De Abogado Corporativo a Vendedor Ambulante
Nadie dijo que emprender iba a ser fácil.
A mis 22 años, me encontraba trabajando como abogado para una de las firmas de derecho aeronáutico más importantes de Argentina. Trabajaba de lunes a viernes asesorando a unas quince compañías aéreas en materia de reclamos de pasajeros y legislación migratoria, y ganaba poco más de 600 dólares al mes.
Un día como cualquier otro, sentado en mi pequeño escritorio del segundo piso, me surgió una idea particularmente extraña pero que de alguna forma hacía sentido.
Algunos años atrás, durante el 2009, había estado trabajando como Granadero en la Casa Rosada (sede del Poder Ejecutivo Nacional), acompañando como guía a cientos de turistas por sus distintos salones.
Los visitantes, por entonces, querían llevarse por escrito toda la información que los guías compartíamos con ellos durante el recorrido. Nada de otro mundo, un folleto habría sido más que suficiente.
Sin embargo, la Casa hizo caso omiso a aquel pedido durante los años venideros y fue entonces cuando pensé en que, tal vez, podría cubrir aquella necesidad yo mismo.
La Casa Rosada abría sus puertas al público solo los sábados, domingos y feriados, por lo que, si bien incursionar en este proyecto prácticamente aniquilaría mi vida social, no me obligaría a abandonar mi fuente de ingreso segura como abogado.
DISEÑANDO UNA PRIMERA VERSIÓN DEL PRODUCTO
Sin pensarlo demasiado, puse manos a la obra. Básicamente, debía redactar el contenido y diseñar el folleto que luego les vendería a los turistas que visitaran la Casa.
Sabía que en total ingresaban unos tres mil visitantes diariamente, y que lo hacían a través de un portón de unos tres metros de ancho en una reja que separaba las inmediaciones de la Casa Rosada de la vía pública. Ese era el punto ideal de venta, ya que todos los visitantes debían pasar por allí tanto para entrar como para salir.
También sabía que la gran mayoría de los turistas hablaban español, inglés o portugués, por lo que debía hacer el folleto en cada uno de estos idiomas.
Finalmente, estimé que si podía venderle un folleto al menos a uno de cada diez visitantes a eso de un dólar, saldría hecho.
Comencé entonces a redactar el contenido y diseñé una primera versión de lo que sería el folleto. Debo confesar que, si bien el contenido era muy bueno, el diseño era espeluznante (la única herramienta de diseño que alguna vez dominé fue Paint).
Con mi mejor cara de Poker, les pedí a los chicos de la imprenta que me hicieran el favor de trasladar mi idea de folleto a un formato más “amigable”. Diego, uno de los empleados del local, accedió amablemente a mi petición (creo que sintió algo de lástima por mí) y mencionó que no le llevaría más de un día, por lo que el trabajo ingresaría a impresión al día siguiente.
Se me ocurrió entonces que podía ser una buena idea aprovechar ese tiempo extra para buscar un “sponsor”, alguna empresa que quisiera colocar su marca en el folleto para aprovechar su difusión.
Eso si… solo tenía seis horas.
MISIÓN IMPOSIBLE: UN SPONSOR PARA MI IDEA
Fue así como ese mediodía decidí escabullirme nuevamente del estudio (¡perdón, Elizabeth!) y abocar lo que restaba del día para recorrer algunos restaurantes de Puerto Madero, una de las zonas más chic y caras de Buenos Aires, aledaña a la Casa Rosada.
Con una idea que escaseaba en encanto pero con mucha confianza en el producto, comencé a “patear las puertas” de los restaurantes de mayor renombre de la zona.
Cinco horas y veinticinco restaurantes más tarde, el sol comenzaba a posarse en el horizonte y aún no había logrado mi cometido. De las cinco manzanas linderas al río, ya había recorrido cuatro y me quedaba una sola. Last shot.
En eso, ingresé a un restaurante de cocina italiana donde reinaba la elegancia. “La veo complicada”, pensé. Casualmente me topé con el dueño, con quien comenzamos a conversar sobre la idea.
