Prólogo Cuantificable

Juan Núñez
4 min readJan 24, 2020

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Después de servir café todo el día, en mi antiguo lugar de trabajo, quedé de verme con un amigo en un bar del centro de Querétaro.

Una vez terminada la convivencia, decidimos regresar a pie para ahorrarnos el transporte de regreso a casa. Aprovechando que también vivimos por la misma zona.

A mitad del camino, un par de sujetos nos detuvieron. Mi amigo logró alejarse del que lo amedrentaba y a mí, me amenazaron con un picahielos en el cuello. Fueron segundos en los que la mochila que llevaba conmigo dejó de ser mía. En ella iba una computadora, mi polo del trabajo, una libreta y una copia de las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury.

¿Dolió? Dolió como la mierda. En esa computadora llevaba el trabajo de casi una década de escritura. Pero sobre todo, dolió mucho que aquel libro me lo había regalado mi madre.

Después de eso y el correr de los meses, el duelo es sin duda, algo que me cuesta olvidar, pero está en mi necesidad asimilarlo y que este texto sirva para eso.

Una noche, al borde del llanto, extrañando la computadora y el libro, busqué inspiración en mis héroes. Pasé por los discos de Johnny Cash, leí cuentos de Stephen King, visité videos musicales de David Bowie y finalicé con una entrevista a Ray Bradbury, donde mi necesidad por terminar de leer su libro me carcomía severamente. Esa noche lo descargué al celular y lo terminé.

Encontré cierto placer en lo que el hombre había escrito. Retrataba como la humanidad estaba llegando a Marte y de como de su propia mano se acercó a un rotundo fin.

Reflexioné por un rato. Fui al techo, hacía un frio insoportable que diluí con un poco de café y tabaco. Me di cuenta de que todos nosotros decidimos hasta donde puede o no, afectarnos una situación, como a esos hombres en Marte. Seguí con la reflexión y el tabaco se agotaba. Pude ver como el humo se elevaba hasta que en el cielo, una estrella resplandeciente atrapó mi atención. Busqué reconfortarme en las estrellas, en el infinito vacío.

La idea llegó de pronto. Ya había escrito muchos cuentos espaciales, pero esta vez la revelación tuvo un sabor diferente. Recordé que el regalo me lo había hecho mi madre, recordé a mi amigo huyendo despavorido a mi lado, bajando la colina y gritando por ayuda. Supe entonces que además de que decidí hundirme, la gente a mí alrededor no me dejaba caer más. Me integraban.

Cuantificable es eso. Nace como un símbolo de pertenencia. A lo largo de mis veinticinco años, lucho para pertenecer a diferentes grupos pero han sido pocos los que me han arropado con sinceridad.

Me veo en la necesidad de contarles diversos pasajes que si bien no son causantes de la novela, si comparten pequeños destellos sobre ella.

Casi podría hablar desde la cuna, dónde yo nací en el seno de una familia católica y he de aclarar también que aunque no comparto más la religión con mis padres, es cierto que algunos valores se arraigaron a mi persona.

Ya con los años y la conciencia desarrollada, vinieron sentimientos extraños. Me interesé por la literatura, provocando que sintiera que no pertenecía a ningún lugar, salvo todo lo fantástico y futurista que leía en esos días. Había ocasiones donde una de mis tías aseguraba que mi camino era incorrecto. Primero por no ser buen escritor. Segundo; por no creer en su dios. Tiempo después mi madre dejó clara su postura ante eso. Una sola de sus frases se me quedó bien metida en la cabeza.

Ella dijo:

-Tú no crees en un dios porque no has tenido la necesidad de creer en uno.

Y yo me desmoroné.

-¿Cómo es ese dios entonces?

Quedó silencio.

Ahora han pasado los años. Veo con claridad a lo que se refería mi madre. Entonces sí que lo he encontrado.

A lo mejor no del modo “convencional”, pero la figura está ahí. Porque ser un dios significa dar consuelo y advertencia. Y yo entonces me atrevo a decir que son varios. La música, las historias, la ciencia y la tecnología se adhirieron a mí como si de un acto religioso se tratase.

La música porque descubrí aullidos de lucha contra una sociedad que la marginaba. Historias en libros o historias que todo el tiempo me han acompañado en la familia o los amigos, siendo este último el foco, el detonante de muchas hojas que quiero manchar.

Y ahora hablando más de lo reciente. Aquello que gobierna a mis manchas y a mis aullidos. La marginación más intensa, esa que he sufrido en las escuelas y empleos.

Que no es una queja. Que sirva para entender el contexto en el que escribo esto, porque esa marginación me ha llevado por caminos diferentes. Caminos que la mayoría no conoce y caminos que me han enseñado más cosas de las que debería. Caminos que muchos como tú, querido lector, has sufrido.

Así que Cuantificable funciona también como un grito y una declaración, que se ve reflejada en Lahmu, el niño alienígena que aparece en esta historia. Esto es un aullido para los marginados como yo. Para aquellos que pueden ver las cosas diferentes y para los que se atreven a hacer lo que aman. Quiero decirles que sí pertenecen. Incluso a un nivel cuántico. Ese pequeño lugar donde pueden ver los detalles.

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Quiero agradecerles a mis amigos. A Alejandra Pérez, que a diario quiere nutrirme con las historias, a Vania Montes de Oca, que me facilitó los instrumentos para los videos y maquetas. A Eduardo Zúñiga, que no deja de alentarme y a Moisés Morales, que no deja de correr a mi lado.

También a mi madre, quien me facilitó el celular donde escribí esta novela y sobre todo, a los lectores, como tú, por aventurarse con el escritor queretano que se autopublica.

Recuerden que todos vamos a llegar.

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