¡Resaca a bordo!

Kiko Llaneras
3 min readJan 12, 2015

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Emborracharse en un barco es una pésima idea, pero con unos amigos logré rizar el rizo: nos metimos a un barco a pasar una resaca. De esto no creo que haya precedentes, porque nadie es tan subnormal.

Todo empezó con una mala planificación. Habíamos organizado un fin de semana en Ibiza y durante los preparativos nos convencimos de que la primera noche sería tranquila. «Esta noche sin apretar» nos decíamos, como si en lugar de bebernos Ibiza fuésemos a echarnos unas petancas. Al final la noche resultó apoteósica y nos trajo una resaca apoteósica también, pero aquel mal plan explica que hubiésemos alquilado un barco al día siguiente.

Así las cosas, me desperté con mil agujas clavadas en el cráneo y el cerebro pidiéndome agua hasta por fax, para subirme a una lancha tipo Miami Vice y recorrer la isla a velocidades supersónicas. Íbamos tan rápido que no quedaba claro si éramos turistas o narcotraficantes. Era un plan absurdo, pero durante una hora funcionó. Nos llegamos a una playa preciosa, lucía el sol y había gente alegre. «Somos jóvenes», nos dijimos viniéndonos arriba, pero fue solo un espejismo.

De golpe se levantó viento, el mar se embraveció y el sol desapareció tras una nubes negrísimas. Delante de mis ojos se estaba pintando un cuadro de Turner y me iba a coger con la mayor resaca posible. Además hacía frío y dábamos saltos de ocho metros por culpa del oleaje. Era tal el mareo que decidimos empezar a vomitar por la borda y encajarnos en la bodega a morirnos acompañados.

Viendo aquel panorama, nuestro capitán recomendó que los mareados se diesen un baño, con la promesa de que «ya veréis como se os pasa». El más antiguo de mis amigos nos hizo de conejillo de indias y se echó al mar, rezando porque eso le espantase el mareo. Pero no debió de funcionar porque se puso directamente a vomitar.

La conclusión fue unánime: vomitar dentro del agua es poco práctico y bastante desagradable, porque el vómito se queda flotando a un palmo de tu cara y las olas resultan amenazadoras. Y como si aquello no fuese bastante, la naturaleza nos regaló una imagen memorable: mientras mi amigo chapoteaba entre vómito flotante, el agua alrededor comenzó a agitarse y del mar emergieron docenas de pececillos dispuestos a comer lo que el cuerpo de mi amigo había rechazado. ¡Qué imagen! Yo entonces me imaginé una cadena trófica, con esos pececillos emborrachándose del alcohol excedente de aquel humano, para luego vomitar ellos y dar de beber a otros pececillos más pequeños, que vomitarían a su vez… y así sucesivamente… hasta que empecé a sentirme mareado yo también.

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No mucho después divisamos por fin la playa y lo celebramos abrazándonos como náufragos (todos menos el del vómito, que le hacíamos vacío). Pero tampoco nos duró esta alegría porque en la playa no había donde atracar. A los enfermos se nos presentó así el último dilema: elegir entre seguir dando saltos en la lancha hasta encontrar un puerto o lanzarnos al mar helado y nadar hasta la orilla. Era una decisión imposible pero yo prefería morir de hipotermia que continuar la resaca en aquel barco trémolo, así que me zambullí y bracee con los ojos cerrados hasta sentir que arañaba la arena. Salí del agua con la ayuda de unos millonarios rusos que me arrastraron hasta un restaurante y me cubrieron con manteles de seda. Me quedé dormido ahí, abrazado a una botella vacía de Moët & Chandon y mirándola como si fuese a tener un mensaje dentro.

Mucha más tarde resucité y me descubrí en la sala VIP de una famosa discoteca, con Paris Hilton bailándome justo al lado. Yo entonces me dediqué a ignorarla ostensiblemente, no por nada, pero es que solo me cabía un pensamiento: que ojalá me estallase la cabeza y se me comiesen un millón de peces diminutos.

PS. Los detalles de la noche anterior, el origen de esta resaca que acabó en alta mar, se cuenta en «Mi disfraz de legión y multitud».

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