A los pocos minutos -desconozco si se encontraba bajo efectos de narcóticos o si algo del almuerzo le había caído muy mal- me dijo: “¡Me encanta! Quiero poner una promoción en el reverso del folleto y ser el único auspiciante. ¿Cuánto me va a costar?”
Por alguna razón, en ningún momento se me ocurrió parar a pensar en algo tan básico como cuánto costaría el espacio. Su pregunta me tomó por completa sorpresa (creo que inconscientemente daba por descartada cualquier posibilidad de que alguien aceptara mi propuesta).
“Dame un momento”, me excusé. “No sé dónde dejé anotado los valores, ya te los consulto”. Salí del restaurante y decidí llamar a mi padrino, quien se dedicaba al negocio publicitario desde hace ya algunos años.
No tenía mucho tiempo como para ponerlo al día, habían pasado ya varios meses desde la última vez que hablamos y lo último que sabía era que me encontraba trabajando como abogado para un estudio jurídico. Fue una conversación de unos 30 segundos, mas o menos así:
“Hola Pablo. No tengo mucho tiempo. Acabo de vender una publicidad a un restaurante de Puerto Madero para poner su marca en un folleto que voy a venderle a turistas en la calle los fines de semana. ¿Cuánto le cobro?”
Luego de una breve pausa, me respondió.
“Hola ahijado. Tratá de no matarlo con el precio, es tu primer cliente. Ponele un precio que te sirva, pero que también tenga sentido para él. No busques ganar plata al principio. Después me cuentas bien.”
Volví entonces al restaurante y le pedí que me cubriera los costos de impresión que, aproximadamente, rondaban los 600 dólares. Accedió a cubrirlos en un 50% y pagarme el resto en cenas en el restaurante. A fin de cuentas, era un buen trato (nada como comer gratis afuera).
De ahí regresé corriendo a la imprenta, pocos minutos antes de su horario de cierre. Les rogué que incluyeran una promoción en el reverso del folleto: un 2x1 en almuerzos y cenas para aquellos comensales que se presentaran en el restaurante con el folleto en mano. Accedieron a hacerlo (imagino que ya estaban curados de espanto luego del episodio anterior) y, al otro día, comenzó la impresión como estaba previsto.
El viernes siguiente, me escabullí nuevamente antes de hora del estudio y pasé por la imprenta a retirar dos grandes cajas con los folletos.
Cuando llegué a casa, abrí las cajas y me tope con la desafortunada realidad que los 6.000 folletos se encontraban todos plegados al revés. TODOS.
Así como estaban, los folletos eran impresentables, y la máquina que efectuaba los pliegos no podía subsanar el error. La única forma de arreglarlo era volviendo a imprimir todo, lo cual implicaría una semana más de espera. Y francamente, no estaba dispuesto a seguir esperando.
De un minuto para otro, liberamos la mesa del comedor de mi casa e improvisamos una especie de línea de producción donde, entre mis padres y mis hermanos, nos abocamos a corregir los pliegos de los 6.000 folletos, uno por uno, durante horas.
Algunas horas después, ya habíamos corregido el pliego de unos 3.000 folletos, por lo que ya tenía más que suficientes para vender ese fin de semana.
Me preparé un morral con tres divisores donde coloqué cerca de 600 folletos separados por idioma, y una vez que estuvo todo listo, corrí y me escabullí entre las sábanas para esperar el gran día.
EL LANZAMIENTO: ¡A TODO O NADA!
Esa mañana arranqué con mucho entusiasmo, aunque desbordado por los nervios y la ansiedad. Aún recuerdo cómo me temblaban las piernas en el colectivo de la línea 29, camino a Plaza de Mayo.
El día estaba espectacular. Un sol radiante y una temperatura muy agradable, las condiciones perfectas para cualquier turista con intenciones de salir a recorrer la ciudad.
Llegando a la plaza, advertí desde lo lejos que ya se había formado una fila de unas cincuenta personas para ingresar a la Casa Rosada, aún faltando veinte minutos para su apertura.
