Pobres criaturas: el origen del mundo en un orgasmo femenino

Lara Escobar Hernández
9 min readFeb 29, 2024

En Pobres criaturas, Yorgos Lanthimos desenfunda su vertiente más ácidamente cómica en una reinterpretación de Frankenstein en la que no abandona, sin embargo, su habitual singularidad y sordidez. La película nos presenta a la intrigante Bella Baxter en un viaje de descubrimiento personal que arranca como una exploración de su placer y desemboca en revelaciones identitarias y el desentrañamiento de las grandes mentiras de la sociedad. Adaptación de la novela homónima escrita por Alasdair Gray, la cinta se sirve del telón moral que tejía la clásica obra de Mary Shelley para divagar sobre su subversivo potencial como relato sobre la emancipación femenina.

Bella Baxter (Emma Stone, quien tras La Favorita vuelve a colaborar con el director, esta vez también como productora) es resucitada por el eminente Doctor Godwin. Concebida como un experimento, su curiosidad e intelecto comienzan a evolucionar hasta el punto de que decide escapar de la casa de su creador para aventurarse en una reveladora odisea por el mundo.

Pobres criaturas pone a disposición todos los ingredientes de un cuento gótico de ciencia ficción: un científico que busca el conocimiento a toda costa y sin cercos morales, una creación que se libera del control de su creador y un conflicto incipiente preparado para dinamitar las bases morales establecidas. Pero lo que también ofrece es la visión de un Lanthimos que pone todo a punto para retratar la absurdez y amargura de la sociedad a través de los ojos de la protagonista de su película. A ello contribuye una puesta en escena particularmente refinada y un inesperado regusto optimista — que resulta especialmente sorprendente por provenir del mismo autor detrás de títulos tan cruelmente desesperanzadores como Canino o El sacrificio de un ciervo sagrado — .

a partir de aquí, spoilers de la película

Los primeros compases de autonomía que Bella entona son sus orgasmos. En su habitación o en la mesa del comedor, de noche o de día, Bella empieza a explorar su placer a través de la masturbación. Educada lejos de las convenciones sociales, desconoce los tabúes y prejuicios sobre la sexualidad (especialmente la femenina) y son sus impulsos sexuales los que la conducen a emprender el primer paso de su viaje de revelación personal. En este punto conoce a Duncan Wedderburn, un mujeriego rendido a una vida de placeres. Bella decide fugarse con él a pesar de que ha sido prometida, tras sus espaldas, con Max, el ayudante del doctor. La protagonista desconoce y reniega de cualquier clase de autoridad que este pueda tratar de desplegar para frenarla: ni trabas matrimoniales ni compromiso sobre su independencia; Bella no se rinde ante Max, tampoco ante Godwin. Así, el personaje evoca un mundo (o la posibilidad de un mundo) sin ataduras para el género femenino.

En este paso inicial de su periplo, detectamos una ocurrente alegoría que se oculta tras el inmodesto apodo por el que Godwin es denominado en ocasiones: “God” (Dios). Sin el contexto detrás de este sobrenombre, son varios los personajes de la película que muestran confusión ante las crípticas frases que emite Bella, sobre todo al principio — invocando en sus diálogos a un tal “God” o “Lord” cuando alude al doctor que le devolvió a la vida — . Después de todo, tal y como se plasma en la obra en la que se inspira esta historia, el doctor Frankenstein, en su afán por expandir su conocimiento, desborda su rol como científico para rozar el de un dios creador (un “moderno Prometeo”). Godwin bien puede considerarse ese dios creador para Bella y, ya que es ajena a cualquier fe religiosa, es también el único “dios” al que responde. Ahondando más en el paralelismo y tomando a Godwin como una suerte de autoridad divina metafórica, podemos alcanzar a vislumbrar el abandono de Bella de su hogar como la rebelión de una particular Eva en el Jardín del Edén. El “dios” de Pobres criaturas, sin embargo, es menos severo que el consabido Dios católico y sus sentimientos paternales más benevolentes. Para él no hay realmente una “fruta prohibida” y como patrón y firme creyente del método científico, al final cede al deseo de su criatura y deja que se fugue, consintiendo la empresa de Bella y su ambición por explorar y experimentar el mundo; tal y como la ciencia alienta, en cierto modo, la búsqueda de conocimiento.

