La reforma de mi hogar, la reforma de mi corazón

Relato basado en Marcos 2:1–12

Lisi Clark
3 min readApr 27, 2022
Foto: Layton Diament / Unsplash

«Mi casa es la tuya» ya no es ninguna frase hecha para mí. Desde que Él autorizó su reforma, este hogar es diferente.

Fue todo un honor que Jesús eligiera nuestra casa. Tardé tres días en preparar tentempiés, barrer, fregar y dejar la sala principal despejada para que cupiesen sus estudiantes.

Pero llegó el gran día, y mi noción de anfitriona perfecta se desmoronó en tres segundos.

Primero llegaron diez, después quince, luego veinte. No quedaba dónde sentarse, y seguían entrando. Con cincuenta, dije: — Hasta aquí hemos llegado, no pasa ni uno más — , pero llegaron los mandamases. No tuve más remedio que colocarles al frente. La gente se encaramaba a las ventanas, espachurrando las cortinas. El atropello fue absoluto. Suspirando, le pedí a Dios que bendijera este caos en casa, que al fin y al cabo solo administrábamos lo que era suyo.

Contestó, porque fue abrir Jesús la boca, y se detuvo el tiempo. Jamás había escuchado enseñanza igual, amor igual. Con cada palabra mi vida cobraba más sentido.

Tardé en percatarme del ruido que venía de arriba. Voces, pasos. Jesús seguía como si nada. De repente, golpes. Busqué alarmada a mi marido. Más golpes. Hierro raspando contra piedra. ¿Qué hacían en nuestro tejado? Caía arenilla. Mientras Jesús se explayaba, me invadía el pánico.

Atrapada en mi propio salón, no daba crédito. Ahí en medio del techo se abría un boquete y de repente nos guiñaba un cielo azul. Uno de los sinvergüenzas hasta se asomó y saludó a Jesús. Todos murmuraban. Ignoré el codazo de una vecina, concentrándome en controlar mis expresiones faciales mientras se seguía despedazando el techo. Calculé el dinero y el tiempo que no teníamos para arreglarlo.

Me intenté calmar: si Jesús no lo paraba, sería por algo. De pronto, bajo el techo abierto, no pude evitar pensar que algo muy grande se había abierto también en mi corazón ese día, que mi alma también por fin atisbaba cielos abiertos, que ya no había barreras. Mientras se desplomaba el techo, se derrumbaba mi incomprensión, mi tozudez, mi forma tan desesperada de agarrarme a lo mío.

Por fin una camilla descendió por la brecha sobre nuestras cabezas polvorientas. Nosotros, gente cumplidora, quizá no la hubiéramos dejado pasar, porque ¿cómo iba a venir este ante Jesús? Un hombre roto, inmundo yacía ahora ante nosotros, y todos conteníamos el aliento.

Lo que ocurrió ya es historia. Gracias a la fe de sus amigos, la curación espiritual y física del paralítico ocurrió a cielos abiertos.

El día que Jesús me pidió la casa, yo tenía mis ideas de cómo se usaría: de manera tranquila, pausada, respetable, organizada, conducida, contenida. Jamás imaginé que Él autorizaría la destrucción y reforma integral de mi vivienda. Abrirse a Él es arriesgarse a perderlo y ganarlo todo.

Por cierto, el vecindario entero se volcó en arreglar el tejado. Pero incorporamos un pequeño lucernario en el diseño, un recuerdo tangible del día en que la luz entró a nuestras vidas.

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