La incontrolable necesidad de controlar

Leo Schmidt
9 min readOct 30, 2021

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Todos conocemos a alguien que necesita controlarlo todo, alguien absolutamente poseído por el mecanismo inconsciente del control. O probablemente ese alguien sea uno mismo, y ni siquiera lo sepa. Ver un poco más profundo en el mecanismo del control puede traer la claridad necesaria para trascenderlo. ¿Cómo se manifiesta el control? En ocasiones podemos percibir que una situación debería ser distinta, que la manera en la que otras personas se comportan es errónea, uno siente que eso es una especie de error que debe ser corregido, y en consecuencia surge el deseo de controlar. La necesidad de controlar tiene su origen en las situaciones de la vida que resultaron traumáticas, en donde una parte nuestra rechazaba lo que sucedía y deseaba desesperadamente tener el control. Esas situaciones pueden ser eventos aislados, como algún tipo de abuso físico o psicoemocional, un accidente, o la pérdida de un ser querido; o puede desarrollarse durante años, como por ejemplo al observar la relación disfuncional de los padres.

Durante esas situaciones traumáticas el miedo y el deseo se hacen parte de la cuestión, el miedo es a que eso se repita, y el deseo es a que eso nunca hubiese ocurrido. Las conclusiones que se sacan ante esas heridas emocionales probablemente no ocurren en palabras, pero si pudieran hablar dirían: “esto no debería estar pasando”, “esto es un error”, “esto debería ser de otra manera”. Así la mente egoica se ve a sí misma como una víctima de la circunstancia, por eso necesita controlarlo todo. El control oculta un abanico de emociones reprimidas y rechazadas, como por ejemplo angustia, inseguridad, desesperación, nervios, ansiedad, preocupación, etc. Cuando ese mecanismo se instala uno comienza a vivir dentro de la necesidad de controlar. Desde esa inconsciencia no solo la propia experiencia de vida necesita ser controlada, sino también la de los otros. Es algo así como autoproclamarse “supervisor” de la experiencia de vida propia y ajena.

El impulso de controlar puede llegar a ser incontrolable, así la persona poseída por el control necesita imponer su visión a la existencia, amoldándola a su propio juicio.

Una persona controladora percibe todo desde el juicio, ya ha justificado todo lo que considera correcto en su interior, y ya ha condenado todo lo que considera incorrecto en lo externo. Para esa persona la vida misma es un gran error constante, por eso pone toda su energía en corregir los errores que ve afuera, y así ignora totalmente que el sentimiento de error vive en su interior. Algunos necesitan controlar absolutamente todo lo que está a su alcance, pueden intentar controlar algo que está en la otra punta del mundo, la tecnología moderna le ofrece al ego alcances mundiales. Si esa persona poseída por el control no puede controlar directamente a tal persona, buscará controlar a otros para llegar indirectamente a esa persona. Así una persona controladora necesita controlar toda situación, conversación, decisión, incluso pensando que lo hace “por amor”.

La persona que controla y la que es controlada son devotos del mismo mecanismo, ambos juegan el mismo juego desde la inconsciencia. Y ese juego, al volverse cotidiano, queda normalizado y pasa así desapercibido.

(Este artículo es un fragmento del libro “Eterna Consciencia”, disponible en e-book e impreso >AQUÍ<)

Todo lo que hace una persona controladora ha sido pensado, planeado, y ensayado. Necesita imaginar, calcular y evaluar todas las alternativas y escenarios posibles antes de dar un paso, no puede ir donde su mente no ha ido antes. La necesidad de controlar puede tener justificaciones mentales de todo tipo, ecológicas, espirituales, económicas, sociales, políticas, etc. Es indistinto, ya que la justificación es la otra cara de la condena. Es decir que justificar el control que uno le impone a otro ser humano es condenar a ese ser humano. Desde el control no existe lugar para la espontaneidad o la presencia, ya está todo decidido mentalmente de antemano. La necesidad de controlar toma forma de diálogo interno incesante, lleno de angustia, preocupación y rechazo; y desde ese lugar interno todo es escaneado, juzgado y controlado.

