte de los graves conflictos que ha producido y rastrea su origen hasta el siglo XVI. Además, sostiene que se ha agravado sus consecuencias a partir del siglo XIX, cuando se amalgaman dos tendencias, la estético-romántica y la técnico-económica.

Schmitt logró describir el proceso de racionalización de la política y la creciente implementación de la tecnología en todas las esferas de la vida en Occidente. Una de sus principales consecuencias ha sido la secularización y la despolitización de la política. Subsiste un intento de crear en el Estado, siguiendo el modelo de las ciencias naturales –totalmente opuesto al de la teología-, una esfera neutra donde los partidos intentan alcanzar acuerdos a través de la discusión y el consenso. Este cambio paradigmático provocó la despolitización de la política, es decir, la negación de los principios que la justificaban y la reducción de la legitimidad un proceso técnico-jurídico.

Hoy en día no hay nada más moderno que la lucha contra la política. Los financieros estadounidenses, los técnicos industriales, los socialistas de tendencia marxista y los revolucionarios anarcosindicales se unen en la exigencia de que se elimine el dominio subjetivo de la política sobre la objetividad de la vida económica. Sólo debe hacer tareas técnicas y de administración, por una parte, y económicas y sociológicas, por otra, y ningún problema político. El pensamiento económico técnico que rige la actualidad es incapaz de percibir siquiera una idea política. El Estado moderno realmente parece haberse convertido en lo que Max Weber veía en él: una gran empresa.[5]

El desarrollo técnico afectó todos los ámbitos de la sociedad. El impacto que tuvieron los nuevos inventos generó una nueva fe en el progreso. En este sentido, el pensamiento del siglo XIX está marcado por la idea del progreso técnico. Se considera, en consecuencia, que las condiciones sociales y económicas pueden modificarse con gran rapidez. Se creía que cualquier problema podía resolverse a través de la técnica.

La racionalidad moderna, aparentemente, está libre de dogmas. Sin embargo, para Schmitt, los postulados económicos, en los que se funda la democracia liberal, como la libertad industrial y el comercio, son producto de un nuevo núcleo metafísico. A pesar de que, con la Ilustración, desaparecen todas las ideas teístas y el concepto tradicional y los fundamentos de la legitimidad teocrática, en la neutralidad positivista subsiste la noción de un panteísmo. Pero, ahora, se derivaría de la inmanencia de lo objetivo.

Ellas se saltaron todas las etapas intermedias que marcaron el pensamiento de las élites dirigentes, y entre ellas la religión de los milagros y del más allá se convirtió, sin solución de continuidad, en una religión del milagro técnico, de las conquistas humanas y del dominio sobre la naturaleza. Una religiosidad mágica da paso a una técnica no menos mágica. Y así el siglo XIX mostrará ser en sus comienzos no sólo la era de la técnica sino también de la fe ciega en ella.[6]

De hecho, Schmitt detecta que las grandes ideas de la teoría jurídico-política del siglo XIX surgen del concepto de inmanencia tal como la tesis democrática de la identidad de gobernantes con los gobernados, la teoría orgánica del Estado y su identidad entre Estado y soberanía, la teoría jurídico-estatal de Krabbe y su identidad entre soberanía y orden jurídico y la teoría de Kelsen de la identidad entre Estado y orden jurídico.[7]

La pregunta sobre el significado de la tecnicidad permanece abierta. Pues, para Schmitt, las explicaciones materialistas imposibilitan el análisis aislado de las consecuencias ideológicas, porque sólo son capaces de distinguir encubrimientos, reflejos y representaciones. Por ese motivo, sostiene que el racionalismo, en su versión vulgar, que interpreta únicamente en función de los procesos materiales, tiende a caer en interpretaciones irracionales.

En la mentalidad de esta época, todo depende de que se organice correctamente la producción y la distribución de los bienes; así, por inmanencia, todos los demás problemas se resolverían, pues se encuentran en un segundo plano. Así, se aprecia un doble movimiento, lo económico transforma el sentido de los conceptos teológicos, y, en consecuencia, se les atribuye a los economistas un carácter espiritual con capacidad de dirección.

El estado liberal europeo se planteó a sí mismo como un «stato neutrale ed agnóstico» –«estado neutral y agnóstico»-. Se trata de un síntoma de la neutralidad en la cultura propia de la era técnica. Para Schmitt, el transcurrir del tiempo es representado por una serie progresiva de neutralizaciones. El punto más álgido de esta transición es el paso de la tradición cristiana a un sistema científico-natural. Con esta transformación se intentaba encontrar un mínimo de coincidencias y premisas comunes que pudieran garantizar, a través del entendimiento común, la paz y la seguridad.