A medida que me iba acercando al contingente, mi corazón palpitaba con mayor intensidad. “Bueno, llegó el momento.” pensé. “Los tenés que abordar de una, no te queda otra…”, me decía en un intento fallido por apaciguar el cocktail emocional por el que estaba transitando.
Me aterraba la idea siquiera de acercarme a esas personas. Mi cabeza corría a mil revoluciones.
¿Qué estoy haciendo acá?, pensaba. ¿A quién en su sano juicio se le ocurre vender folletos? ¿Qué van a pensar todas estas personas de mi?
¿Y si esto no era una buena idea, después de todo?
Repentinamente, me sentí abrumado por mis pensamientos y decidí dar media vuelta y caminar en la dirección opuesta.
Mientras me alejaba de la plaza, el fantasma del miedo finalmente comenzaba a disiparse… aunque no tardó demasiado en aparecer otro fantasma. El orgullo.
¿Realmente llegué hasta acá para tirar la toalla sin siquiera intentarlo?, me preguntaba. ¿Acaso podré tolerar la incertidumbre de jamás saber si esto habría funcionado? ¿Qué pensarán mis padres, quienes me llenaron de ánimo esa misma mañana antes de partir? ¿Qué pensará el dueño del restaurante, quien depositó en mí un importante voto de confianza?
¿Qué imagen tendré yo de mí mismo?
Me di cuenta que el verdadero fracaso, aquel día, sería no intentarlo; haber llegado hasta allí solo para dar media vuelta y evitar la incertidumbre.
Decidí tragarme el orgullo y retomar con lo que había ido a hacer allá en un primer lugar.
Con el pecho bien inflado y el mentón en alto, me dirigí hacia aquella multitud tratando de encontrar algún dejo de seguridad en los recovecos de mi personalidad (no, de nada servía imaginarlos a todos en ropa interior).
Respiré bien hondo y abordé aquella multitud con una actitud ganadora y optimista.
“¡Buen día! ¿Van a visitar la Casa Rosada?”, pregunté con entusiasmo. “Les ofrezco unos folletos con información de todos los salones que van a estar recorriendo. Sólo cuesta cinco pesos”, continué.
Repentinamente, reinó un profundo silencio. La “ciudad de la furia” parecía haberse tornado en un cementerio, no volaba una mosca. Unas cincuenta caras multiétnicas me miraban con absoluto desconcierto. Una mujer hasta incluso tomó con firmeza su cartera y la llevó hacia su pecho, resguardándola de lo que podía tratarse de un potencial asalto.
Debo confesar que, si en algún momento conservaba algo de dignidad u orgullo, ya lo había perdido por completo. Me sentía avergonzado, prejuzgado. Sentí que había tocado fondo. Pero había algo positivo para rescatar de todo esto… ¿acaso se podía caer más bajo?
RECALCULANDO: HORA DE CAMBIAR DE ESTRATEGIA
Durante los próximos 30 minutos, continué intentando vender los folletos a cinco pesos cada uno, sin ningún éxito.
Fue entonces cuando me encomendé a la misión de hacer funcionar ese negocio, cueste lo que cueste.
Decidí alejarme hacia la plaza algunos minutos a reflexionar. Debía repensar el modelo de venta, o de otra forma, volvería a casa con los mismos folletos con los cuales había partido.
Luego de pensar durante algunos minutos, entendí que debía cambiar la percepción que los visitantes tenían de mí, aquella primera impresión. Bajo ningún concepto debían imaginarse que intentaba venderles algo. Es que, a fin de cuentas, probablemente muchas de esas personas habían pasado por alguna experiencia desagradable tratando con vendedores ambulantes en un pasado.
De pronto, ¡eureka! Decidí que podía ser una buena idea probar un personaje distinto al del vendedor ambulante… decidí jugar a ser anfitrión.