Ya sea en Lisboa, en París o en un crucero rumbo a Atenas, la protagonista de este título traslada su modo de ver el mundo al exterior y no son pocos los tropiezos que esto entraña. Sin embargo, en general es el resto de personas quienes cargan con esos deslices: Bella acaba desnudando sus certezas y les deja desprovistos de la comodidad de ellas. El personaje de Duncan, por ejemplo, se ve especialmente afectado cuando cae prendado por ella y su enamoramiento le convierte en un hombre despechado y patético, mostrando el absurdo de su estilo de vida basado en desechar mujeres como objetos de usar y tirar. Del mismo modo, el prostíbulo en el que trabaja Bella en París acaba experimentando transformaciones, rigiéndose por un sistema que trata de dar más poder a las prostitutas. Y hasta el cínico Harry, a quien conoce en el barco camino a Grecia, se replantea su filosofía personal tras presenciar el genuino dolor de la protagonista ante el descubrimiento de las graves taras de la sociedad. La cinta transmite con simpleza la idea central que encarna Bella: el mundo puede ser diferente. Su personaje esboza un nuevo mundo al que añade matices a medida que avanza en su proceso de aprendizaje, desmontando las supuestamente inmutables reglas de la sociedad. Para Bella, que ha aprendido antes a diseccionar cadáveres que a comunicarse verbalmente, la posibilidad de cambio es más tangible de lo que muchos se atreverían a aventurar.

Retomando la comparación del personaje con su homólogo clásico, el monstruo de Shelley, se pueden apreciar varias diferencias entre ambos, especialmente en el modo en que se desenvuelve su exploración por el mundo. Bella es un “monstruo de Frankenstein” que se desmarca del original esencialmente a causa de sus privilegios: goza de una apariencia atractiva y de un creador con vastos recursos económicos, quien además ha desarrollado un vínculo parental hacia su criatura. Si el monstruo de Shelley asustaba por su apariencia grotesca, el de Godwin puede llegar a asustar por su mentalidad desanclada de la sociedad y sus normas. Sin embargo, en primera instancia lo que el resto juzga es su aspecto superficial (como es el caso de Duncan), para luego recibir con estupor sus extraños e indómitos pensamientos. A diferencia de los lastimeros y rencorosos sentimientos del monstruo gótico, Bella demuestra una inquebrantable fascinación por la vida y una ávida curiosidad. Su entusiasmo despunta dentro del enrevesado contexto de su “resurrección” y de su identidad: un bebé no nato de una madre suicida. En este punto podríamos discutir sobre el dilema moral que ronda en torno a la creación de Bella y el uso del cuerpo de su madre, encarándolos como ejemplos de la explotación no consentida de las mujeres (y sus cuerpos y cerebros) por parte de hombres, pero la película opta por focalizar su discusión moral respecto a esta cuestión de una forma no tan uniforme. Los retratos más evidentes y brutales de esta represión a la mujer los portan los personajes de Duncan y Alfie (este último amenazando con extirpar el clítoris de Bella como forma de controlarla); mientras que, al final, Godwin es redimido como un hombre maltratado por la vida y un benevolente creador (y proyecto de padre).