Cuando el control está fuera de control…

Un miedo muy común en las personas es el miedo a perder el control, a no estar en control de la situación, de lo que se piensa, dice y hace. Pero mientras hay control realmente no hay libertad, no hay vida que vivir, porque la vida está siendo vivida por un mecanismo inconsciente. Cuando una persona no puede evitar controlar, puede creer que controla esto y aquello, pero las acciones de esa misma persona están fuera de control. Ese ser humano vive así en un descontrol, poseída por una incontrolable necesidad de controlar. El mecanismo no se apaga por más que la persona esté sufriendo o disfrutando, no tiene botón de pausa. La experiencia de vida se convierte en algo así como un forcejeo, una pulseada, una incesante confrontación entre lo que es y lo que debería ser.

El que necesita controlar a los demás piensa: “¿qué haría el otro sin mí?”, pero nunca se pregunta que sería su propia vida sin el mecanismo del control, estaría comenzando a vivir.

Una persona poseída por el control puede generar sufrimiento innecesario entre sus seres queridos, sin poder detenerse y observarse a sí misma. Hay personas controladoras que, al ser confrontadas, simplemente dicen: “no puedo evitarlo, es más fuerte que yo”. Esa es la entidad imaginaria hablando, que no puede hacer más que ejercer control incluso cuando eso cause sufrimiento innecesario en uno mismo y en su entorno. Las alternativas parecen ser dos: ejercer control, o sentir todo lo que hay por debajo del impulso de controlar. El control es una especie de anestesia, si ese control no es ejercido la persona se vería confrontada por todo el dolor y sufrimiento que ha sido rechazado y reprimido por décadas. Cada circunstancia de la vida es una oportunidad para trascender el control, para rendirse y entregarse a lo que es. La resistencia puede ser enorme, porque entregarse a lo que es sin intentar controlarlo implica sentir la herida en su totalidad.

La persona que controla necesita que la vida se adapte a sus juzgamientos, así el juicio se convierte en el director de la obra de teatro propia y de quienes lo rodean. Las cosas deben ser como uno exige que sean, porque en el pasado las cosas no fueron como uno quería que sean, es como una venganza inconsciente. Una persona controladora necesita manejar la voluntad de otras personas, se interpone entre la voluntad del otro y su experiencia de vida, necesita imponer su voluntad por sobre la del otro. Es una forma de abuso y de violencia inconsciente, casi siempre naturalizada. La persona controladora necesita controlar las decisiones y elecciones de otras personas, no puede entablar una relación profunda con quien no puede controlar, y sus relaciones suelen ser más “íntimas” con quienes puede controlar.

Al controlador no le importa en absoluto lo que el otro piensa o siente, eso ya ha sido juzgado como erróneo, por eso solo le importa que el otro se adapte a uno, solo de esa manera el otro dejará de ser “un error”.

Algunas personas, al ver una situación que necesitan controlar, prefieren mirar para otro lado para evitar la desesperación que les genera. Incluso pueden aprender a no intervenir, pero sin soltar el juicio que los hace ver allí una “situación errónea”. Eso se convierte en una habilidad similar a la de no gritar cuando se siente un dolor, pero ese dolor permanece oculto junto al mecanismo inconsciente del control, porque ese dolor es la raíz del mecanismo.

Una persona poseída por el control no puede entender como los demás no ven las cosas de la misma manera que uno las ve. Esa persona ve como todos los demás están equivocados, sin advertir que su propia experiencia de vida sucede dentro del sentimiento de error. Si uno se pone lentes de color rojo todo se verá rojo, y si uno vive desde el sentimiento de error todo se verá equivocado. La persona controladora es como un jefe obsesivo, que impone una determinada manera de hacer cada pequeña tarea a todos sus empleados, y así los asfixia. La voluntad personal debe ser impuesta afuera, porque la voluntad de los otros es vista como errónea, y debe ser supervisada constantemente. Si el control se manifiesta en una persona cercana, sea en la pareja o en un miembro de la familia, la situación es como convivir con ese jefe obsesivo las veinticuatro horas del día, sin descansos ni vacaciones.

Cuando una persona convive con alguien poseído por el control, comienza inconscientemente a pensar de la misma manera en la que piensa el controlador. Sin siquiera darse cuenta la persona que es controlada se pregunta a sí misma: “¿qué me va a decir?”, “¿qué me va a corregir?”, y así el mecanismo inconsciente se propaga entre humanos como un virus. El control se despliega incluso más intensamente en las personas cercanas, en los seres queridos. Quien busca controlar a su familia o a su pareja probablemente lo hace creyendo que eso es amor, confundiendo al control con una “buena intención”. La mente egoica dice sin decirlo “te controlo porque te amo”, “necesito que se cumpla mi voluntad por sobre la tuya”. Es como decir “te quiero solo si te puedo controlar”, “me quieres solo si aceptas mi control”. Y quien recibe control recibe inevitablemente juicio, desconfianza, y rechazo.