A primera vista, la maquinaria jurídica se nos presenta como la concreción de una racionalidad impersonal; una pluralidad de normas, basadas en una unidad jurídica, que reducen a la burocracia estatal a mero modo funcional. El Derecho, en este sentido, se proyecta como una instancia exacta y objetiva. La validez de la norma no dependería de ninguna mediación externa, sino de un acto de instauración jurídica. Sin embargo, tal como insiste Walter Benjamin, el lenguaje de la justicia no se relaciona, cuando menos de manera directa, con la lengua tecnificada en la que se redactan las sentencias.[8]

Con la neutralización de la política no se instituyó una nueva forma de igualdad, sino una zona de indiferencia, es decir, un espacio en el que cualquier corriente podía tomar el control del Estado. El propio Schmitt lo atestiguó. El nazismo se sirvió de una de los textos jurídicos más avanzados del liberalismo, la Constitución de Weimar, y la utilizó como legitimador de su régimen totalitario. Debido a la despolitización, el Derecho, en vez de fungir como límite del ejercicio del poder, como había sido pensado, se convirtió en su herramienta.

III

A juicio de Schmitt, la validez de la ley y del sistema jurídico, no depende de la eficacia de la norma singular, sino de que se encuentre en una situación en la que el orden jurídico pueda ser vigente. El soberano es el responsable de crear la situación.[9] El orden jurídico, por tanto, implica un sistema compacto que no admite lagunas en la ley, es decir, que no puede dejar de aplicarse por falta de un precepto –en todo caso, lo que existiría sería una deficiencia de las técnicas, que podría solventarse por medio de la interpretación-.

Desde la perspectiva schmittiana, no existe ninguna norma que pueda ser aplicada en el caos. Por tanto, la «decisión»[10] sobre la «excepción» es la estructura político-jurídica originaria. El caos debe ser incluido mediante la creación de una zona de indiferenciación entre el exterior y el interior del Derecho, es decir, entre el caos y la situación normal. A través de la «excepción», tanto lo que está incluido y como lo que ha quedado excluido adquieren su sentido originario. A través de una exclusión inclusiva se abre el espacio en el que se pueden establecer límites entre lo interno y lo externo y de los territorios en los que es posible asignar normas determinadas.

La paradoja de la soberanía se enuncia así: «El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico». Si soberano es, en efecto, aquél a quien el ordenamienro jurídico reconoce el poder de proclamar el estado de excepción y de suspender, de este modo, la validez del oden jurídico mismo, entonces «cae , pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que se tiene competencia para decidir si la Constitución puede ser suspendida in toto»… La precisión «al mismo tiempo» no es trivial: el soberano, al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, se sitúa legalmente fuera de ella. Y esto significa que la paradoja de la soberanía puede formularse también de esta forma: «La ley está fuera de sí misma», o bien: «Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley».[11]

Partiendo de la máxima latina «nécessitas legem non habet» –«la necesidad no tiene ley»- se suele afirmar que la «excepción» –«Ausnahme»- carece de importancia jurídica. Pues, para Immanuel Kant –pilar fundamental de la dogmática jurídica-, ya no es posible considerar el derecho de necesidad como parte del Derecho. Desde esta postura, se asume que las medidas excepcionales, al ser fruto de los periodos de crisis política, no corresponden al ámbito jurídico-constitucional, sino al terreno político.

La dificultad para definir «estado de excepción» –«Ausnahmezustand»-[12] parte de su íntima relación con la guerra civil, la insurrección y la resistencia, es decir, con lo opuesto a la situación normal. Al igual que estas figuras ambivalentes, el «estado de excepción» se ubica en una zona incierta entre el Derecho público y el hecho político; no se puede desligar a la «excepción» del Derecho, puesto que el propio orden jurídico da lugar al caso excepcional a través de su suspensión.

Ante un caso excepcional, el Estado suspende el derecho por virtud del derecho a la propia conservación. Los dos elementos [la norma y la decisión] que integran el concepto del orden jurídico se enfrentan uno con otro y ponen de manifiesto su independencia conceptual. Si en los casos normales cabe reducir al mínimo el elemento autónomo de la decisión, es la norma la que en el caso excepcional se aniquila. Sin embargo, el caso excepcional sigue siendo accesible al conocimiento jurídico, porque ambos elementos — la norma y la decisión — permanecen dentro del marco de lo jurídico.[13]

Ya que no existe una teoría jurídica que le reconozca a la «excepción» el rango de «configuración última de los hechos» –en el Derecho positivo-, Carl Schmitt recurre a Kierkegaard para definir a la excepción como condición de posibilidad de la validez de la norma jurídica y, en consecuencia, de la autoridad estatal.[14]

