Los trampantojos de la literatura de combate

u otra crítica de “La trampa de la diversidad” de Daniel Bernabé

Elizabeth Duval
22 min readSep 9, 2018
Versión abreviada y en vídeo del texto.

Hay una diferencia entre aquello que decimos es nuestra intención, aquello que realmente tenemos como intención y aquello que reflejan nuestros actos en relación con nuestras intenciones. La trampa de la diversidad ha abierto un debate que ya estaba abierto, pero lo hace en el peor momento posible, echando sal y metiendo el dedo en las llagas mientras otras partes se descomponen, se gangrenan, se atomizan.

Para intentar entrar en este debate (e, idealmente, zanjar algo) debo también dejar claro qué quiero hacer respecto a aquello de lo que hablaba al abrir esta crítica, es decir, cuál es mi intención. No busco arremeter contra Bernabé, ni criticar sus actitudes o su persona, que poco aquí me importan (por impropias o vergonzosas que se puedan considerar). No quiero entrar en el fango ni jugar duro. Tan solo quiero apuntar allá donde creo que el autor se equivoca, sea por cuestiones metodológicas o de fondo; discernir para qué (si es que lo hace) puede servirnos La trampa de la diversidad y para qué no, y dónde están los puntos flacos de su análisis.

Hay tres aspectos principales a tratar, el último consistiendo más bien en una elaboración a partir de los errores señalados en los dos anteriores y retomando para finiquitar con otras conclusiones sobre cuál debe ser la responsabilidad de la teoría ante la situación de la izquierda actual. Cabe preguntarse si a Wagenknecht, del recién formado movimiento alemán Aufstehen, le gustarían las tesis de La trampa de la diversidad. Estoy segura de que a Bernabé no le gustan ni Wagenknecht ni Aufstehen, pero una cosa es lo que se quiere conseguir y otra muy distinta aquello que se consigue.

Hablaré, primero, de por qué yerra Bernabé en su definición de la modernidad y de la posmodernidad; segundo, de las definiciones contradictorias que ofrece del neoliberalismo; por último, de qué quiere el autor con el libro, qué podría conseguir y adónde debemos dirigirnos vis-a-vis estas contradicciones. Existen aspectos en torno al análisis que hace Bernabé de los mecanismos culturales que en todo esto medran; sin embargo, al tratarse de la parte del libro con la cual más podría estar de acuerdo y que más interesante me parece, no sería pertinente dedicarle el espacio que dicho análisis exige en esta crítica, ni tampoco es el análisis de Bernabé tan extenso como para que constituya un nuevo punto de partida que no haya sido debatido en mayor extensión o profundidad con anterioridad, ni en el cual yo pudiera ofrecer discrepancias particularmente interesantes.

Trataré de hacerlo en (relativa) profundidad, alejándome en lo que pueda de simplificaciones excesivas o de reducciones al absurdo, pero sin el retintín que ha marcado alguna de las críticas ya hechas al libro, sin caer en la actitud del erudito que se cree superior al bien y al mal e incapaz de debatir sin mirar por encima del hombro a quien no carga con su bagaje ideológico. Se tratará de una crítica cortés, todo sea dicho. Comenzamos.

1. LO MODERNO Y LO POSMODERNO (o lo apolíneo y lo dionisíaco)

Bernabé emplea los términos modernidad y posmodernidad como expresiones del zeitgeist de una época, del espíritu y clima cultural e intelectual de un tiempo dado (desde un lado marxista, la manifestación superestructural de los cambios y metamorfosis que se dan en la base, cuyas relaciones cambian siguiendo unos intereses dados). Recurre con frecuencia a esta manera de definir esas épocas históricas: como momentos coligados a un determinado modelo de relaciones sociales, de dominantes y dominados, de poderes y economía.

