Veinte años de Kid A

José Santamarina
8 min readSep 12, 2023

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(Publicado en La Agenda en octubre de 2020)

Hasta los 19 años, yo no sabía que Radiohead era una cosa. Ya estaba ahí, lo supe después, y me había pasado por el costado varias veces, pero nada en este mundo existe del todo hasta que uno se frena y lo mira.

En enero de 2004 yo estaba en Pinamar, sentado sobre un borde de cemento, de espaldas al samba en que mis amigos desafiaban los límites de la cerveza ondulante en sus organismos, encandilado por los rayos láser del escenario que se armaba para recibir a Catupecu Machu, mirando a los grupos de chicas que zafaban de los patovas con petacas en la cartera, y pensando en ella. En cómo es que no había llegado, si ya eran las tres.

Otra versión de mi memoria dice que estaba tomando envión, que es lo que hacemos los fóbicos cuando entramos a un boliche y enfocamos el paisaje: nos preguntamos qué carajo es esto, y entonces ya no hay experiencia posible para nosotros ahí.

Distrito Camel era un mapa inmenso sobre la ruta 11, un plano bailable con pretensiones de feria o de parque de diversiones al que se entraba empujándose un rato largo en la fila larga, cuidándose de no enganchar el buzo en el alambre de púa, de esos emprendimientos de verano que desafiaban las leyes de la compresión humana y que tenían, sin saberlo, su última temporada de irregularidades hasta que sucediera Cromagnon.

La encontré recién a las cuatro, en pleno show de Catupecu, y me dijo que ya estaba bien, que le gustaba otro, que había llegado tarde porque estaba en la playa con ese otro.

Era mi primera relación seria y duró un mes, pero cuando volví a Buenos Aires hice lo posible porque el sufrimiento me durara el doble, o el triple, o todo lo que pudiera. Pensaba: esto es mío, hija de puta, y no me lo vas a sacar tan fácil.

En La Horqueta había una disquería 80% pirata, que ponía en vidriera los CDs importados y adentro apilaba las copias de Verbatim con sus tapas impresas en el acto. El dueño, que me veía venir en bicicleta, se apuraba a recomendarme lo último que había descargado de Napster o de eMule y habrá creído que me encajaba Hail To The Thief, la ultima novedad de Radiohead, por su habilidad vendedora, aunque yo puse los treinta pesos por los colores de la tapa.

Lo que siguió fueron mil horas del disco dando vueltas en el grabador de mi cuarto, y en la alfombra, al pie de la cama, mi cuerpo desplegado como un ángel pero sin la nieve: la espalda sobre el plano firme, las piernas y los brazos abiertos, la mirada contra el ventilador apagado, la música haciendo lo que sabe, y en este caso un efecto de realidad que nunca había sentido con ninguna otra cosa. Como si todo lo que tenía adentro estuviera ecualizándose con el resto del universo.

En esa época aprendí que la puerta de mi habitación no estaba sólo para abrirse a la mañana; también podía cerrarse a la tarde, cuando el resto de la casa era un organismo vivo, para desprenderme de la Pangea familiar y reconocerme ahí adentro como un hombre en construcción hacia no sé dónde. Había atravesado la adolescencia sin grandes rebeldías, incubando el quilombo de estar vivo en silencios cada vez más largos, incapaz de conectarme con el mundo adulto sin juzgarlo y encontrando en la relación con algunos amigos las dosis mínimas de expresión sincera sobre lo que pensaba y lo que me pasaba. Nunca nada me entendió como me entendió Radiohead en ese tiempo y nunca le pedí tantas veces a una misma canción que me volviera a entender como lo hice con There, There, esperando en cada vuelta que la estampida de los tambores se aplacara por la dulzura de esa voz redentora en esa línea confusa pero implacable:

Just ’cause you feel it doesn’t mean it’s there.

Llegué tarde y de forma desordenada a la discografía de Radiohead, pero en el consumo voraz que siguió a esa primera experiencia me di cuenta rápido de que estaba siendo parte de algo. La timidez y la tendencia a la soledad requieren siempre la ilusión de que nadie me entiende y el modo un poco torturado de querer que las cosas me hablen, como si un atardecer o una película pudieran lograr lo que no logran las personas. Radiohead sacó ese viaje para afuera, que es toda la diferencia entre hacerse el sufrido y ser parte de la experiencia humana, y abrazó a una generación entera de chicos y chicas que vinimos a este mundo sin el cosito de expresarnos como Dios manda. Alguien tiene algo para agregar, escuchamos que preguntan en las reuniones, y nosotros agachamos la cabeza para que primero hable otro, o hacemos garabatos en la agenda que soñamos ver colgados en el Louvre, pero lo que soñamos en realidad, con todas nuestras fuerzas reprimidas, es que el que conduce la reunión nos mire y nos pregunte qué pensamos y qué nos pasa, y que la ronda devele de un saque que nadie está del todo cómodo, que no sabemos bien qué hacemos ni mucho menos cómo seguimos, que todos querríamos desaparecer al menos parcialmente.