Por definición, la «excepción» rompe con cualquier determinación general. Sin embargo, revela un elemento específicamente jurídico: la «decisión» –«Entscheidung»-. Walter Benjamin concibe a la norma jurídica como una «decisión» tomada en un lugar y tiempo determinado, referida a una categoría metafísica que la justifica.[15]

El orden jurídico-político tiende a incluir aquello que ha expulsado, ya que sólo puede tener soberanía sobre aquello que es capaz de interiorizar[16]; por ello, el vigor de la Ley depende de su disposición a mantenerse en relación con su exterioridad. El ordenamiento del espacio que, según Schmitt, da lugar al «nomos soberano», no surge únicamente de la «ocupación del espacio» –«Landnahme»[17], es decir, de la identificación entre la «organización del espacio» –«Ortung»- y la fijación del «orden jurídico» –«Ordung»-, sino, sobre todo, de la «ocupación del afuera» –«Ausnahme»-, de la «excepción»[18].

La excepción es, en este sentido, la localización (Ortung) fundamental, que no se limita a distinguir lo que está dentro y lo que está fuera, la situación normal y el caos, sino que establece entre ellos un umbral (el estado de excepción) a partir del cual lo interior y lo exterior entran en esas complejas relaciones topológicas que hacen posible la validez del ordenamiento.[19]

Pocas afirmaciones son tan precisas para comprender la fuerza normativa de lo fáctico como el inicio de Teología Política: El soberano es quien decide sobre el estado de excepción.[20] Siguiendo a Bodin, destaca que la facultad de suprimir la ley vigente es el significado más profundo de la soberanía, de ahí se desprenden los demás atributos del soberano –la declaración de guerra, el nombramiento de funcionarios y la prerrogativa de indulto-.[21].

En este sentido, Schmitt sostendría que la esencia de la soberanía no radica en el monopolio coercitivo, ni de la violencia legítima, sino en el monopolio de la decisión que se separa de la norma jurídica. La razón es que, para él, no se requiere del Derecho para crear derecho. La norma no sólo puede ser confirmada por la excepción.

Schmitt, en este sentido, afirma que la soberanía estatal se manifiesta a través del monopolio de la «decisión» de declarar un «estado de excepción»[22]; por ello, la «decisión», como condición de posibilidad de la autoridad estatal y de la vigencia del Derecho, no solamente significa la mera expresión de voluntad de un sujeto jerárquicamente superior a cualquier otro, también representa la inscripción de una exterioridad dentro del orden jurídico que le dota de sentido.

La norma jurídica, de aplicación consuetudinaria, es incapaz de abarcar la excepción absoluta, por lo tanto, no puede fundamentar la decisión de si se trata de un verdadero caso excepcional, ni mucho menos tipificarlo. No debe entenderse como una imprecisión teórica, sino como un caso extremo que rompe radicalmente con la normalidad. Tampoco se trata de una laguna en el texto constitucional, sino en el derecho mismo y no existe ninguna operación jurídica que pueda subsanarla; es donde el Derecho público se termina. En el estado de excepción no se está fuera de alguna ley, sino de la Ley en sí.

En el estado de excepción, el contenido de la competencia del soberano es necesariamente ilimitado. Su actuar no está sometido a ningún control. Aunque la praxis constitucional divide las competencias en diversas instituciones, de tal modo que se limitan y equilibran mutuamente, en el caso extremo se suspende, por definición, todas las obligaciones y limitaciones adquiridas por el soberano. Según Schmitt, el soberano sólo está obligado a cumplir sus promesas mientras correspondan al interés del pueblo; cuando la necessité est urgente el soberano puede violar tales promesas, alterar las leyes o suprimirlas por completo.

La excepción es lo que no puede subordinarse a la regla; se sustrae a la comprensión general, pero al mismo tiempo revela un elemento formal jurídico específico, la decisión, con total pureza. En términos absolutos, el caso de excepción existe cuando apenas ha de crearse la situación en la que los preceptos jurídicos pueden valer. Toda norma general requiere de una organización normal de las condiciones de vida a las que somete a su reglamentación normativa. La norma necesita un medio homogéneo. Esta normatividad fáctica no es una simple condición externa que el jurista pueda pasar por alto; antes bien forma parte de su validez inmanente. No existe una norma que pueda aplicarse al caos. Debe establecerse el orden para que el orden jurídico tenga sentido. Hay que crear una situación normal, y es el soberano el que decide de manera definitiva si este estado normal realmente está dado. El soberano crea y garantiza en su totalidad la situación en conjunto.[23]

El argumento último en el que Schmitt funda la legitimidad del estado de excepción es en el derecho de autoconservación. Si el Estado quiere garantizar su supervivencia, debe contemplar la posibilidad de que el derecho quede suspendido. De este modo, no se cae en la anarquía ni en el caos, por ese motivo aún se puede hablar que subsiste un orden en sentido jurídico, pero distinto al orden jurídico. Las medidas ilimitadas no representan una disolución de toda consideración jurídica y una transmisión de la soberanía al ejecutivo. Se trata de una medida de carácter fáctico y, en cuanto tal, no puede ser un acto legislativo, ni de administración de justicia.

