La desesperanza de Otto

Luis Angel Sas
3 min readJun 12, 2018

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Llegamos a San Miguel Los Lotes con mis compañeros Carlos y Erick minutos después de la desgracia. Cuando las partículas de polvo y ceniza dificultaban ver y respirar; cuando las personas salían como del mismo infierno: con la piel cayéndose a pedazos y horror en la mirada

Llegamos cuando dos bomberos, antes de entrar a la “zona cero”, se abrazaban y se deseaban suerte. “Recordá que alguien te espera” le advertía el más experimentado al joven. Tomaron su camilla y caminaron hacía donde estaban las casas sepultadas.

Seguí los pasos de aquellos bomberos por un sendero creado por soldados y policías: colocaron tablas, blocks y todo tipo de material que pudiera servir para que los zapatos no tocaran la ceniza que hervía. Muchas de las botas que usaron quienes entraron de primero terminaron derritiéndose al final de la noche.

En el camino encontré a una mujer que era llevada en camilla.Tenía los pies negros como carbón y la cara gris por la ceniza, intenté hablarle, pero antes me dio una recomendación escondida en súplica: “no vaya, si se quiere no vaya”.

Continúe en el sendero, pero cada paso era como pisar brazas. Después de segundos había que buscar una piedra o donde colocar los pies para no quemarse. También el calor del ambiente aumentaba. Fue allí cuando observé los primeros cuerpos que humeaban. Eran tres personas: una mujer y dos niños que corrieron para escapar, pero fueron alcanzados. Quedaron muy cerca de salvarse, diez metros después el flujo se detuvo.

“Está muy caliente, regresá mejor” me aconsejó un bombero. Era cierto, el vapor era muy fuerte y se dificultaba respirar.

Después de media hora el bombero regresó solo y se tumbó en el piso: “No puedo” confesó con aire de derrota. Ni él ni yo estábamos preparados. Creo que nadie estaba preparado para recibir tanto. Para absorber tanto sufrimiento.

A lo lejos se podían escuchar gritos de auxilio, gritos que salían del alma. “Se están quemando” me vociferó un joven de unos 18 años mientras apretaba mis brazos “Ayúdeme” suplicó sin esperar mi respuesta y siguió corriendo hacía el pueblo más cercano. Estaba fuera de sí. Hubo un momento en que yo también lo estuve. Sólo sentía el calor, pero no podía moverme. No sabía qué hacer y solo reaccioné cuando observé a Otto.

Otto se tomaba el cabello y se lo quería arrancar, apretaba las manos contra su cara, estiraba su playera gris. Su desesperanza no tenía consuelo: “Los dejé, los dejé ¿Por qué?” repetía en medio del llanto. Me acerqué y narró su pena. Él salió de su casa hacía la carretera principal para tomar aire, su esposa y sus dos hijas se quedaron dentro. Cuando vio que el flujo de piedras, arena y agua bajaba hirviendo decidió correr lo más rápido que pudo. Dejó atrás a una mujer y dos niños que sí fueron alcanzadas por el fuego hecho fango. Eran los cadáveres que había visto minutos antes.

Cuando se puso a salvo recordó a su familia, quiso volver, pero no pudo. “Por lo que más quieran vayan a salvarlos” le decía a Bomberos, pero era imposible llegar a esas casas.

“Sin ellos no puedo vivir” dijo antes de aventurarse en la búsqueda de su familia sin más ayuda y herramientas que sus manos. No lo volví a ver esa noche. De hecho esperaba verlo. Quería verlo. Saber de él.

La poeta Emily Dickinson escribió:

Morir no es casi nada, algo pasado,
pero vivir incluye
el morir muchas veces

Ese día en San Miguel Los Lotes creo que morí un poco para vivir más.

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