Crítica | Teatro
‘Los niños sabios’, ¿Quién está preparado para ser un chico abandonado?
El escenario propuesto es un comedor familiar que funciona como una máquina del tiempo que lleva a una familia por distintos puntos clave de su historia común. Un puñado de hermanos que carga con un pasado de abandono, confusión, muertes y mucha, mucha fantasía. Lo que en el contexto del arte de la mentiras puede ser un ingrediente para vivir un día más. Sólo una gran crisis puede romper ese velo sobre el que se proyectaba el mito familiar, crisis que funciona como la patada inicial de este drama lúdico y lúcido, que despierta ternura y compasión, que es Los niños sabios.
Son ellos, aglutinados por un techo común y un hermano muerto, que entre cajas de recuerdos, justamente, recuerdan. Pero que, también, se mueren por olvidar. Y están ahí las fantásticas aventuras del chico que peleó contra una bestia pop-mitológica en el último piso de la escalera, y que regala dedicatorias ajenas de libros usados. Regalar dedicatorias como ser hablado por la emociones de alguien más para un otro, desde un momento del que no se puede saber nada. Así, los sentimientos son devaluados a la categoría de objeto reciclado que funciona como sintagma de significado flotante para el donante y el destinatario, únicos elementos no aleatorios del teorema. Como es de esperar, es nuestra capacidad de otorgarle un significado a todo lo que hace que el cadáver exquisito vivo funcione. Hasta que no funciona más. Y lo que se desmorona es ese santuario que fue la infancia, como un sitio profanado por los reproches.
Los niños sabios está construido como el pedaleo de una serie de viñetas cortas, lo que le da a la obra un ritmo constante que atrapa la atención y deja pidiendo más. Gran parte de los logros se debe al muy buen desempeño de sus protagonistas, que colman la escena con actuaciones sensibles y empáticas. Muy buen trabajo de luz y la gracia de dejar abiertos los sentidos hacen de esta inteligente pieza un secreto a voces que recorre la ciudad.