Al ser considerado un medio técnico-administrativo, en el que la autoridad podía hacer lo que le pareciera necesario, se recurrió al «estado de excepción» para combatir al enemigo interno, limitando las garantías constitucionales, en particular la libertad personal y la libertad de prensa.[24] Para el derecho de excepción, invocado por el estado de necesidad, las libertades representan un problema de soberanía. Todas las partes reconocen que el ejercicio de la soberanía está vinculado a facultades legalmente reguladas, pero la soberanía supone, por principio, un poder estatal ilimitado –que permanece latente- y su vinculación con la regulación ordinaria sólo tiene validez en el caso normal; en la monarquía, la excepción no representaba un apoderamiento para el caso de necesidad, sino una expresión de su soberanía Por tanto, no se consideraría inconstitucional adoptar órdenes que contravinieran las leyes existentes e, incluso, la misma Constitución –si era necesario para asegurar el orden existente a juicio del Rey-. Si bien el soberano no podía modificar el contenido de la Constitución, tenía la obligación de asegurarla y protegerla de modificaciones; por ello, se le dotaba de un «poder supremo» –«pouvoir suprême»- que le facultaba para pasar por encima del ordenamiento legal.

En este sentido, Schmitt recuperaría el concepto de soberanía ilimitada, cuando menos en potencia, para enarbolar un fundamento jurídico de la dictadura. Pues, si la soberanía es considerada como la omnipotencia estatal, la Constitución no establece una delimitación integral de los poderes, únicamente abarca su contenido calculable.[25] La soberanía, entonces, se convierte en una facultad, ilimitable por principio, para decidir lo que se debe hacer de acuerdo a la exigencia de la situación en interés de la seguridad estatal, sin necesidad de prestar atención al orden constituido.

El principio monárquico, que tan diversos contenidos políticos y de teoría del Estado pudo recibir, tiene aquí jurídicamente el sentido de una distinción entre una manifestación ordinaria, es decir, abarcada por una regulación jurídica y por tanto delimitada, y una manifestación extraordinaria, es decir, inmediata, de la plenitudo potestatis ilimitada a que se refieren las facultades de la soberanía. Sólo una literatura que haya perdido todo sentido para el problema jurídico fundamental de la teoría del Estado, que es la oposición entre derecho y realización del derecho, puede descubrir aquí en la distinción entre sustancia y ejercicio de la soberanía una nimiedad escolástica desapercibida.[26]

El «estado de excepción» refiere a la respuesta estatal a los conflictos internos más extremos: la guerra civil, la insurrección y la resistencia, describe el momento en que el Derecho se suspende para garantizar su continuidad, incluso su existencia. También puede ser entendido como la forma jurídica de aquello que no tiene forma legal, es decir, que es incluido en la legalidad a través de su exclusión.

IV

En el siglo XX, los totalitarismos modernos implementaron, a través del «estado de excepción»,[27] una «guerra civil legal» que permitió la eliminación física no sólo de los adversarios políticos, también de categorías enteras de ciudadanos que, por alguna razón, eran inasimilable para el régimen. La dislocación de una medida provisoria –que se vuelve una técnica de gobierno- ha modificado la estructura y el sentido de las formas jurídico-políticas, produciendo un umbral de indefinición entre la democracia y el totalitarismo. Así, el estado de excepción tiende a presentarse como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea. [28]

Guantánamo se convirtió en el símbolo del espacio sin ley, donde van a parar los sospechosos de atacar al Imperio. Se considera un caso paradigmático, pues ahí están presentes dos figuras que se creían exclusivas de los Estados totalitarios: los campos de concentración y la tortura. Las intervenciones militares de los Estados Unidos en el Medio Oriente se han caracterizado por ejercer el ius belli bajo la forma de «operación de policía». Esta misión, en apariencia modesta[29], evoca, más que una ficción que oculta motivos más profundos, una revitalización de la soberanía estatal.

La lógica de excepcionalidad no sólo atenta contra la persona como sujeto de Derecho, también contra sus demás dimensiones. A los detenidos no se les considera «prisioneros de guerra», ni tampoco delincuentes, guardan una condición especial que quedan fuera del orden jurídico convencional y, al mismo tiempo, de cualquier protección o garantía legal.

