De la competencia a la coopetencia, o cómo usar la inteligencia con tus rivales

Javier Lacort
6 min readFeb 17, 2015

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The Drum

Trabajo en el sector de los medios digitales, donde a veces veo una insana y cainita competencia. Normalmente, quien la practica todavía piensa en la época en que los periódicos se compraban en formato papel, y por tanto su consumo era excluyente: un comprador de El País difícilmente compraría también el ABC y viceversa. A lo largo de la semana me gusta patearme JotDown, The Atlantic, Slate, Quartz, eldiario.es, The New York Times, o bucear en Medium, por dar unos pocos ejemplos (y sin autobombo). Los hábitos no son los mismos, Internet ha tirado muchas paredes, también las del consumo de contenidos. Definitivamente, los medios digitales nos necesitamos entre nosotros. Poner un palo entre los radios del compañero es un suicidio a largo plazo. La competencia, tal y como se entiende en el peor sentido, no es viable.

Esto me recuerda a un profesor de 2º de carrera, un morlaco de 60 años, 1.95 metros y una barba que le llegaba hasta la clavícula. Pese a que era del Opus Dei y tenía unas ideas extrañas sobre la postideología, podíamos debatir durante largos ratos fuera de clase. O mejor dicho, podía escucharle hablar, que era un placer para la mente. En muchas de esas charlas hablábamos con devoción de las cooperativas, del comunitarismo… y salió el término coopetencia, que como usted intuirá, astuto lector, nace de la unión de los términos cooperación y competencia.

El capitalismo se sostiene en la competencia, en el libre mercado. Pero hay bastantes situaciones en las que la colaboración entre empresas — coopetencia— es, más que sana, necesaria. Especialmente en el caso de las pequeñas. Si hablamos de medios digitales, donde que yo sepa nadie nada en dinero y todo el mundo trabaja duro diariamente para conseguir la viabilidad y mullir el colchón, esto es todavía más válido.

Cuenta la leyenda que el primer kebab que llegó a mi Torrent natal era un absoluto desastre: mal género, “cocina” sucia, precios algo inflados aprovechando su exclusividad, dejadez generalizada… El propietario del segundo kebab, cuando aún no había abierto su negocio, se apresuró a negociar con el dueño del primero. Básicamente le hizo una consultoría gratuita, le dijo en qué fallaba y qué no podía dejar que siguiera pasando. Se comentaba que aquello fue una acción de apoyo étnico, de una suerte de mafia, en una época en la que ningún español emigraba y a los recién llegados se les recibía con actitud hostil y de suspicacia por defecto.

Pixshark

Años después, cuando aquel profesor me descubrió la coopetencia, recordé aquella historia. Y en realidad, la leyenda de los primeros kebabs en Torrent es un ejemplo de coopetencia de manual. ¿Por qué? En primer lugar, era una comida nueva, hecha por extranjeros cuando la cuota de inmigración en España no llegaba ni al 5 %. Eso le dejaba en desventaja. Si el sujeto B iba a abrir un negocio igual, no le interesaba que la imagen que dejara el kebab en Torrent, el primer impacto a sus ciudadanos, fuera pésimo. Alguien que fuera al primero a descubrir esa comida nunca volvería, pero tampoco llegaría al segundo. La reputación de un género afecta a todos los que lo proporcionan. Y por cierto, quien conocía esa historia deseaba ir a probar el producto del segundo kebab: le servía de autopromoción.

¿Ejemplos de coopetencia en medios digitales?

  • Colaborar en presentaciones y ruedas de prensa para que, hoy por ti mañana por mí, podamos hacer las mejores fotos posibles y no se nos escape cierta información por llegar tarde por causas ajenas. Dicho sea de paso, es fácil distinguir a quien se retrasa de forma sistemática. El polizón, vaya. Pero eso va después.
  • Actuar como un lobby para defender intereses comunes y presionar a marcas, agencias, un ministerio, otro medio que realiza prácticas nocivas para el resto.
  • Llevar clientes que no podemos asumir. En Hipertextual, por ejemplo, nos costaría demasiado tomar las riendas de una publicación francesa sobre belleza, porque nadie domina el francés, y menos aún domina el francés y es experto en esa temática. En caso de fichar a las personas adecuadas, que ya sería un esfuerzo, no podría haber un control de calidad interno. En cambio, no nos costaría nada referenciar a un competidor cuya estructura sí pudiese hacerse cargo de un proyecto así. Por supuesto, con acuerdos previos para que las referencias fuesen mutuas, o quizás con un pago por la referencia. Fórmulas hay muchas.
  • Intercambiar firmas. Por lo general, el tono y enfoque de reseñas de productos son distintos en cada medio, y más en cada autor. ¿No sería buena idea, por un día, intercambiar las firmas para la reseña de un mismo dispositivo? Aumentaría la curiosidad del lector, tendríamos otro punto de vista, aportaríamos algo nuevo a coste cero en medio de la rutina.
  • Agregación de links ajenos en las redes sociales propias. Baste de ego, basta de orgullos: hay quien, al menos por un rato, hace enormes trabajos y no para nuestra empresa. Enlazarlos es un trabajo que lleva 30 segundos y da un valor añadido a nuestros lectores.

La teoría del free-rider

O “problema del polizón”. Sostiene que cuando ha de haber un reparto equitativo de un producto o servicio que beneficiará a todo un grupo, sin posibilidad de que nadie deje de llevarse su parte, habrá “polizones”: personas que a sabiendas de que se van a llevar igualmente dicho beneficio, no quieren afrontar su fracción del coste. Por ejemplo, un empleado que no paga cuota sindical pero se beneficia de la presión ejercida por quienes sí lo hacen. El habitual rey del escaqueo en los trabajos académicos grupales. O la clásica figura del vecino que no quiere pagar su porción de la derrama por instalar un ascensor porque sabe que igualmente llegará a su planta.

Si nos vamos a la unión de coopetencia y medios digitales, este personaje es el que omite cualquier éxito de la competencia. El que jamás admitiría que lee a sus rivales pero juzga cualquier imprecisión que cometan como un pecado venial. El que propaga las malas noticias ajenas con una sonrisa beatífica en los labios; la misma que debe tener alguien que compró acciones de Apple hace quince años.

El que no es consciente de que, como ejemplificó Eduardo Arcos, somos un grupo de barcos que navegamos hacia el mismo lugar. Si la ola nos arrastra, nos arrastra a todos. Si le va bien a un rival significa que, como nosotros, vive de un modelo que puede funcionar. Habrá algunos que se agarren a la perfección a los obenques de la mesana, y sepan hacia qué ojo del bicho apuntar el arpón. Otros quizás no sepan prepararse para la llegada de una ola monstruosa que les acabe partiendo el navío en dos y den con sus huesos en una playa lejana. El leviatán siempre aguarda a la vuelta de la esquina. Quien directamente se tenga que enfrentar sólo a la gran ballena blanca porque sus embustes le han dejado sin compañía, acabará como mínimo en el purgatorio de la isla desierta, donde ningún polizón recibe beneficios del grupo porque ya no tiene ningún grupo al que pertenecer.

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