Partiendo de esta definición inicial podríamos plantear la modernidad como la época, precisamente, de aquello a lo que denominamos y a lo que se refería Jean-François Lyotard como grandes narrativas: la dialéctica de la filosofía de la historia hegeliana, una progresión racional hacia mayor y mayor libertad donde la idea toma conciencia de sí misma; una cierta concepción del ser humano como producto histórico de sus circunstancias que a posteriori retoma Marx al intercambiar sujeto y predicado en Hegel y proclamar a la lucha de la clase trabajadora o de la clase oprimida de cualquier periodo contra sus amos en la fuerza motora de la historia; prosiguiendo con esta enumeración de rasgos de lo moderno podríamos, precisamente, encarnarlo en aquello que postula Rousseau a través (aunque no en exclusiva) de El contrato social: una concepción del hombre como sujeto cultural (casi tabula rasa) para el cual se puede concebir un tipo de sociedad y una ordenación de esta justa en todos y cada uno de los casos, ciñéndose a unos derechos humanos universalmente aplicables: la modernidad es el espíritu de lo universal, lo firme, las cosmovisiones, el sistema y la estructura, pero también de la posibilidad de cambio, del positivismo, de la progresión de la historia presente en Marx y en Hegel, de la filosofía como manera de pensar en el mundo, pero fundamentalmente como instrumento para modificarlo en pos del progreso.

Bernabé cita la definición de Terry Eagleton a la hora de hablar del posmodernismo o de la posmodernidad: el rechazo a las totalidades, los valores universales, las grandes narrativas. Lo posmoderno es lo escéptico ante la Verdad como mayúsculas absolutas; es la pluralidad, lo múltiple, lo heterogéneo. Se equivoca, sin embargo, al plantear lo posmoderno como si meramente se tratase de una huida hacia delante construida en exclusión o deconstrucción de la modernidad. Un examen más detallado de ambos, o de cualquier otro par de zeitgeists típicos de algún tiempo, revela fácilmente lo ridículo que es convertir a lo posmoderno en un hombre de paja. En los movimientos artísticos y culturales (a los cuales Bernabé también se refiere reiteradamente para definir estas dos categorías) la oposición y definición en base a la exclusión son casi constantes: el Sturm und Drang y posterior Romanticismo general se construyen como impugnaciones de los ideales de la Ilustración; lo apolíneo lucha contra lo dionisíaco y todos los modos y estructuras contienen, dentro de sus claroscuros, el germen de su opuesto. Esta manera de concebir la progresión de los espíritus culturales y políticos como una dialéctica (volvemos a este término) también es remarcadamente moderna, pero basta señalar la imperfección de esta dialéctica (y lo poco universal que llega a ser) para derrumbar los cimientos sobre los cuales se edifica.

Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard: muchas reacciones contra lo moderno tienen lugar justo antes o en medio de aquello que Bernabé considera la época de apogeo de la modernidad (la primera parte del siglo XX), si bien se puede conceder que no son la expresión de una voluntad mayoritaria. El siglo XX no es, como dice Bernabé, el siglo de las revoluciones (¡qué diría Hobsbawm!): podemos igual de bien analizar el fascismo, el nazismo o el nacionalcatolicismo ya no desde los puntos de vista de Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración, sino precisamente señalando los rasgos profundamente irracionalistas de estos movimientos; en particular, el carácter líquido y cambiante del fascismo italiano, que tan rápido se declaraba anticlerical como pasaba a concebir a la Iglesia como un aliado fundamental para sus fines. La crítica que Bernabé plantea posteriormente de la ultraderecha también peca de simplista al no tener en cuenta estos factores: el fascismo no es un proyecto ilustrado, sino precisamente una impugnación de la Ilustración, una reacción que (sin medrar la posmodernidad ni trampas de la diversidad) responde a la Ilustración y a la edificación marxista sobre esta mediante la voluntad, la fuerza, la violencia, el caos, el rechazo de las totalidades, el final de la historia, el desvanecimiento de los fundamentos sólidos de la existencia humana. Es imposible, pues, compartir la tesis de que el posmodernismo surge primero como proyecto académico y luego deriva en profecía autocumplida: no solo imposible, sino que me atrevería a decir incongruente desde la óptica marxista a la cual Bernabé tanto aspira.