Este viejo-nuevo paradigma de gobierno contraviene antiguos principios fundacionales del Derecho. El Habeas Corpus[30] fue uno de los primeros derechos inalienables en quedar supeditado a la decisión del Presidente. El contraterrorismo legitimó la suspensión práctica del Habeas Corpus, el derecho más antiguo de la jurisprudencia anglosajona –que data de la Carta Magna de 1215-, el cual impedía que un hombre fuese encarcelado a menos que así fuera dispuesto en un juicio.

Declarar a un detenido como «illegal enemy combatant» –«combatiente-enemigo ilegal»- es una prerrogativa exclusiva del Ejecutivo. Esta categoría había sido desconocida hasta ese momento. Quien queda sea estigmatizado de este modo, queda privada de cualquier derecho, tanto de los que son previstos por el Derecho Internacional humanitario, como por la Constitución de los Estados Unidos de América. Así, puede ser encerrado en una cárcel secreta o internado en un campo de concentración sin ninguna restricción legal ni alguna instrucción sobre el término de su detención. Los defensores de esta legalización excepcional argumentan que los terroristas no son combatientes regulares, por lo cual las Convenciones de Ginebra son inaplicables.

La estrategia bélica de los Estados Unidos reivindicó la fórmula de la soberanía de Schmitt: «I’m the decider –dice George W. Bush–, and I decide what is best».[31] Dicho en otras palabras, el Presidente de los Estados Unidos se asume como garante del orden y de la Ley y, por lo tanto, debe ser envestido con prerrogativas excepcionales que vayan más allá de los límites de la ley.

Schmitt definió al soberano como aquel que tiene la capacidad de interrumpir el Derecho, por lo tanto, es quien puede atribuirse el poder de conceder y ejercer el Derecho. En el «estado de excepción», el contenido de las competencias del Estado soberano es necesariamente ilimitado. Su actuar no está sometido a ningún control –su decisión no puede ser contenida dentro de la ley-.

La military order, emanada el 13 de noviembre del Presidente de los Estados Unidos –autorizando la «indefinite detention», «detención indefinida» y las «military comissions», «comisiones militares» para procesar a los no-ciudadanos que se encuentren bajo sospecha de estar implicados en actividades terroristas-, revela al «estado de excepción» como una estructura originaria del Derecho, donde se inserta al singular en el orden jurídico a través de su suspensión. El ordenamiento jurídico, bajo esta nueva forma, se funda en una noción de soberanía como una decisión existencial, es decir, la existencia misma del Estado y del Derecho se fundamenta en la «decisión soberana».

La novedad de la «orden» del Presidente Bush radica en la creación de los «detainee» –«detenidos»-, una categoría jurídicamente inclasificable que cancela todo estatuto legal del individuo. Aunque la USA Patriot Act, aprobada por el Senado el 26 de octubre de 2001, autorizaba al Attorney general poner bajo custodia a los sospechosos de actividades que pusieran en peligro la seguridad nacional de los Estados Unidos. Los detenidos debían ser expulsados o acusados de violación a la ley de inmigración o algún otro delito en un plazo máximo de siete días.

A los talibanes capturados en Afganistán se les ha negado el estatuto de PoW –«Prisioner of War», «Prisionero de Guerra»- contraviniendo lo establecido por la Convención de Ginebra, tampoco se les ha imputado algún delito de acuerdo a las leyes norteamericanas; se encuentran en una detención indefinida, no sólo en el sentido temporal, también en cuanto a su naturaleza que ha sido sustraída de cualquier control legal.

La ley se retira de los detenidos de Guantánamo, no para liberarle, sino para retirarle su personalidad jurídica. Estos detenidos no son acusados formalmente, ni hay un tribunal legal ante el que se les acuse, ni siquiera son considerados prisioneros de guerra; solamente son juzgados y condenados a ser tratados como no-personas. En Guantánamo es donde se deja sentir el peso de la violencia del orden jurídico-político, sin que haya una ley que proteja o, cuando menos, concrete.

Con la promesa de mantener la seguridad de los ciudadanos norteamericanos, el gobierno de Estados Unidos ha convertido el «estado de excepción» en la norma para aquellos que signifiquen una amenaza. Así, cualquier ciudadano sospechoso de terrorismo puede ser sometido a una jurisdicción especial que supone, no sólo una detención ilimitada, también presentarse ante comisiones militares, exentas de cualquier control legal. El escenario bélico, que ha sido definido de forma excepcional –de tal modo que no coincide con ninguna regulación vigente-, ha sido clave para justificación del uso de la violencia y la ruptura del orden internacional.

