Así muere un poeta (II)

Gabriel Ramírez Fernández
12 min readMay 26, 2017

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Antes de esto: Parte 1

Parte 2: El premio al mejor desenlace

Esa noche el salón de eventos de la Editorial Nacional estaba atiborrado de gente. Chocaban unos con otros tratando de moverse y llegar hasta el homenajeado para poder dedicarle un par de palabras, si tenían tanta suerte. Yo por mi parte me conformé con estar allí presente. Una comunidad entera de escritores, desde los más aclamados y hasta los que apenas soñaban con ser publicados algún día, se había reunido para rendirle honor a uno de los autores más prolíficos y más alabados por la crítica de los últimos tiempos. El Premio Nacional de Literatura había tardado en llegar a sus manos, pero finalmente había sucedido.

Gavino Retana sonreía y se tomaba fotos con todo el mundo. Daba autógrafos y escuchaba las palabras amables de quienes se le acercaban, y cerraba siempre cada interacción con un abrazo. A su lado, su esposa, toda sonrisas igualmente. De cuando en cuando se volteaba y la miraba, y en cada mirada yo no podía leer otra cosa que no se tratara de complicidad. Si algún día me preguntaban de qué trata el amor, respondería que justo de eso. Una mirada, sin palabras ni gesto alguno.

— ¿Vos no pensás acercarte y saludarlo? — Damián fue quien me invitó a la gala, gracias a que había sido invitado por un amigo, y su amigo por otro amigo, y así había acabado yo en ese lugar.

— ¿No ves la fila de gente que quiere hablarle? Es caso perdido. Prefiero simplemente ser parte del momento y listo.

— Máximo, el práctico — Damián me sonrió brevemente y volvió a lo suyo: la cacería. Si bien le gustaba escribir, le gustaba aún más ir detrás de cuanta mujer se le cruzara en el camino. No era un mal tipo, pero realmente me desagradaba esa parte suya.

En la mesa en la que se supone que estarían sentados Gavino y su esposa, de la cual casi no hicieron uso realmente durante toda la gala, habían dos personas sentadas. Una mujer de facciones bruscas, regordeta, y un hombre con la cara pálida y el pelo largo atado con una cola. Si compartían la mesa con Gavino debían ser personas cercanas a él, pero no tenía idea de quiénes eran. En algún punto de la noche él terminó tan borracho que acabó derramando el vino sobre la mesa, y la mujer había reaccionado tan dramáticamente que la mitad del salón se dio cuenta. Se retiró por unos minutos y cuando volvió traía un trapo en las manos con el que limpió la mesa hasta que quedó impecable.

“Es para mí un honor estar aquí con todos ustedes. Espero tener el placer de hablar con cada uno durante la noche”, había dicho Gavino al iniciar su discurso de aceptación del premio que le entregaban. Para el momento en que empezó a hablar frente a todos, ya una buena parte de los invitados habían tomado más vino y champaña de la que debían, y otros habían conseguido con quien pasar la noche y se habían marchado. Damián había sido uno de esos.

“Muchos de ustedes me han preguntado qué me ha inspirado a escribir durante todo este tiempo, y no tengo más respuesta que la realidad. Si quieren un consejo de un viejo que últimamente se ha quedado sin ideas sobre qué escribir, solamente no escriban sobre lo que no sienten. El secreto del buen escribir, está en el buen sentir”, y así había terminado un discurso de más de veinte minutos en el que había hecho un repaso por casi toda su carrera como escritor. Luego bajó del escenario y se sentó junto a su esposa y las otras dos personas que compartían su mesa. Las personas siguieron llegando a saludarle y felicitarle, hasta que acabó la ceremonia.

Decidí marcharme cuando quedaban unas sesenta personas en el salón. Salí a buscar un taxi refugiándome en las afueras de las instalaciones de la Editorial. Se suponía que Damián me llevaría de vuelta a casa y por eso no había venido en mi propio auto, pero la noche — y una mujer morena, de caderas anchas y cabello rizado — habían cambiado los planes. Una voz, salida de la oscuridad, me sorprendió:

— Una larga noche, ¿cierto?

Gavino Retana había salido y se había alejado del bullicio, los flashes de las cámaras y las falsas conversaciones para fumarse tranquilamente un cigarrillo. Cuando volteé y me di cuenta que se trataba de él, no supe qué contestar. Gavino fue quien habló de nuevo.