En 2007, Radiohead rompió el mercado de la industria musical y la trampa de la piratería lanzando In Rainbows en su propia web y a la gorra. Uno podía pagar diez libras o entregarse a la adrenalina de pagar cero, y en cualquier caso se llevaba cuarenta minutos monumentales. La banda era tan grande y la obra era tan buena que se intuía que habían hackeado el sistema y que lo iban a dar vuelta, pero una década y pico más tarde sabemos que nada que ver. Ahora Radiohead es una fuerza en desvanecimiento o al menos otra cosa de lo que vino a ser, y al mundo ya no le caben las obras conceptuales sino los espasmos, singles de acá o de allá que pegan una trompada y se van.

De esa época me quedó la costumbre del cuerpo extendido: en momentos de angustia, el día que se murió un amigo o las veces en que no entiendo nada, apoyo la espalda sobre lo que ahora es madera y abro los brazos y las piernas mirando al techo. Como ya no le pido a esa música las mismas cosas y me cuesta precisar a dónde fue a parar, se me ocurre preguntarle a algunos amigos, que sé que también la tuvieron, de qué está hecha su relación con Radiohead.

Pablo, que tiene 39 años y vive en Los Ángeles, los fue a ver en vivo unas diez veces y en su audio se filtra la sonrisa de fascinación que le provoca conectarse con el momento en que los descubrió: “Radiohead me dio mucha identidad. Me enseñó a tener mi propia personalidad. Tenía 17 años y me ayudó a ver que si yo veía un camino, no era importante lo que pensaran los demás. Eran tipos que experimentaban, un grupo en que había alguno más brillante que otros pero en que todos aportaban y todos tenían intereses afuera de la banda”.

Mateo, de 29 años, los empezó a escuchar en séptimo grado y camina hacia la verdulería encapsulando en el barbijo el relato de su paso por la secundaria de la mano de Radiohead: “Yo escuchaba mucho a los Beatles y estaba familiarizado con la música y las lecturas políticas de Charly porque se hablaban mucho en mi casa. Esa música era de todos, pero Radiohead fue la primera banda en presentarme otra mirada sobre el mundo. Era más pesimista y más oscura y más difícil, pero fue una compañía fundamental durante toda mi adolescencia”.

Martina tiene 33 años y está arriba del subte, así que escribe: “Estoy de acuerdo con contar la parte sombría y difícil del mundo, con demostrar que nosotros somos frágiles y feos también, con narrar la idea de desaparecer y hacerlo de la manera más hermosa posible. Estoy de acuerdo con lo que dicen y con su manera de expresarlo: sobria, moderna, experimental, sutil, introvertida, con bajo perfil pero capaz de deslumbrar y permanecer. Radiohead representa para mí la belleza y la perfección. Y fue lindo y fuerte volverme consciente de que no me aburrían ni sus hits, que siempre podía sentirme entendida y movilizada con su música y sus mensajes”.

La canción es más o menos la misma: hay un cuerpo a la deriva, hay una música que salva.

Cuando Kid A salió hace veinte años, para los que seguían a Radiohead en orden, las cosas se pusieron más difíciles. En su aniversario número quince, Rob Sheffield, editor de la revista Rolling Stone norteamericana, escribió que “a nadie le gusta admitir que odiaba Kid A en su momento, como a nadie le gusta admitir que abucheó a Bob Dylan la primera vez que sacó la guitarra eléctrica. Nadie quiere ser el boludo que no entendió”.

Sobre eso, Pablo dice que entiende que a mucha gente la dejó afuera, pero que a él le pasó al revés: “Fue el momento en que dije ‘esta banda es de otro planeta’. Que hicieran un cambio tan drástico y lo hicieran tan perfecto me hizo quererlos muchísimo más”.

Mateo se saca el barbijo y dice que entendía que Kid A era muy importante pero le costaba sentirlo. “Hoy le sigo teniendo mucho respeto, veo que hay una mirada sobre el mundo después de OK Computer en eso de no profundizar en el hit, en sacar un disco conceptual y sin singles. El estribillo de Optimistic fue una especie de mantra en mis últimos años de colegio”.

The best you can is good enough.

Martina dice que después me responde sobre Kid A, que tendría que volver a escucharlo, que lo primero que se le viene a la cabeza es una frase de Optimistic que la marcó:

The best you can is good enough.

Después me recuerda que está adentro del subte y que se va a quedar sin señal, y yo le digo que se olvide porque sé que es demasiado pedirle a alguien que escuche entero un disco que cumple veinte años, que es como pedirme a mí mismo que vuelva a ese cuarto que ya no existe, a llorar a esa chica que no tengo ni en redes sociales.

Quedo yo, entonces, y andá a saber qué tengo para decir sobre Kid A, que no me vino después de OK Computer ni antes de Amnesiac sino en el mismo caos, así como todo junto se escribe separado y separado se escribe todo junto. Pero dice ella que dice él que dice Thom Yorke que lo mejor que pueda va a estar bien, así que digo:

Que me gusta que la primera canción repita que todas las cosas están en su lugar y después el disco las desordene. Que me da miedo que me digan que esto no está pasando. Que Idioteque es el único boliche al que entro sin mirar, sin demasiado cálculo, y que me reconforta que en ese epicentro que soy yo, a espaldas del samba y lejos del escenario y pendiente de ella que no viene, haya una voz que me dice que estoy vivo. Todo yo, todo el tiempo.

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