En el «estado de excepción», las leyes promulgadas por el Estado para garantizar los derechos y las libertades civíles se vuelven inaplicables, se anulan por completo; la mayor parte de la población se encuentra ante la amenaza de ser asignado a un espacio sin ley, donde sean privados del respaldo de una autoridad estatal que pueda acogerlos bajo su protección y reivindique sus derechos. El hors du nomos –fuera de la ley-, adquiere un nuevo caríz en la modernidad: no fuera de esta ley o de aquella, ni la de este país o la de aquél otro, sino fuera de la ley como tal.[32]

La creación voluntaria de un estado de emergencia permanente se convertido en una de las prácticas esenciales del Estado democrático contemporáneo. Las diferencias entre la democracia liberal y el totalitarismo, que en otros tiempos se asumían como radicales, tiende a tornarse equívoca, pues las normas jurídicas que regulaban el proceder del Estado y garantizaban la vida y la integridad del individuo han pasado a un segundo plano, una vez que la seguridad se ha convertido en la principal fuente de legitimidad.

Siempre ha existido cierta cercanía entre el soberano y la policía. Sin embargo, esta relación se ha vuelto más estrecha desde que la seguridad se convirtió en el fundamento de la legitimidad del Estado contemporáneo. Normalmente, suele pensarse que la policía está encargada de hacer cumplir el Derecho y, por tanto, su acción está sujeta a los fines del Derecho.

Pero, como demuestra Walter Benjamin, a los agentes del orden se les dota de amplias facultades, que rebasan los límites establecidos por la dogmática jurídica, investidos de un carácter excepcional. Esta novedosas formas jurídicas han convertido el «estado de excepción» en una técnica de gobierno que pretende gestionar el desorden y subsanar la crisis de legitimidad que atraviesa la democracia liberal.

[1] Agamben, Giorgio. El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2013: 12–13.

[2] Cfr. Kelsen, Hans. La teoría pura del Derecho. México: Colofón, 1987: 71–72.

[3] «La interpretación de las leyes de naturaleza no depende, en un Estado, de los libros de filosofía moral. La autoridad de los escritores, sin la autoridad del Estado, no convierte sus opiniones en ley, por muy veraces que sean. Lo que vengo escribiendo en este tratado respecto a las virtudes morales y a su necesidad para procurar y mantener la paz, aunque sea verdad evidente, no es ley, por eso, en el momento actual, sino porque en todos los Estados del mundo es parte de la ley civil, ya que aunque sea naturaleza razonable, sólo es ley por el poder soberano. De otro modo sería un grave error llamar a las leyes de naturaleza leyes no escritas; acerca de esto vemos muchos volúmenes publicados, llenos de contradicciones entre unos y otros, y aun en un mismo libro.» Hobbes, Thomas. Leviatan o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. Segunda. México: Fondo de Cultura Económica, 2001: 226–227.

[4] Schmitt, Carl. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial, 2009: 33.

[5] Cfr. Schmitt, Carl. «Teología Política I: Cuatro capiltulos sobre la teoría de la soberanía.» En Carl Schmitt, teólogo de la política, de Carl Schmitt, 19–62. México: Fondo de Cultura Económica, 2001, pp.61–62.

[6] Schmitt, Carl. «La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones.» En El concepto de lo político, de Carl Schmitt, 111–127. Madrid: Alianza editorial, 2014: 116.

[7] Schmitt, Carl. El concepto de lo político, Madrid: Alianza editorial, 2014: 51.

[8] Cfr. Benjamin, Walter. Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre. Vols. II-1, de Obras, de Walter Benjamin, 144–162. Madrid: Abada, 2007: 144.

[9] « La norma exige un medio homogéneo. Esta normalidad fáctica no es un simple «supuesto externo» que el jurista pueda ignorar; antes bien, es parte de su validez inmanente. No existe una sola norma que fuera aplicable a un caos. Es menester que el orden sea restablecido, si el orden jurídico ha de tener sentido. Es necesario de todo punto implantar una situación normal, y soberano es quien con carácter definitivo decide si la situación es, en efecto, normal. El derecho es siempre «derecho de una situación». El soberano crea esa situación y la garantiza en su totalidad. El asume el monopolio de la última decisión. En lo cual estriba precisamente la esencia de la soberanía del Estado, que más que monopolio de la coacción o del mando, hay que definirla jurídicamente como el monopolio de la decisión, en el sentido general que luego tendremos ocasión de precisar… » Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trotta, 2009: 18.

