¿Qué haras con este tiempo?

Julia Napier
10 min readMar 25, 2020

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Estos días son largos, raros. Sobra el tiempo y las horas no alcanzan. No tenemos nada que hacer y nunca dejamos de hacer: cocinar, lavar, limpiar, cuidar. No queremos mirar las noticias y no las podemos dejar de mirar. Los chicos están en la escuela, pero la escuela está en casa. Las calles están tranquilas, pero no las podemos recorrer. Y no sabemos cuándo se terminará el peligro, nuestro claustro. Sabemos que se viene la tormenta aquí en Argentina, pero solo la podemos esperar, refugiarnos y rezar.

La situación es aterradora. Inédita. No tenemos experiencia previa como guía. No hemos pasado por guerras o estados de sitio ante una amenaza invisible. Y por más tiempo que dediquemos a las redes o zoom o charlas por teléfono, estamos guardados, cada cual en su casa. Cuando yo me “conecto” muchas veces, termino más angustiada. Mi familia está en Estados Unidos, desparramada por la costa este. Mis padres tienen 80 y 81, y no puedo ir al supermercado por ellos. Mis hermanos están a varias horas de avión. Viven arriba de una montaña y pasan sus días entre árboles, pero también están lejos de un hospital de alta complejidad. Mi hermano está por sumarse al esfuerzo heroico de los médicos del estado de Nueva York, donde los casos están duplicándose cada tres días y faltan máscaras e insumos básicos para los profesionales de la salud. Si sucede algo grave en mi familia, no podré viajar. Tengo una amiga en Londres que vive sola y quien está en su sexto día solitario de COVID-19. Otra amiga quedó atrapada en el aeropuerto de Sao Paolo y ha vivido durante días en Guarulhos antes de emprender una odisea para volver a Buenos Aires por tierra. Otro amigo escritor vive en Milán y escribe para diarios internacionales sobre su experiencia allí. Cuando no publica una nota nueva, me tengo que contener para no mandar un mail. ¿Estás bien? Mis maestros Richard Freeman y Mary Taylor están refugiados en una isla en la bahía de Tailandia. Antes, su cercanía a China parecía un riesgo. Ahora, Occidente se volvió más peligroso. Mis amigos extranjeros que viven en Buenos Aires buscan aceptar la realidad de que estarán acá, no matter what, y esperan que Argentina los pueda cuidar. Una amiga habla todos los días con su madre, enferma con el virus, en Massachussetts.

Mi marido Juan se refugia en la conectividad y pasa sus días reunido virtualmente. Yo soy una persona solitaria por naturaleza y mi hábitat natural es el silencio de mi escritorio, donde trabajo sábado y domingo (por elección propia). Practico yoga sola desde hace años y tengo pocas actividades grupales. En la vida “normal”, interrumpo esta soledad con salidas a Starbucks, al súper y al colegio de los chicos; doy largos paseos con la perra. Este encierre amplifica mis tendencias naturales no siempre tan sanas. Oli tiene 13 años y es parecido a mí, capaz de caer en un agujero mental que requiere un sacudón de presencia corporal: pasear a la perra, ver a un amigo. Justina siempre soñó con pasar todo el día en pijama mientras sigue una agenda propia escrita en todos los colores del arcoíris. Desde chiquita, su cuarto ha sido un reinado propio donde todo entra y todo es posible.

Justi “en el cole”

El yoga nos diría que este es un gran momento para la práctica personal. ¿Existe una situación más eka tattva? Ya sabemos que todo el universo cabe en el mat. ¿Sobran vṛttis? Medita y haz tu pranayama. ¿Te colma la angustia? Mantra o japa o puja al rescate. Tapas, tapas, tapas.

Todo el tiempo me planteo cómo enfrentar esta situación con la mayor conciencia y el mejor cuidado de mi salud mental (que peligra). Si yo estoy rayada, ¿cómo puedo ayudar a mis hijos, tan tiernos para lidiar con tanta adversidad? Hasta ahora he explorado varias opciones:

1.Estar en mucho contacto con amigos, familiares y leer las noticias del hemisferio norte. Al poco tiempo se me congelan las tripas y entra en cortocircuito mi corteza frontal. Ignoro a los chicos y me enojo cuando se quejan de que no les gusta la comida que preparé mientras escuchaba la radio con auriculares.

2. Pelearme con Juan porque lo veo más contento (¡obvio que es un negador y solo yo estoy al tanto de lo que realmente pasa!), preocuparme por nuestra situación económica, enojarme con Trump y sentir que las paredes de la casa se me avecinan con cada minuto que pasa. Intentar trabajar, pero todo parece irrelevante, lo cual solo aumenta mi locura. Siempre encontré amparo en la escritura y la traducción. De repente, no me funciona más.