— Te noté sentado en tu mesa durante toda la ceremonia. No bebiste, no hablaste con nadie, limitándote a sonreír a quien te sonreía. Me recuerdas mucho a mí cuando tenía tu edad — extendió la mano haciendo señas a un auto que se acercaba — ¡Eh! ¡Aquí! — gritó — . Listo, ahí está tu taxi.

Me tomó unos cuantos segundos procesar la situación. Uno de los hombres a los que más admiraba en el mundo me acababa de dirigir la palabra y me había dicho que le recordaba a una versión más joven de sí mismo. Además, me había notado entre la multitud. Luego, se había tomado la molestia de parar un taxi por mí. Las palabras me salieron solas de la boca, sin que yo las pensara demasiado.

— Gracias — volteé a mirar y el taxista me veía con impaciencia, esperando que me montara al auto — . Supongo que ha escuchado esto toda la noche, pero lo invito a que crea en la sinceridad de mis palabras. Su obra es admirable, y realmente me ha inspirado en buena parte a escribir yo también — dejé de hablar por unos segundos para buscar qué más decir, pero no se me ocurrió nada inteligente — . Gracias… por el taxi, y por la inspiración. Si algún día llegan a publicarme, esté seguro que será parte de los agradecimientos.

Sonreí. Pero no fue una sonrisa forzada como las que había dedicado durante toda la noche.

— Lo estaré esperando, entonces — respondió — . Si necesitas ayuda con lo de que te publiquen, date una vuelta por mi casa. Todo el mundo sabe dónde vivo — bromeó. Luego entró de nuevo al gran salón.

Me quedé atontando mirando la puerta por la que había entrado, hasta que el sonido de la bocina del taxi me trajo de vuelta al mundo. Subí rápidamente al auto para no mojarme, la lluvia era cada vez más fuerte. De camino a casa pensé que probablemente no volvería a ver a Gavino Retana, y que jamás me atrevería a visitar su casa por más tentadora que sonara la oferta. Sin embargo, el destino tiene sus formas de hacer que las cosas pasen, y al día siguiente estaría en su casa, y también volvería a ver a Gavino, aunque fuese tendido en el piso cubierto por una sábana blanca.

La cajera del supermercado era una mujer de unos cincuenta años, pero que aparentaba muchos más. Siempre tenía cara de pocos amigos y rara vez saludaba a los clientes, limitándose a pasar los productos hasta una bolsa luego de que el escáner reconociera el producto y lo dejara en claro con un beep. Debía reconocer que el trabajo no parecía el más entretenido o satisfactorio del mundo, pero la mujer no daba la impresión de querer estar allí en lo absoluto. Si algún día ponían una bomba en el lugar y explotaba en mil pedazos, yo sabría sin duda quién lo habría hecho.

Había tenido la sensación de estar siendo observado durante todo el rato en que estuve recorriendo los pasillos del supermercado. Cuando quité la última caja de leche del estante y quedó un espacio que permitía ver hacia el otro pasillo, juré que había visto por una milésima de segundo un ojo que me espiaba del otro lado. Y pasó lo mismo cuando volteé a mirar a mi izquierda en la sección de baño. Había andado un poco paranoico los últimos días, luego de trabajar en un caso en el que una mujer había sido asesinada por su exnovio luego de que esta le dejara y él comenzara a acosarla, hasta terminar quitándole la vida.

Atribuí la sensación de ese día en el supermercado a esa experiencia reciente, y traté de seguir con normalidad. Hasta que, al salir del establecimiento, una mano tomó mi brazo justo cuando iba a abrir la puerta del auto para poner las bolsas dentro y me obligó a voltear.

— ¿Piensa empezar a trabajar pronto en lo que hablamos?

Claudia Retana. Las mismas facciones bruscas. La misma contextura regordeta. La misma forma de atraer mi atención que la primera vez que lo hizo. A decir verdad, la segunda. Ya había llamado mi atención una vez en la gala con el escándalo por el vino que había derramado su hermano en la mesa, antes de que me obligara a prestarle atención de nuevo en su casa cuando me detuvo antes de salir de la misma para pedirme que investigara la muerte de su padre.