[10] « El orden y la seguridad publica tienen en la realidad concreta aspecto harto diferente según sea una burocracia militar, una administración impregnada de espíritu mercantil o la organización radical de un partido la que decida si el orden público subsiste, si ha sido violado o si está en peligro. Porque todo orden descansa sobre una decisión, y también el concepto del orden jurídico, que irreflexivamente suele emplearse como cosa evidente, cobija en su seno el antagonismo de los dos elementos dispares de lo jurídico. También el orden jurídico, como todo orden, descansa en una decisión, no en una norma.» Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trotta, 2009: 16.

[11] Agamben, Giorgio. Homo Sacer. El poder soberano y la nude vida. Valencia: Pre-textos, 2010.

[12] «A lo incierto del concepto corresponde puntualmente la incertidumbre terminológica. El presente estudio se servirá del sintagma «estado de excepción» como término técnico para la totalidad coherente de fenómenos jurídicos que se proponen definir. Este término, común en la doctrina alemana (Ausnahmezustand, pero también Notstand, estado de necesidad), es extraño a las doctrinas italiana y francesa, que prefiren hablar de decretos de urgencia y estado de sitio (político o ficticio, état de siège fictif). En la doctrina anglosajona prevalece en cambio los términos martial law y emergency powers.» Agamben, Giorgio. Estado de excepción: Homo sacer, II, I. Buenos Aires: Adriana Herrera, 2003: 27–28.

[13] Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trotta, 2009: 18.

[14] « La excepción es más interesante que el caso normal. Lo normal nada prueba; la excepción, todo; no solo confirma la regla, sino que esta vive de aquella. En la excepción, la fuerza de la vida efectiva hace saltar la costra de una mecánica anquilosada en repetición. Un teólogo protestante, que ha demostrado la intensidad vital que puede alcanzar la reflexión teológica aun en el siglo XIX, ha dicho: «La excepción explica lo general y se explica a sí misma. Y si se quiere estudiar correctamente lo general, no hay sino mirar la excepción real. Más nos muestra en el fondo la excepción que lo general. Llega un momento en que la perpetua habladuría de lo general nos cansa; hay excepciones. Si no se acierta a explicarlas, tampoco se explica lo general. No se para mientes, de ordinario, en esta dificultad, porque ni siquiera sobre lo general se piensa con pasión, sino con una cómoda superficialidad. En cambio, la excepción piensa lo general con enérgica pasión.» Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trotta, 2009: 20.

[15] Cfr. Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Madrid: Taurus, 1991: 32.

[16] «… el Estado siempre ha estado en relación con un afuera, y no se puede concebir independientemente de esta relación. La ley del Estado no es la del Todo o Nada (sociedades con Estado o sociedades contra Estado), sino la de lo interior y lo exterior. El Estado es la soberanía. Pero la soberanía sólo reina sobre aquello que es capaz de interiorizar, de apropiarse localmente. No sólo no hay un Estado universal, sino que el afuera de los Estados no se deja reducir a la «política exterior», es decir, a un conjunto de relaciones entre Estados. El afuera aparece simultáneamente en dos direcciones: grandes máquinas mundiales, ramificadas por todo el ecumene en un momento dado, y que gozan de una amplia autonomía con relación a los Estados (por ejemplo, organizaciones comerciales del tipo «grandes compañías», o bien complejos industriales, o incluso formaciones religiosas como el cristianismo, el islamismo, ciertos movimientos de profetismo o de mesianismo, etc.); pero también, mecanismos locales de bandas, márgenes, minorías, que continúan afirmando los derechos de sociedades segmentarias contra los órganos de poder de Estado.» Deleuze, Gilles, y Félix Guattari. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Cuarta. Valencia: Pre-textos, 2000: 367.

[17] En lenguaje mítico, la «tierra» está unida al derecho y a la justicia por una raíz triple: en primer lugar, la «tierra fértil» es la marca del esfuerzo y el trabajo que son recompensados con «justicia» gracias a la cosecha; en segundo lugar, el «suelo labrado» muestra líneas fijas que hacen visibles determinadas divisiones, se evidencian las medidas y las reglas según se organiza el trabajo; la «tierra» lleva sobre su superficie firme vallados y cercados que revelan la ordenación de los asentamientos humanos, las formas de poder y de dominio se hacen públicas. La «tierra» representa el premio al trabajo, el límite firme y el signo público del orden. El «mar» no contiene un vínculo tan evidente; aunque sus riquezas son extraídas como fruto del trabajo y el esfuerzo, no hay una medida fija entre la siembra y la cosecha; tampoco se puede trazar líneas fijas, los barcos no dejan huellas en su camino, «… sobre las olas, todo es ola». El «mar» no es territorio estatal, está abierto a todos de la misma manera, es el espacio de la ambivalencia; pude ser escenario de múltiples eventos al mismo tiempo: «En tal circunstancia, el pescador pacífico puede pescar pacíficamente en el mismo lugar en que la potencia marítima beligerante puede colocar sus minas, y el neutral puede navegar libremente en el mismo espacio en que los beligerantes pueden aniquilarse mutuamente con ayuda de minas, submarinos y aviones» Schmitt, Carl. El nomos de la tierra en el Derecho de Gentes del «Ius publicum europaeum». Granada: COMARES, 2002

[18] Cfr. Agamben, Giorgio. Homo Sacer. El poder soberano y la nude vida. Valencia: Pre-textos, 2010: 32.

