Julia Narcy
4 min readApr 2, 2021

Una cirugía invasiva, que consistía en reemplazar la válvula de la aorta por una nueva, de chancho, a través un viaje intraarterial de una camarita pequeñísima que indicaría dónde colocar la nueva. Cateterismo se llama. Ya habíamos hecho la preba unos meses antes y había salido perfecto. Sus arterias estaban limpias.

Encerrados en una oficina diminuta, sin ventanas ni luz natural, mi novio y yo recibimos la advertencia de los riesgos de la operación sentados frente al médico, que nos hablaba detrás del escritorio, rodeado de paquetes de medicamentos, libros e instrumental, ubicados sin ningún criterio aparente, como sucede por todos lados en el Hospital de Clínicas.

Nos dijo que esperáramos en el hall, que papá ya estaba en el quirófano y que lo veríamos después.

Eso hicimos. Nos encontramos con Margarita, su pareja desde hace 6 años. Eran las 9 de la mañana. Hacía un calor seco y el hall olía a salita de primeros auxilios con comida frita y mosaicos sucios que aparentemente nadie limpia. Un gran espacio cuadrado, sumamente austero, con unos pocos bancos de madera que la gente usa para sentarse, pero también para desayunar, almorzar, tejer, y hacer videollamadas con familiares.

Nos sentamos a esperar. Los tres en fila, mirando hacia la pared opuesta, que en letras de molde y diseño de los 60 decía QUIRÓFANO, como si tuviésemos alguna duda. Insertadas en la pared, unas pequeñas ventanitas que se abren de vez en cuando y del otro lado, como atendiendo un quiosco, se asomaban cirujanos de turno, con un grito llamaban a los familiares, les pasaban el informe de la operación.

Una hora después de estar callados, mirando nuestros celulares, las familias en los bancos y el piso, la ventanita se abrió y el cirujano nos llamó. Nos acercamos. La operación salió bien. Hizo un paro, corto, de unos segundos. Vayan al piso 10 que ya lo bajamos a la habitación. Obedecimos. Esperamos en un pasillo ancho y larguísimo de azulejos amarillos, y al rato vi venir la camilla con papá en cámara lenta desde el otro extremo, muy lejos, como alejándose de un spejismo, rodeado por médicos y enfermeros. Me acerqué. Hola Papi, le dije. Me miró de reojo. Pareció querer decirme algo. Estaba pálido como si lo hubieran maquillado con la base más clara del mundo.

Los seguí hasta el segundo pasillo que conducía al pabellón de Unidad Coronaria. Me frenó una enfermera. La camilla y papá continuaron en en laberinto de azulejos hasta una habitación al fondo, una especie de pecera enorme justo al final. Lo pasaron a una cama. Yo podía ver tres médicos y enfermeros a su alrededor. Lo estaban preparando para que pudiésemos verlo. Pero como en una película en una pantalla lejana, vi como empezaron a llegar más médicos, residentes, enfermeros, asistentes, se juntaron en segundos como se junta la gente en la calle cuando ocurre una desgracia. Era una multitud dentro de la pecera. Ya no podía ver a papá. Logré escuchar punción, solamente, entre voces lejanas que competían y se anulaban entre sí. Yo seguía parada en la punta del laberinto con mi novio. Margarita estaba sentada al lado: habíamos logrado conseguirle una silla. Cuando el torbellino de guardapolvos blancos se detuvo, empezaron a salir de a uno de la pecera. Yo no hablaba. Nadie lo hacía. Los mirábamos atontados. Nos pasaban por delante y seguían, desparecían por la puerta vaivén que separaba la Unidad Coronaria del pasillo de espejismos. Los últimos tres en salir vinieron decididamente hacia nosotros. Papá había hecho una hemorragia pericardial, había que volver al quirófano. Subimos al piso 12 otra vez. Nos sentamos en el mismo banco incómodo de la mañana. La sed. El calor. El miedo. La espalda mojada. La gente yéndose con los partes de operación en orden. El hall vaciándose. Nos quedamos solos. La operación eterna. La ventanita no se abría.

A las seis de la tarde se abrió y nos paramos sin que nos llamaran.Terminó la operación. Está muy grave. Pero vivo. Vayan a descansar. Si pasa algo les vamos a avisar. Vuelvan mañana al horario de visita. Cerró la ventanita. Nos miramos, bajé la cabeza. Nos fuimos. No recuerdo cómo. Cómo caminé, cómo llegué a casa.

Desde esa noche, durante 4 meses exactos, dejé el celular prendido todas las noches, y siento que nunca descansé. Papá estuvo en coma, se despertó, empezó a tener señales de conexión con el exterior, sonrió, me dio besos, me habló sin voz, me escuchó decirle te amo cientos de veces, escuchó música clásica en su radio, miró las fotos que le llevé, recibió a sus amigos y trató de ser cordial con una sonrisa de muñeco inmóvil. Un día llegué y lo habían sentado, sostenido por una especie de silla de madera montada en la cama. Estaba despeinado. La mirada no me reconocía. Le habían desinflado el aparato de la traqueotomía y pudo hablar. Dijo incoherencias, nos reimos, yo de él, él por reflejo. llame a Margarita: Papá está hablando. Pero fue esa única vez. Nunca más habló. No fue un sueño, pero estoy segura que pocos me creen. De ahí en más sólo movió los labios y escuchó. Recibió caricias, rituales cristianos de Margarita, chistes míos, chicanas de sus amigos. Una mañana llegué y me avisaron que había tenido un nuevo paro provocado por una hipoxia (se había ahogado). Me lo dijo un médico con la impersonalidad de siempre. Tenía la cara desarmada, la cabeza caída hacia un costado y la boca laxa, en diagonal. Otra vez en coma. Dormido. Algún día me recibía con los ojos abiertos, las pupilas dilatadas, el iris azul inmóvil. No estaba más. Se fue apagando, sin rastros de dolor, con la docilidad de un animal muriendo. Y una noche, después de visitarlo con Margarita rompiendo como contrabandistas el momento más duro de la cuarentena, se murió. Así. Modestamente, sin joder a nadie.

3 de abril. 20.15 horas. Le dije hasta siempre. Y así será.