2. LA REACCIÓN, EL NEOLIBERALISMO Y LA DIVERSIDAD

Se equivoca el autor al llamar a la revolución neoliberal una restauración victoriana. O la revolución neoliberal es una restauración victoriana o las mascaradas de la diversidad que en el libro se critican no tienen potencial de transformación y son meros trucos posmodernos; pero no ambas a la vez. Es este el pliegue fundamental (y una de las críticas más fuertes) en los errores de Bernabé (al menos, en lo que a esta sección respecta). Tratemos el tema primero en líneas generales para después poner en práctica el examen caso por caso anteriormente planteado.

No se pueden separar tan tajantemente y sin justificación (porque es conjetura, aunque ya haya establecido el autor que eso no le importa) las relaciones de producción y estructuras anteriores al progreso de la moral y ética de ese tiempo al que se quiere retroceder. Véase: las diferencias (que son particularidades, y demuestran que lo universal de la Ilustración no puede aplicarse siempre) entre ciertos derechos sociales en unos países o en otros; el debate en Argentina sobre el aborto, su potencial transformador y lo distinto que sería un debate así en otro contexto sociocultural; las relaciones ética-capital son distintas según el contexto; las peculiaridades de un pueblo no las tiene otro y sin tenerlas en cuenta no hay transformación (Gramsci). Ojo: no acuso a Bernabé de no tener en cuenta estas cuestiones, que sí que menciona en otras partes del texto (en las cuales habla de cómo debe atenderse a las particularidades de cada situación a la hora de analizar teóricamente y luego actuar en la praxis); pero sí de servirse de una selección a su medida en cuanto a cuándo tener en cuenta algunos aspectos y cuándo no, cuándo le vienen mejor para demostrar su tesis y cuándo serían contraproducentes en el texto (o, quizás, abrirían otros caminos más ricos y menos llenos de conjeturas).

Expliquemos mediante un ejemplo de nuestro país vecino. En las elecciones presidenciales francesas de 2017, en la segunda vuelta, se enfrentaron Marine Le Pen por el Frente Nacional y Emmanuel Macron con su partido-movimiento “En Marche!”. La victoria fue para el segundo, que ganó no por particular simpatía de la mayoría de los franceses a su proyecto, sino a causa del terror sistemático que inspira ver el nombre de Le Pen (pese a que sea Le Pen hija) en segunda vuelta y que ya se produjo en las elecciones de 2002, cuando Jean-Marie Le Pen eliminó al candidato del Partido Socialista Francés y avanzó a segunda vuelta, provocando una victoria écrassante de Chirac con más de un 80% de los votos.

Tenemos claro que ambos proyectos, el de Le Pen y el de Macron, son proyectos de derechas. La diferencia reside en varios factores, en los componentes de su ideología, en su constitución, en sus esencias. El proyecto de Macron es la auténtica revolución neoliberal a la cual se refiere Bernabé. No quiere decir esto que no esté impregnado por límites éticos, elecciones personales o idiosincrasias particulares producidas por sus miembros. Al contrario. Simplemente que, en la enorme mayoría de los casos, es “el mercado”, Das Kapital en mayúsculas, el poder financiero quien mandará. Macron no quiere retroceder a un tiempo pasado, sino exacerbar las condiciones ya presentes dentro del capitalismo en favor de sus élites (y aumentando, queriéndolo o sin quererlo, sus contradicciones). Es un movimiento hacia delante; es la clase burguesa ejerciendo su acción esencialmente revolucionaria y modificando las relaciones de producción a su favor.

El catolicismo de Le Pen y su rechazo de la inmigración (y, anteriormente y todavía por varios, sino la mayoría de sectores de su partido, de otras minorías) sí representan una reacción propiamente dicha, la aspiración típicamente fascista de volver a un idílico tiempo pasado en el cual se vivía (y todo era) mejor. Y, pese a todo, sigue siendo un sinsentido llamar al proyecto del Rassemblement National con una restauración victoriana; más flagrante aún en el primer caso expuesto, aquel de los marcheurs de Macron.