— No estará hablando en serio — le respondí.

Habían pasado ya dos meses desde la muerte de Gavino y no había vuelto a recibir noticia alguna de su familia. Los noticieros y la prensa escrita no habían parado de hablar del asunto durante un par de semanas, y el rostro de Claudia Retana, Úrsula Quiñones y Julián Retana, el otro hijo de Gavino y el hombre sentado en su misma mesa la noche de la gala, habían aparecido en cada edición de las noticias o de los periódicos. Luego de ese par de semanas, el fútbol volvió a las pantallas y a los titulares de los medios escritos.

La mujer miró nerviosa a ambos lados de la acera, como si tuviese miedo de que alguien la viera hablando conmigo. Aunque, a decir verdad, siempre parecía estar a punto de un colapso nervioso.

— Usted lo prometió — se animó por fin a decirme — . ¿Qué tiene que perder? Entra a mi casa y saca una buena historia, y si le viene en gana luego puede hacerla pública y hacerse rico vendiendo libros sobre la muerte de mi padre.

De nuevo, ofreciendo la historia de la muerte del último Premio Nacional de Literatura como una mera mercancía. Realmente no comprendía si la mujer le guardaba algún tipo de respeto a su padre o no. Yo también volteé a mirar a ambos lados de la acera, esperando que apareciera alguien que me quitara a la mujer de encima. Quizá su madre. Quizá esa era la persona que Claudia temía que apareciera.

— Me llevará usted hasta mi casa — dijo decidida, y se montó sin pedirme permiso alguno al asiento del copiloto de mi auto.

Desde la primera vez que la vi limpiando de manera obsesiva el piso justo el día en que había muerto su padre sospeché que le faltaba uno que otro tornillo, y ella no hacía más que confirmarlo. Analicé mis opciones por unos cuantos segundos, y antes de llamar a mis compañeros en la policía y hacer que la sacaran del auto y de paso presentar una demanda por acoso, decidí simplemente hacer lo que decía. Cuando entré en el asiento del piloto, Claudia estaba teniendo problemas para ajustarse el cinturón. Su corpulenta figura no permitía que la faja llegara hasta el otro lado del asiento.

— No se preocupe — le dije — . No me molesta si no lo lleva puesto.

Después de todo, si chocábamos resultaría agradable que la mujer saliese volando por el parabrisas y dejara de molestarme. Aceleré y me dirigí a su casa. En el camino ella fue la encargada, porque así ella misma lo decidió, de cambiar de una emisora a otra hasta encontrar alguna canción que le gustara. Tenía unos gustos musicales espantosos, que no salían demasiado del terreno de la salsa o de cualquier ritmo latino. Quien me conociera bien, sabía que odiaba ese tipo de música.

El calvario acabó quince minutos después, cuando detuve el auto frente a su casa.

— Entre — dijo de pronto mientras intentaba abrir la puerta del auto — . Le prepararé un café a cambio por el favor de traerme.

Salió con dificultad y cerró la puerta con fuerza. Luego se dirigió hacia su casa mientras buscaba las llaves en el bolso que llevaba. Volví a analizar mis posibilidades. Volví a caer en su juego. Cuando entré a la casa reviví el primer momento en que había ingresado a la misma, cortesía del desinfectante que la mujer había derramado por todo el piso de nuevo probablemente por la mañana antes de salir a buscarme. Me asomé a la cocina y estaba poniendo agua en una cafetera.

— Puede subir, si quiere — dijo cuando advirtió mi presencia — . Ya sabe por qué está aquí.

De alguna forma me molestaba que Claudia asumiera que haría justo lo que ella decía, pero de otra forma también me tentaba pensar en la idea de husmear en la casa de Gavino Retana y averiguar qué lo había llevado hasta su fatal destino. Después de todo, ¿qué hacía que un hombre que parecía tenerlo todo decidiera justo hacia el final de su vida terminarla tan de repente?

Caí. Luego de observar a la mujer comenzar con las labores en la cocina y de quedarme bajo el marco de la puerta por unos minutos analizando qué haría, me encontré rápidamente subiendo hasta el segundo piso y girando a la derecha, hacia la oficina de Gavino. Estaba tal y como la había visto por última vez. Alguien se había encargado de que el polvo no se acumulara sobre todos los objetos y pertenencias del hombre, pero de igual forma todo parecía estar intacto, como si apenas el día anterior hubiese estado el viejo tirado en el suelo y yo hubiese estado tomando las fotografías que luego se perderían entre un puñado de expedientes.