3. Ignorar las noticias por completo, cocinar, pasar tiempo con los chicos y hablar solo con mis padres para reconfortarlos. Dibujar con Justi y jugar al volley en el pasto crecido con Oli. Hacer mi práctica escuchando podcasts de los maestros que más adoro. Leer la biografía sobre Edith Wharton que me transporta a Nueva York en 1870. Explicar a la perra deprimida que algún día volverá a trotar por las calles que ama, oliendo una infinita plenitud de pis, caca y mugre. Seguir las charlas de la clase que estoy tomando con Robert Thurman por Edx. Solo mandar mensajes de Whatsapp, redes no.

Obviamente, la opción 3 es la más feliz (para todos). De muchas formas también es la más coherente. La única forma de colaborar en esta crisis es seguir haciendo lo que estamos haciendo: quedarnos en casa, cuidar a nuestra familia más inmediata, hacer lo que nos piden los gobernantes (excluyendo, por favor, a Trump, Bolsonaro y López Obrador). Hasta podemos perfeccionarnos en este tiempo, practicando y meditando más, afianzando nuestros lazos con nuestros hijos, cuidando el jardín, mejorando nuestra destreza culinaria y afinando el contacto con la belleza más minuciosa de la cotidianidad.

¿Pero qué significa mirar solo puertas para adentro cuando el mundo no puede respirar? ¿Cómo conjugamos nuestra paz doméstica con los pasillos de los hospitales en Lombardía, Madrid o Nueva York? ¿Y qué nos puede decir todo esto sobre nuestra capacidad diaria de ignorar las crisis humanitarias que “no nos afectan” porque creemos que la violencia en Siria o Yemen o Afghanistan no es contagiosa?

Hace unos días, pasé una tarde de extrema angustia, cuando dije –por fin — en voz alta que si mueren mis padres no podré ir a enterrarlos y supe que una de mis mejores amigas había dado positiva y que otra amiga estaba perdida en el tránsito entre países, mientras que otra amiga tenía a una hija con fiebre (¿y corona?) y otro hijo en sus primeros días de lidiar con un diagnóstico de diabetes tipo 1; al poco rato supe que mi hermano estaba haciendo los trámites para volver a trabajar en los hospitales desbordados de NY. Mi hermano es neumonólogo y especialista en todo lo más terrible que puede pasar al pulmón humano. Agotado por la muerte, dejó el hospital hace unos años y ahora trabaja para una empresa de seguros. Desde entonces, volvió a sonreír y dejó de tomar alcohol todas las noches para dormir. Su salud y sus vínculos florecieron. Pero sabe que no puede quedarse en su casa en este momento. Cuando el dharma llama, más vale atender

Argentinos varados en Sao Paolo

Esa tarde de angustia, me puse a practicar con una charla grabada en 2017 con Robert Thurman y el psicoanalista y escritor budista Mark Epstein. Escucho a Thurman a diario, pero Epstein me interesa como escritor y nunca lo había escuchado hablar. La conferencia se llama “What is Buddhist recovery?” y tenía un enfoque hacia las adicciones y el refugio que el budismo ofrece para ese sufrimiento tan particular. Fue parte de un retiro en el centro MENLA que lidera Thurman en las afueras de Nueva York.

Mientras yo hacía los saludos al sol, Epstein relató su experiencia como psiquiatra y cómo el budismo había enriquecido su trabajo. Pero antes de ahondar demasiado en la teoría de los 6 reinos budistas (de los dioses, los demonios, los animales, los espíritus hambrientos y los Narakas [algo como el infierno]) invitó a los participantes a decir sus nombres y algo breve sobre porque estaban allí. Creo, dijo Epstein, que sería útil para todos nosotros. Uf, pensé desde Parvsakonasana, me equivoqué de charla, lo cambio cuando llego a las posturas de sentado. Pero como suele pesar entre adictos en proceso de recuperación y practicantes contemplativos, una sencilla ronda de presentación se volvió un sinceramiento del espíritu. Sin conocerse, la gente habló de sus adicciones, sus diagnósticos de salud, sus luchas con la ansiedad y la depresión, sus recaídas y los problemas de sus hijos. Mientras ellos hablaban, volví a sentir el confort profundo de estar entre otros seres, de escuchar una conversación, de ser parte de algo fuera de mi pequeña narrativa. Y volví a darme cuenta (por enésima vez) de que todos tienen una historia que conmueve, que sorprende, y que humaniza a quien la escucha.