Los padres inconscientes generalmente creen que sus hijos deben ser controlados, no sólo cuando sus hijos son niños, sino durante toda su vida. Por ejemplo, si un niño está jugando y sus padres sienten miedo de que se lastime, desde la inconsciencia le dirán cosas como: “hasta que no te lastimes no te vas a quedar tranquilo”. Pero la intranquilidad no está en el niño sino en sus padres, lo que ellos ven es su propia mente proyectada afuera. Así los padres imaginan desde el miedo cómo podría terminar esa situación, todo lo malo que podría ocurrir, y toman el producto de su imaginación como real. Si el niño se lastima, que es algo cotidiano en los juegos infantiles, la inconsciencia se hace escuchar al grito de: “te lo dije, yo tenía razón”, porque el ego siempre necesita tener la razón.

Una madre inconsciente oscila entre la sobreprotección y el abandono, y un padre inconsciente oscila entre el autoritarismo y la indiferencia.

La sobreprotección puede parecer ser la opción menos dañina, pero puede ser tan dañina como el abuso físico o psicoemocional, de hecho, es una forma de abuso. Al sobreproteger a un niño se le está amputando la capacidad de valerse por sí mismo, y de descubrir la responsabilidad en su interior. Es así una especie de castración psicoemocional, y quién sobreprotege probablemente confunde eso con amor. La sobreprotección surge de la necesidad de sentirse necesitado, tal vez porque durante la infancia uno aprendió que amar es necesitar y que ser amado es ser necesitado. El “lugar” de un padre consciente es, por así decirlo, detrás de los hijos, y no delante de ellos. Si uno se pone por delante del niño, está limitando y condicionando su experiencia de vida, su libertad esencial. Es muy común que los padres inconscientes confundan al juicio y al control con el amor. Cuando se intenta controlar a los hijos para que trabajen de tal cosa, para que estudien tal carrera, para que tengan hijos, para que se casen, o para que se adapten a tales expectativas y exigencias, lo que se emana inconscientemente es juicio y rechazo. Así se intenta que el hijo aborte el tipo de vida que está llevando, y que adopte un estilo de vida que cumpla con el control impuesto por los padres.

En la búsqueda de aceptación externa, uno inevitablemente se pierde a sí mismo. Y lo que todo ser humano busca es ser aceptado por lo que es, no por lo que debería ser. No importa cuánto tiempo uno pueda resistir, tarde o temprano la vida pone fin al reinado del control, trayendo una y otra vez situaciones que están fuera de nuestro control. La mejor medicina para el control son las situaciones de la vida en las cuales no tenemos control en absoluto, y esas situaciones suelen ser vividas desde el sufrimiento extremo. La necesidad de controlar puede sostenerse hasta el último aliento, pero la liberación de ese mecanismo inconsciente puede también ocurrir durante el curso de la vida. Las circunstancias de la vida que activan nuestro mecanismo de control son una bendición, nos ofrecen la oportunidad de verlo conscientemente justo en el momento en el que se está manifestando.

Si uno comienza a ver que está poseído por el mecanismo inconsciente del control, no tiene sentido intentar hacer algo con ello, no se puede controlar al control. Cuando el control es controlado a través del esfuerzo y de la disciplina, el control se fortalece aún más. Pero, cuando el mecanismo es contemplado conscientemente en el momento en el cual se está manifestando, uno mismo es contemplado. Si uno puede entregarse incondicionalmente a sentir toda la carga emocional que sostiene el mecanismo del control, el juego inconsciente es descubierto, e inevitablemente se disuelve.

No controlamos las cuestiones más fundamentales de la vida, la digestión, el latido del corazón, el funcionamiento del sistema circulatorio; de hecho, no tenemos control alguno sobre la vida. El control es una ilusión del ego, en realidad no existe posibilidad de controlar nada. El control es una sensación imaginaria, tal como un niño que va de paseo en un auto, creyendo que lo conduce desde el asiento de atrás y con un volante de juguete.

Leo Schmidt

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Leo Schmidt

“Lo que debería ser vive en la imaginación. Lo que está siendo vive en el momento presente”