José abre los ojos al detenerse el carro. Respira hondo notando el frío de la mañana que le corta la cara. Baja despacio, seguido de otros tres compañeros. Anoche nevó, pero ahora un tímido sol da la sensación de calentar un poco la piel de cuero de su rostro. Con paso lento se dirige hacia la pared encalada y se recuesta en ella, con las manos detrás y vuelve a cerrar los ojos.
Recuerda que vivió no muy lejos de allí, en un pequeño pueblo a veinte kilómetros, el más pequeño de cuatro hermanos. La vida no era fácil en aquellos tiempos, y menos ahora. Salía cada mañana para ayudar a su padre, guiando las mulas hasta el campo. Sus hermanos mayores iban al lado, cabizbajos, arrebujándose en sus chaquetas raídas de pana que cubrían una camisa fina, con las manos en los sobacos para intentar calentarlas.
Recuerda las primaveras, cuando el trigo comenzaba a granar en el pequeño trozo de tierra que tenían y que había de servir de sustento para todo un año, para hacer pan, o para cambiar por algo de carne de vez en cuando. Casi puede ver el pequeño huerto que tenían en un pico de la tierra, que regaban a mano, sacando el agua de un pozo cercano de un vecino. Un poco de agua a cambio de unos tomates, alguna calabaza.
Pote de calabaza y patatas. Y pan duro. Y lo que daría por echarse incluso ahora a la boca un mendrugo de pan duro como una piedra. Y lo que daría por volver a ver los ojos de Manuela. Piensa que estará llorando seguramente sentada en la puerta de la calle, como cada día. Como le han contado.
Ay, Manuela, qué edad para quedarte viuda, amor. Qué puta vida esta, en la que los pobres son más pobres, y el amor dura lo que les dé la gana a otros. Y todo por un rumor falso sobre sus ideas políticas. Qué ideas vas a tener en un puto pueblo de cien habitantes, todos pobres como ratas, todos famélicos, si no puedes ni comer.
Abre los ojos al escuchar voces roncas, autoritarias. Cinco hombres forman delante de él, uniformados. Apenas puede verlos entre las lágrimas por el frío y los recuerdos, pero da igual. Tampoco quiere verlos. Sabe que esto acaba hoy. Mira dentro de su bolsillo del chaleco, donde guarda el reloj roto de su padre. Marca las cuatro y cuarto, pero no deben ser más de las siete y media. Una última caricia a la tapa partida antes de guardarlo de nuevo.
- Estoy listo - dice con voz serena.
Fotografía: Asun Martinez Ezketa. (Esaotra)
Texto: Julián Lozano Real. (Cuervajo)
Proyecto: #12Fotos12Historias