No ignoro en estos párrafos la necesidad del capital de servirse del fascismo en medio de un clima de agudización de los conflictos de clase para, precisamente, apaciguar a la clase trabajadora. No es mi intención obviarlo. El hecho de que el liberalismo pueda, bajo ciertos contextos, ser inútil (o haber sido inútil) para las élites no lo convierte, por sí o para sí, en un proyecto reaccionario o de Restauración; igualmente, que la clase trabajadora considerara en algún momento que lo mejor para sus intereses sería una defensa del populismo o de algún tipo de socialdemocracia no convertiría a la socialdemocracia o al populismo en proyectos marxistas o revolucionarios. Estas nociones me parecen evidentes y no es necesario profundizar más.

En Francia los ejemplos son claros. Sin embargo, hemos ya establecido (al hablar de Gramsci y de Argentina) la importancia del contexto sociocultural, moral, del arraigo ético, de las raíces, de las particularidades de cada cultura y cada momento. Examinemos, a través de esa noción del sardo, el caso de la derecha española (que es aquel que debería preocuparnos a nivel de centrar nuestro foco).

Varios factores inciden en la ligadura específica que mantiene la derecha española entre el carácter de acción esencialmente revolucionario de la burguesía y la reacción más típica de la defensa de un régimen que no ha soltado amarras con su pasado. El primero es estrictamente cultural y de herencia: la tesis según la cual el fascismo es la mejor herramienta de la burguesía para frenar (en tiempos de crisis) una movilización social fuerte y proyectos revolucionarios nunca se falseó en España, pues lo que luego devendría nacionalcatolicismo ganó la guerra, instauró un régimen y murió en cama. No existió (ni existe) jamás una condena moral de aquellos hechos, una razón por la cual modificar la ética que de más provecho ha servido, ni un cambio con respecto a qué manos manejan los hilos.

El segundo es la voluntad de poder. Es el caso que podríamos asociar a los dirigentes de Ciudadanos (que no a sus militantes o simpatizantes, más anclados, en la mayoría de casos, en la nostalgia del primero). No se trata de particulares simpatizantes de la reacción, sino de perfiles más tecnócratas que han aceptado la herencia recibida: al no haberse cortado nunca de raíz ese franquismo sociológico, es imposible en España plantear la existencia de una derecha democrática. Cualquier proyecto de derechas ha de pasar, necesariamente, por defender que permanezcan cerradas las heridas. La reacción se mezcla y revuelve, en este caso, con un liberalismo incompleto, cojo, pero el único posible al fin y al cabo en las circunstancias dadas. Es por esta misma voluntad de poder por la cual no hay contradicción o problema en afirmar un día una cosa y después la otra, como veíamos en el fascismo italiano: según la opinión mayoritaria y qué otorgue más rédito electoral o menos, el matrimonio homosexual puede provocar tensiones innecesarias o resultar un caladero importante de votos. No es una cuestión de captación o conversión de identidades en mercancía, sino de cambios que se producen en el sustrato cultural, moral y ético de una sociedad, y que tienen así su repercusión en sus aspectos más políticos.

Entremos dentro de estos “caladeros de votos” o “identidades” cuya cooptación por parte del capitalismo constituye la susodicha trampa de la diversidad. Bernabé señala varias “identidades” o sujetos políticos como cooptados por el neoliberalismo, estetizados hasta devenir tan sólo una fachada, una identidad a través de la cual venderse, un frecuentemente ciberactivismo fácil y acorde al espíritu de los tiempos. No desearía que se pusieran en mi boca palabras que yo no he dicho: no lo haré en la de Bernabé; su tesis no es anti-diversidad ni se parece tanto a una fantasía de clase obrera blanca, masculina y heterosexual como podría plantearse desde una lectura interesada. Las consecuencias de su tesis (de las cuales él debería ser consciente) son otra cosa. Ni deseo ni voy a hacer una crítica, una por una, de todas estas identidades o sujetos políticos. Sí expondré otras visiones distintas a las que Bernabé plantea, que en algunos casos (y dentro de algunos factores) pueden ser exportables a otros sujetos y en otros no, y posibles soluciones.