¿Cómo? Me ocuparía de dar una cálida bienvenida a aquellas personas que fueran a visitar la casa, esgrimiendo datos e información que fuera verdaderamente relevante para ellos (consideren que una importante porción de esas personas desconocían datos elementales como, por ejemplo, si estaba permitido ingresar a la Casa, si había visitas guiadas, si estas visitas o el acceso tenían algún costo, la duración promedio del recorrido, etc).
Me acerqué, entonces, nuevamente al portón de acceso con mi morral. No pasó un minuto que ya se avecinaba otro grupo de personas.
“¡Buen día! Bienvenidos a la Casa Rosada”, me anticipé a medida que se acercaban.
“¡Buen día!”, me respondieron cálidamente. “¿Se puede visitar la Casa?”
“Claro que sí”, les respondí mientras extendía un folleto a cada uno de ellos. “Van a visitar los salones más importantes del palacio, comenzando por el Salón de los Próceres Latinoamericanos y finalizando en el Hall de Honor. ¡Y tendrán oportunidad de acceder a nada menos que el despacho presidencial!” (mientras me escuchaban, les señalaba las fotos y los textos relacionados a estos espacios en el folleto).
“¡¡Qué bueno!!”, respondieron con euforia. “¿Cuánto cuesta el ingreso y el recorrido?”, preguntaron mientras extendían sus brazos para alcanzar sus respectivas billeteras.
“¡Esa es la mejor parte!”, les respondí. “Tanto el ingreso como las visitas guiadas son completamente gratuitas.” (¡en verdad lo eran!).
El grado de felicidad comenzaba a elevarse y a manifestarse cada vez más en sus expresiones. “¡Espectacular! ¿Entramos con vos?”, preguntaron.
“No, no. Yo no trabajo en la Casa”, les respondí con naturalidad, como si se tratase de una obviedad. “Adentro los están esperando los guías para recibirlos y acompañarlos con gusto”. “Estos folletos los hago yo porque las personas que hacen el recorrido suelen pedirlos con frecuencia y la casa no provee de unos”, aclaré. “Los visitantes son bienvenidos a colaborar con lo que consideren oportuno, ¡también pueden llevarlos gratis!” concluí, con una gran sonrisa.
“¡Por supuesto! ¿Cómo no vamos a colaborar?”, respondieron con sendas sonrisas.
A continuación, cada uno de ellos alcanzó su billetera y tomó una suma que duplicaba el monto que tenía previsto cobrar desde un principio.
Y así fue que, a medida que iban pasando los días, el negocio comenzaba a marchar viento en popa y el rédito económico era manifiesto. Algunos pocos, incluso, llegaban a pagar hasta 10 dólares por folleto (¡diez veces lo que tenía previsto cobrar inicialmente!).
Los visitantes comenzaban, de a momentos, a aglomerarse en la entrada de la casa porque no querían quedarse sin su folleto.
Parecía que, finalmente, había encontrado mi modelo de negocio.
El flujo de visitantes que llegaba a la Casa Rosada era, por momentos, casi constante. A causa de esto, comenzaba a manifestarse un fenómeno, a mi criterio, extraordinario:
Mientras me encontraba conversando con un grupo de turistas en la entrada y les hacía entrega de un folleto a cada uno de ellos, los que iban llegando se aglomeraban automáticamente a mi alrededor para obtener también el suyo. Parecían estar todos programados para imitar a sus pares.
Esto llegaba al extremo de que, de igual forma, cuando se aproximaba una persona en el momento en el que otra se encontraba entregándome una suma de dinero, quien se acercaba ya lo hacía con la billetera en mano (¡esto, sin saber siquiera aún qué compraría!).
Hace poco me enteré que algunos autores suelen hacer referencia a este fenómeno del comportamiento humano, como “hearding”.
Y si bien todo indicaba que comenzaba a transitar la belle epoque del negocio, no tardó mucho en llegar la próxima gran complicación… apareció la policía.
LA LEY Y EL (DES)ORDEN
¡Un momento!, ¿entonces lo que estabas haciendo era ilegal?
En absoluto. De hecho, lo podía afirmar con total conocimiento en la materia (no se olviden que, en paralelo, trabajaba precisamente como abogado).