Mientras hablaban desde el 2017 por Youtube y caía la noche porteña y yo seguía practicando, vi a un hombre salir al techo de su edificio y quedarse allí, mirando. Veo el mismo pedazo de techo siempre que practico y nunca vi a un ser humano transitarlo. Se ve que necesitaba un poco de perspectiva. Me recordó, de la forma más inmediata, cómo vivimos cada uno encasillado en su propia narrativa, así como vivimos en este momento cada uno encasillado en su propia casa. Siempre nos libera salir de esa narrativa, de la misma manera que nos hace bien salir con la perra a dar una vuelta por el barrio. Vemos que no somos los únicos que existen y, después de horas rumiantes se rompe el hechizo de nuestra interioridad.

Qué desafío que se nos presenta este momento. No podemos salir físicamente de nuestras casas y cuando salimos virtualmente, nos encontramos con noticias aterradoras. Lo más reconfortante es poner mute al noticiero, pero al hacerlo, ignoramos el sufrimiento de millones de personas. Y si pasamos todo el día en Zoom charlando o tomando tragos virtuales tampoco estamos conectados con quienes nos rodean de verdad (¿será que seis horas de Fortnite es too much?). ¿Entonces, qué carajo hacemos?

El consuelo, me parece, viene de la mano del Buddha, del bodhisattva, de la noción de que no podemos estar bien hasta que todos estén bien. Frente a esta crisis de salud, son pocos quienes deben salir físicamente a dar una mano, como lo hace mi hermano. Nos toca bancar el aislamiento, la limitación, la disciplina que nos enseña el yoga. Tapas, tapas, tapas. Pero también podemos solidarizarnos con China, Italia, España, Estados Unidos y todos los focos que vendrán, sobre todo con las poblaciones vulnerables que no contarán ni con jabón para protegerse (volvemos a Siria, a Yemen, a estos lugares que preferimos olvidar). Podemos recordar la diferencia entre la empatía (me meto en tu lugar y siento tus emociones) y la compasión (te veo y respondo con amor). La empatía agota. La compasión empodera. Podemos hacer a diario las prácticas de bondad amorosa (loving kindness) en las que enviamos salud, bienestar y paz hacia los más afectados y a quienes están lejos. Esto no va a combatir el coronavirus, pero nos permitirá ni enloquecer ni ignorar a quienes mueren, o quienes pierdan a sus familiares o sus trabajos. Sobran recursos para realizar estas meditaciones, pero recomiendo a Sharon Salzburg, Jack Kornfield y el dúo dinámico de Eddie y Jocelyne Stern. Todos están compartiendo clases y servicios gratuitos desde una variedad de plataformas.

En su último podcast, Jack Kornfield describe como guió una clase virtual para un grupo de chinos en cuarentena. Como director de varios centros espirituales, él les dijo que había ingresado hace poco una camada de alumnos que habían pagado entre dos y tres mil dólares para estar aislados y en silencio durante varios meses. ¡Pero quienes estaban en cuarentena podían tener la misma experiencia gratis! Lo dijo en chiste, pero luego les hizo una pregunta muy real: “¿Qué van a hacer con este tiempo?” Es una pregunta fundamental, que estemos en cuarentena o en un cubículo de oficina, que estemos en el año 2017 en un centro de retiro o en 2020 en Buenos Aires. ¿Qué vamos a hacer con este tiempo?

La respuesta no es obvia. Aún en las mejores condiciones –en una casa cómoda, con comida abundante y mis familiares sanos — el cautiverio me desafía. Aun cuando no leo los diarios, sé que la tormenta crece y se complejiza. Pero me anclo en estas prácticas sencillas y profundas de tomar un tiempo todos los días para enviar lo mejor que tengo a quien lo necesita. “Nunca es lo que enfrentas”, dice Mark Epstein, “es cómo lo enfrentas”.

Mucha gente está ofreciendo sus talentos de forma gratuita online o aprendiendo a cambiar su estrategia de negocio. Desde ya, es un momento para ofrecer y de dar lo mejor que podemos.

Todos los días respondo de una forma diferente a la pregunta de Jack Kornfield, a qué voy a hacer con este tiempo. Anoche hice una tarta, hablé con una amiga y leí muchos capítulos de The Mysterious Benedict Society con Justi. Hoy escribí este pequeño ensayo. Mañana tendré que trabajar en varias traducciones. Pero la pregunta perdura y me inspira. Cuando termine esta etapa tan crítica de la pandemia, creo que la pregunta se volverá más importante que nunca. Ahora que hemos sentido nuestra interconexión hasta en los pulmones, ¿cómo vamos a retomar la vida? ¿Qué haremos con ese tiempo? ¿Con el tiempo que nos queda sobre este planeta? ¿Qué haremos para que no sea demasiado corto?

Espero que podemos hacer muchas cosas, tantas que no tendremos ni tiempo para catalogarlas, que dejaremos de mirar Instagram porque nuestras manos, como las de mi hermano, estarán inmersas en sus dharmas, en tareas tan bellas y múltiples que no se pueden ni enumerar.

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