Revisé sin demasiada pasión toda la habitación. Noté que la taza de café a medio tomar seguía en su lugar, en el escritorio principal, pero alguien se había dado a la tarea de lavarla y ponerla de nuevo allí. El periódico con fecha del día de la muerte de Gavino seguía igualmente en el mismo lugar, en la misma página, con las mismas esquelas. Me intrigó de nuevo ese detalle y tomé el periódico y lo llevé hasta Claudia. Le pregunté si reconocía el nombre de algunas de las personas que figuraban en esas páginas, si alguno de esos difuntos le resultaba familiar, pero obtuve un “no” por respuesta.

De vuelta en la oficina del hombre, noté que uno de los estantes que solía estar lleno de libros ahora apenas tenía algunos ejemplares. Volví a consultar con su hija sobre el asunto, y resulta que los libros de ese estante en particular eran los que Gavino donaba regularmente a la biblioteca pública. El hombre iba poniendo cuanto libro ya no le interesaba tener en su posesión en ese estante y luego su hija sabía qué hacer con ellos.

Revisé gavetas, los libros que se encontraban abiertos, estantes vacíos y libros con anotaciones, pero nada parecía llevarme a algún indicio de por qué aquel hombre había terminado tomando esa decisión. Supuse que al final, por mucho que buscara, no encontraría nada. Anduve la habitación de un lado a otro durante más de una hora, curioseando entre un rincón y otro, pero aparte de un par de cucarachas que salieron corriendo asustadas cuando movía los puñados de libros, no encontré nada. Sin embargo, hubo un objeto en particular que llamó mi atención. Un baúl negro, grande, hecho de algún tipo de madera fuerte y protegido con un candado. Traté de abrirlo para ver si por una pequeña hendija lograba ver su contenido, y aunque en efecto al tratar de levantar la tapa quedaba un pequeño espacio por el que se podía ver hacia adentro, no se podía ver nada más que oscuridad.

Pensé: donde había un candado, debía haber una llave. Dediqué los siguientes quince minutos de mi mañana a buscarla, encontrando varias, pero ninguna terminaba abriéndolo. Al final me rendí y me senté en la silla del escritorio principal de Gavino a contemplar la habitación. La luz de la lámpara seguía parpadeando como la primera vez. Claudia entró a la habitación y me dejó una taza de café y dos emparedados en el escritorio que quedaba junto a la puerta. A pesar de ser una mujer bastante insistente en lo que se proponía, tal y como la había demostrado, era también una mujer de muy pocas palabras. Salió tan rápido como entró y me volvió a dejar con mi soledad en la habitación. Cuando terminé de comer decidí que era hora de irme.

Traté de abrir la puerta, pero probablemente por estar tan vieja me costó más trabajo del normal abrirla, por lo que tiré de ella con fuerza. Al hacerlo, una llave cayó desde el marco de la puerta hasta el suelo.

El candado se abrió y lo mismo hizo el baúl. Cuando levanté la pesada tapa encontré dentro un puñado de libros que parecían diarios, iguales a los diarios vacíos que se encontraban sobre el escritorio de Gavino, y un puñado de cartas dentro de sobres. Algunos diarios y cartas tenían fechas recientes, no más de un par de meses, días antes de que Gavino muriera. Otros, en cambio, con hojas amarillentas y desgastadas por el tiempo, tenían fechas de hacía más de cincuenta años.

Una voz familiar se escuchó en el pasillo. Úrsula Quiñones había llegado de donde fuese que anduviera, y eso no me sonó a una buena noticia. Volví a cerrar el baúl con el candado. Salí de la habitación y saludé con naturalidad a Úrsula, y me despedí rápidamente de Claudia argumentando que me habían llamado con urgencia de la oficina y debía irme.

La llave del candado iba en la bolsa derecha de mi pantalón, y saldría de esa casa conmigo.

Puede leer la Parte 3 aquí.

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Gabriel Ramírez Fernández

A veces escribo. A veces bien, a veces mal. Aquí hay un poco de todo eso.