[19] Agamben, Giorgio. Homo Sacer. El poder soberano y la nude vida. Valencia: Pre-textos, 2010: 32.

[20] Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trota, 2009: 23.

[21] Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trota, 2009: 24.

[22] «Soberano es quien decide sobre el estado de excepción… Solo esta definición puede ser justa para el concepto de soberanía como concepto limite. Pues concepto límite no significa concepto confuso, como en la impura terminología de la literatura popular, sino concepto de la esfera más extrema. A el corresponde que su definición no pueda conectarse al caso normal, sino al caso limite.» Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trotta, 2009: 13.

[23] Schmitt, Carl. Teología Política. Madrid: Trota, 2009: 13.

[24] «Es característica la fórmula con que fue ordenado el estado de sitio de Grenoble, por comunicación telegráfica del Consejo de los Ministros al comandante militar en mayo de 1816: le départamente de l’Isère doit être regardé en état de siège, les autorités civiles et militaires ont un pouvoir discrétionaire. [el departamento de Isere debe declararse en estado de sitio, las autoridades civiles y militares detentan de un poder discrecional.]» Schmitt, Carl. La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria. Madrid: Alianza Editorial, 2003: 246.

[25] Cfr. Schmitt, Carl. La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria. Madrid: Alianza Editorial, 2003: 247–248.

[26] Schmitt, Carl. La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria. Madrid: Alianza Editorial, 2003: 248.

[27] «Tómese el caso del Estado nazi. No bien Hitler toma el poder (o, como se debería decir acaso más exactamente, no bien el poder le es entregado), proclama el 28 de febrero el Decreto para la protección del pueblo y del Estado, que suspende los artículos de la Constitución de Weimar concernientes a las libertades personales. El decreto nunca fue revocado, de modo que todo el Tercer Reich puede ser considerado, desde el punto de vista jurídico, como un estado de excepción que duró doce años.» Agamben, Giorgio. Estado de excepción: Homo sacer, II, I. Buenos Aires: Adriana Herrera, 2003: 25.

[28] «Desde entonces, la creación voluntaria de un estado de emergencia permanente (aunque eventualmente no declarado en sentido técnico) devino una de las prácticas esenciales de los Estados contemporáneos, aun de aquellos así llamados democráticos.» Agamben, Giorgio. Estado de excepción: Homo sacer, II, I. Buenos Aires: Adriana Herrera, 2003: 25.

[29] « El hecho es que la policía, en contra de la opinión común que ve en ella una función meramente administrativa de ejecución del derecho, es quizá el lugar en que se muestra al desnudo, con mayor claridad la proximidad, la intercambiabilidad casi, entre violencia y derecho que caracteriza la figura del soberano. Según la antigua costumbre romana, nadie, por ninguna razón, podía interponerse entre el cónsul dotado de imperium y el líctor más cercano, portador del hacha sacrificial (con la que lleva a cabo la ejecución de la sentencia de pena capital). Esta contigüidad no es casual. Si el soberano es en verdad el que, proclamando el estado de excepción y suspendiendo la validez de la ley, señala el punto de indistinción entre violencia y derecho, la policía se mueve siempre, por así decirlo, en un tal “estado de excepción”. Las razones de “orden público” y de “seguridad”, sobre las que en cada caso particular debe decidir, configuran una zona de indiferencia entre violencia y derecho que es exactamente simétrica a la de la soberanía.»

[30] «Ten la plena potestad sobre tu cuerpo. Mostrad el cuerpo. Tengamos el cuerpo. Expresión impuesta en la Magna Carta inglesa de la Edad Media para tener la seguridad de la subsistencia y de la integridad de los detenidos, hoy aceptada por todo el Derecho constitucional.» Nicoliello, Nelson. Diccionario del Latín Jurídico. Buenos Aires: Euros Editores, 2004: 176.

[31] La Torre, Massimo. «La teoría del derecho de la tortura.» Derechos y libertades: Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, nº 17 (2007): 71–87: 73.

[32] Bauman, Zygmunt. Archipiélago de excepciones. Madrid: Katz Editores, 2008: 32.

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