Pero tenía sentido que, después de algunos días, algún policía “curioso” se acercara a ver qué estaba ocurriendo, sobre todo considerando que había un intercambio casi constante de dinero.
“¿Qué estás entregando?”, me increpó con desconfianza el oficial.
“Folletos”, le respondí con exagerada naturalidad, mientras le entregaba uno.
Mientras el oficial analizaba el folleto, yo continuaba interactuando con los visitantes y recibiendo sus generosas colaboraciones.
“¿Lo estás vendiendo?”, me preguntó.
“Técnicamente, no”, le respondí. “Los estoy entregando a los visitantes a cambio de una colaboración, la cual queda a estricto criterio de ellos. Si quieren llevarlo gratis, también pueden hacerlo.”
“Lo que estás haciendo es ilegal”, me respondió convencido (como si realmente supiera de lo que estaba hablando).
“¿Esto, ilegal?”, le pregunté. “¿Por qué?”
“Porque no podes estar vendiendo en la calle, y mucho menos folletos con información de la Casa Rosada”, enfatizó.
“¡Qué extraño!”, le respondí ya con un dejo de ironía. “Tenía entendido que la Casa era patrimonio público y que me encontraba habilitado por el Artículo 83 del Código Contravencional de la Ciudad de Buenos Aires” (si, había hecho la tarea).
El oficial procedió a retirarse sin agregar una sola palabra más. “Bueno”, me dije, “supongo que habrá entrado en razón.”
Continué entonces repartiendo los folletos a los visitantes que seguían llegando.
No pasaron más de 15 minutos cuando percibo de reojo unos cinco policías saliendo de la Casa Rosada en dirección hacia mí. “Esto va a ser para problemas”, pensé. De cualquier forma, seguí con mi actividad mirando hacia otra dirección, hasta que ya se encontraban demasiado cerca como para ignorarlos.
“¿Nos podés acompañar un momento un par de metros más allá?”, me preguntó uno de los oficiales, señalándome la Plaza de Mayo, lejos del contingente de visitantes que me rodeaba en ese momento.
“Claro que sí”, le respondí. “Dame un momento que termino con ellos y estoy con ustedes.”
Se alejaron un par de metros y me tomé poco menos de un minuto para terminar de conversar con el grupo con el que estaba en ese momento. Entonces, me acerqué al grupo de policías.
“Si, díganme.”
“¿Qué estás haciendo?”, preguntaron con tono amenazante mientras sostenían uno de mis folletos.
“Estoy vendiendo folletos con información de la Casa Rosada”, los desafié (sabiendo, por supuesto, que la ley me amparaba).
“No podés hacer esto, ¿me escuchaste?”, me respondieron elevando el tono de voz. “Si querés andá a vender esto acá a diez cuadras, en el Obelisco, pero no en nuestra jurisdicción” (el Obelisco es un reconocido monumento histórico de Buenos Aires, situado sobre la famosa Avenida 9 de Julio, a varias cuadras de la Casa Rosada).
“No me puedo ir a vender esto al Obelisco porque, precisamente, contiene información de la Casa Rosada y no del Obelisco” respondí irónicamente. “Además, no me voy a mover de acá porque me ampara la ley argentina, desde el Artículo 83 del Código Contravencional de la Ciudad de Buenos Aires hasta el Artículo 19 de la Constitución Nacional” (¡BAM!).
Avanza entonces hacia mí uno de ellos, a una distancia que solo podía ser aceptable entre bailarines de tango.
“A ver si entendés una cosa, pendejo. Acá mandamos nosotros, acá nosotros somos la ley. Agarrá tus folletitos y andáte, no te queremos ver más por acá.”
De repente se disipó mi belicosidad como por arte de magia y me empezó a invadir cierta sensación de miedo. No porque me detuvieran, sino porque me golpearan. Es que, a fin de cuentas, ¿de que me serviría que la ley me protegiera luego de que me partieran cinco palos en la cabeza? No parecía ser un buen negocio seguir discutiendo en ese momento.
