La felicidad está a 7.261,74 km de distancia

Las Perdidas
3 min readJan 1, 2017

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Un adorable Macaulay Culkin

Cada vez que vuelvo a casa por navidad lo constato con el primer abrazo en el aeropuerto, somos una familia normal.

Hacer esa afirmación en los tiempos que corren no es fácil. Ser una familia normal incluye muchas y variadas condiciones. Hay que establecer roles definidos e inamovibles (mi mamá es la madre, mi papá es el padre, yo soy la hija perdida, mi hermano es la joven promesa –que además es un poco rarito). También son necesarios abrazos afectuosos, así como la celebración de reconocimientos minúsculos y la omisión de detalles inconvenientes en la vida de cada quien.

Existe una condición sine qua non para que estas condiciones se cumplan: Distancia. Física o emocional.

La distancia de mi familia normal es física (la mejor clase de distancia). Por eso, el desequilibrio comienza con el aterrizaje y con el paso de los días la tensión va en aumento. La única forma de lidiar con ello son los certeros comentarios pasivo-agresivos, a los que les siguen las peleas, que nos catalogan como la más normal de las familias.

Yo recorro cada año 7.261,74 kilómetros para reunirme a pelear con mi familia. Son batallas necesarias porque nos reacomodan por dentro y fortalecen los afectos a punta de gritos, amenazas, lágrimas y abrazos.

Durante el resto de los días mantenemos el equilibrio con conversaciones y vinos en la terraza. Nos acostamos temprano y compartimos desayuno hasta el momento de partir nuevamente. Entonces lloramos y nos olvidamos de los comentarios pasivo-agresivos.

Así es cada año, y cada visita trae consigo una revelación nueva. La de este año me resulta irreprochable: El océano que me separa de mi familia es el mismo que nos une.

¿Quiere usted a su mamá? Entonces váyase lejos.

En la distancia todo es cariño, comprensión y consenso. Nadie discute porque “todos la tenemos difícil”. Nos llamamos todas las noches para apaciguar la soledad, acallar el miedo y enterarnos de los pormenores diarios de la vida propia y la ajena. Nos celebramos las victorias y culpamos a los jefes y compañeros de piso de las desgracias. Y todos nos decimos “pobrecitos” a nuestras espaldas.

He corroborado empíricamente esta hipótesis en distintas oportunidades. La primera vez que me fui de casa para regresar solo en vacaciones y festividades, fue cuando comencé la universidad. Como por arte de magia, la relación con mis padres floreció. Sí, es verdad que necesitaba llamarlos con frecuencia para pedirles dinero. Pero a modo de introducción y cierre de esas llamadas, les contaba mi vida de estudiante recién llegada a la capital y les pedía consejos que escuchaba con atención y nunca seguía.

En el momento en el que me mudé de país, llegó Whastapp a nuestras vidas y el vínculo se volvió inquebrantable. Ni que quisiera podía ignorar las conversaciones familiares. Así fue como compartí con ellos el inicio de mi vida adulta y profesional. El mejor consejo de mi madre, que nunca olvidé, fue “antes que nada, hazte amiga del recepcionista”.

Luego me fui a Barcelona y le hice a mi padre incontables llamadas, que él no atendía porque no sabía cómo, para pedirle consejos sobre la escritura. Este blog, y los otros tantos intentos fallidos, no existirían hoy de no ser por su consejo de constancia y disciplina (ja).

Sin embargo, aquí estoy hoy, en una tarde de diciembre, sentada en la sala de la casa familiar, rodeada de gente que no me deja escribir.

La misma familia que me aconseja que no abandone la escritura, me pide favores mientras tecleo. Se sientan a mi lado a mirar videos en el celular a todo volumen. Aquellos quienes auguran mi –entredicho- éxito, interrumpen mis jornadas de reflexión para que vaya a visitar a una tía lejana. Me llaman a desayunar en las horas más productivas y a cenar en las horas de ocio.

A veces me descubro husmeando en la página web de inmigración de Australia.

Es porque te quiero, mamá.

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Las Perdidas

Una perdida (1987) y otra perdida (1978) hacen Las Perdidas. “Una noche caminando por el Raval le pregunté a Barcelona si me quería. Aún no me responde…”