La cuestión del trabajo sexual también presenta una retórica que no está exenta de ciertas incongruencias, sobre todo en el marco de la opresión. La cinta, en este aspecto, se debate entre el empoderamiento que le reporta a Bella el trabajo sexual y la explotación de un concepto de poder enquistado en el feminismo neoliberal o en la mirada masculina. En la candidez inicial de la Bella que solicita un puesto de trabajo en un prostíbulo parisino deducimos su evidente desconocimiento de la profesión y de la carga simbólica y patriarcal que esta porta. No obstante, tras su educación en socialismo gracias a Toinette, su compañera de trabajo y amante, no observamos ninguna variación notoria en su perspectiva de la prostitución, tan solo una propuesta de introducir ligeros cambios en el funcionamiento de las relaciones con los clientes. A pesar de que se pueda leer la entrada de Bella en la prostitución como una hermandad con una parte estigmatizada de la sociedad con la que conecta a través del tabú del sexo, resulta cuanto menos extraño que su ambición por ir más allá de lo establecido alcance aquí un punto muerto. Es posible que Bella se resigne a la opresión patriarcal de este contexto (aunque muestra cierta resistencia a ella en algún punto) o que su privilegio de clase le disuada de ser más drástica en sus propuestas de cambio (al fin y al cabo tiene un hogar en Londres donde volver). Sea cual sea, la radicalidad de su discurso inicial se diluye en un conformismo liberal que choca con las primeras y más atrevidas estrofas de su rebelión individual. Por supuesto, un cierto componente de radicalidad perdura y se evidencia en las airadas reacciones por su elección profesional, y por su libertad sexual, pero aunque la película muestre en una detallada colección de escenas el supuesto disfrute de Bella como trabajadora sexual, también sugiere su molestia (ante el sistema por el que se rige el burdel) y su repugnancia (por varios clientes desagradables). Por esta razón, es en cierto modo confuso ver cómo el mensaje de cambio e individualidad que abandera Bella no se invoca con la misma fuerza en el caso de una profesión en la que impera la desigualdad y la opresión.

Resulta curioso que, en el panorama de candidatas a Oscars de este año, haya dos películas (Barbie y Pobres criaturas) que coinciden en usar como portavoces de sus respectivos discursos feministas a personajes que ignoran la existencia del patriarcado y todo lo que conlleva. Ambos títulos también coinciden en mostrar el sistema patriarcal desde su lado más vulnerable y ridículo: es casi tan absurdo mirar al patriarcado desde el prisma de Bella que desde el de Ken, porque mirar sin el prejuicio lo expone como lo que es: una construcción cultural, social y política que, por tanto, no es inamovible ni absoluta (y a veces ni tan digna como se quiere sostener). En una película se equipara el patriarcado con un extravagante culto a los caballos y en otra Bella muestra la confusión que una sola mujer libre puede causar. Pero, en última instancia, el terreno en el que confluyen ambas cintas es el del conformismo al sistema. Sus mensajes feministas, salvando las distancias, apuntan a lo obvio (que no irrelevante), pero no se atreven a ahondar más. Quizás sea injusto analizar Pobres criaturas de este modo, ya que su discurso contiene algunos pasajes que dejan entrever un deseo por reflexionar sustancialmente y provocar; pero su radicalidad parece disolverse a medida que Bella avanza en su aventura. Lo que este feminismo propone es, al fin y al cabo, una invitación a la subversión que incomoda pero que no rompe nada, una respuesta radical que se desinfla hasta evocar la solución en la forma de una revolución calmada y acomodada.

En su final, la película cierra con una estampa de felicidad y sosiego. Bella contrae matrimonio con Max, trae a su novia de París y convierte a su amenazante padre-exposo en un ser fácil de manejar. Y es aquí donde la película decide asentar la conclusión de la pintoresca odisea de Bella Baxter. Quién sabe si la huella que dejó por el mundo movilizará el cambio: en el prostíbulo donde trabajaba, en la visión de Duncan Wedderburn de las mujeres, en la filosofía de Harry Astley o incluso en el porvenir de Felicity, el último “experimento” de Godwin. Existe esperanza para la mujer que vivió como quiso dictando su perspectiva a un mundo demasiado cómodo en sus convenciones y demasiado veloz en el dictamen de lo que debe o no debe ser. Existe, también, la posibilidad de que Bella no sucumba a la comodidad, pero eso es un capítulo que queda fuera de la propuesta de la cinta y reservado a la imaginación (y esperanza) de quien la ve.

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