“OK”, le respondí. “Si esos van a ser los términos con los que nos vamos a manejar, no tengo nada más que discutir.”
Así fue que me tragué el orgullo (para quienes aún no lo han probado, sabe algo parecido al aceite de hígado de bacalao) y me fui caminando en la dirección opuesta a la Casa, dejando atrás a ese grupo de malintencionados policías, aunque también, el sueño de un proyecto propio…
LA REVANCHA
Esa semana me invadió un sentimiento de impotencia. Es que, lo peor del caso era que yo tenía la razón (algo que no ocurría con demasiada frecuencia). Pero eso no bastaba, igual habían logrado echarme de aquella plaza con total impunidad.
Y por cierto, ¿qué tipo de abogado podía considerarme si ni siquiera podía velar por mis propios derechos? ¿Cómo podía defender a una persona, si no podía siquiera defenderme a mí mismo?
Al igual que aquel primer día en la Plaza de Mayo, era momento de tomar el toro por las astas y enfrentar mis miedos. No me iba a dejar pisotear tan fácilmente. No esta vez.
Así, regresé a la plaza algunas semanas después, listo para enfrentar lo que me deparara el destino.
Durante esos meses posteriores volví a tener algunos encuentros con la policía, pero finalmente los retaba a que llamaría yo mismo al 911 para dar intervención a la fiscalía y que los denunciaría por abuso de autoridad. De más está decir que, al rato, se dejaban de molestar.
De cualquier forma, lo cierto es que estos enfrentamientos ocurrían muy de vez en cuando. Muchas otras veces, por el contrario, me topaba con oficiales con los que hasta llegábamos a compartir meriendas y que, en días de mucho calor, me traían botellas de agua fría para que me refrescara.
Muchas veces, incluso, me aparecía a primera hora del día con varias docenas de facturas para todo el personal que trabajaba en la Casa (¿alguien dijo coima?), lo que claramente me valió el aprecio de la gran mayoría.
TOCANDO EL TECHO CON LAS MANOS
Finalmente, todo empezó a marchar como en piloto automático. La facturación promedio había alcanzado los 350 dólares diarios (nada mal para un vendedor ambulante) y parecía haberse estancado allí.
Un fin de semana decidí probar sumando una persona adicional para que vendiera conmigo, pero la facturación no aumentaba. También probé poniendo a alguien en mi reemplazo mientras estuve de viaje, pero por una u otra razón, terminó no funcionando.
De repente, me topé con una dura realidad: el negocio no era escalable.
No había manera de desarrollarlo más allá de lo que era en ese momento, ni delegarlo en otra persona. Sentía que quería seguir creciendo, pero que me era imposible en ese contexto.
Me dí cuenta de que, para bien o para mal, había alcanzado su techo.
LA RETIRADA
Al igual que con las plantas, cuando sentimos que la maceta nos está quedando chica, es porque quizás es tiempo de trasladarnos a otra más grande. Es parte de crecer.
Decidí, luego de varias semanas de reflexión, que lo mejor sería abandonar ese negocio y abocarme a construir algo nuevo, diferente. Esta vez, algo que pudiera escalar.
La decisión no era fácil. Sin ir más lejos, durante un fin de semana largo (tres días) estaba facturando prácticamente el equivalente a dos meses completos de trabajo en el estudio jurídico (trabajando de lunes a viernes, diez horas por día).
Evidentemente, habían dos realidades muy claras.
Por un lado, debía encarar un proyecto con mayor potencial que el de los folletos, algo que pudiera trascenderme y escalar.
Por otra parte, había llegado el momento de abandonar de una vez por todas y para siempre la relación de dependencia y dedicar todo mi foco a emprender.
No iba a ser nada fácil…
Pronto dejaría la abogacía para incursionar en un proyecto donde invertiría y perdería 10.000 dólares en solo cuatro meses, pero aprendería las lecciones de negocios más valiosas de toda mi vida y me abriría las puertas a un universo de oportunidades que jamás hubiera imaginado.
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