No creo que el autor desee exponer una respuesta al problema que él mismo plantea ni que se crea en la capacidad de ello; sin embargo, hay que constatar la dificultad de realizar, en la actualidad, un análisis serio de todos los factores económicos y socioculturales que inciden en la situación de la clase obrera, sea en España o en cualquier otro país, sean sus particularidades o supuestos universales. Y, pese a todo, sigue siendo necesario. No podemos apelar, como hace Bernabé, a la romantización de un tiempo pasado de supuesta militancia comunista de la clase trabajadora (¡hace 40 años, como si pudiéramos genuinamente hablar así de la situación en el 78 y obviar todo el desarrollo sociocultural e implicaciones de la Transición en la militancia y funcionamiento del Partido Comunista!) y desear implícitamente volver a unas concepciones obreristas y casi economicistas. La apelación a la clase obrera, y este es un hecho tristemente constatado, no produce movilización en la actualidad. Puede ser que parte de lo que Bernabé diga sirva para explicar por qué no se produce dicha movilización. Más allá de eso, sería más interesante intentar definir a quién hemos de movilizar, cómo se constituye ese bloque. Bernabé da palos de ciego sin intencionalidad concreta y acaba apelando a generalidades falseadas sin capacidad de agitación o revuelta social en nombre de lo universal.

Entiendo que, como marxista, Bernabé estará familiarizado con textos tan básicos como El origen de la familia, la propiedad privada y el estado. Entiendo habrá querido completar esas lecturas entrando dentro de más especificidades: Calibán y la bruja y muchas más lecturas sobre la acumulación primitiva y la relación entre patriarcado y capitalismo en cuanto al rol de las mujeres como máquina de producción de mano de obra y parte fundamental del proceso de acumulación del capital. Es incomprensible entonces (o al menos dentro de los términos que el autor plantea) el desprecio patente que hay hacia el potencial de luchas como la feminista en tanto agitadoras de la izquierda. Peca el autor de lo mismo que acusa a otros de pecar: de tratar de aplicar soluciones estadounidenses a problemas que escapan del marco de los Estados Unidos (más allá aún, hablemos de un marco de los Estados Unidos mucho más patente en la era de Obama, ya pasada, que en la de Trump). La derecha, sea revolución neoliberal, restauración victoriana o reacción (que Bernabé emplea intercambiablemente, y en lo que se supone es un ensayo soy incapaz de concederle la licencia poética para hacerlo) no puede apropiarse de una lucha contra sí mismo. La venta de camisetas feministas en marcas como H&M o todas las de Inditex no constituye una apropiación, sino un síntoma exportado de cierto momento histórico estadounidense que no describe la realidad y características de un movimiento que tiene sus particularidades según el lugar y momento en el cual se dé. Tratar al feminismo o al ecologismo como preocupaciones secundarias es lo mismo que hacen algunos pseudointelectuales de izquierda que, desde su torre de marfil, se acercan cada día más a postulados filofascistas (remarco aquí el filo para que no se me malinterprete) y hace flaco favor a lo que podría ser la izquierda a nivel estatal.

Critica Bernabé también características del movimiento LGTB, pero no con la profundidad de análisis o rigor que vemos en críticas como las de Shangay Lily (Adiós, Chueca). Yerra otra vez al considerar las reinvindicaciones del colectivo como algo exclusivo de la esfera privada y que no alberga efecto alguno en lo público, lo común, en el día a día. La noción planteada en el libro de primero se es obrero y ya después se repite como un cacareo que no hace sino favorecer a la reacción. Por mal dirigido o enfocado que esté, el movimiento LGTB y sus límites escapan al análisis que Bernabé hace, y harían falta muchos más textos (más largos y más documentados que este) para poder analizar en detalle cuál es su potencial, hasta dónde puede llegar y en qué medida puede ser cooptado o estar siendo cooptado por el sistema capitalista como una identidad de pret-à-porter.

3. LA IZQUIERDA Y LA LÓGICA POSMODERNA

Insiste Bernabé en los debates planteados entre Judith Butler y Nancy Fraser en ¿Reconocimiento o redistribución?, pero citando a la propia Butler un total de 0 veces y a Fraser varias dentro de la subsección La diversidad como coartada, necesidad y producto. Cabe pensar si no podría haberse dado una concepción quizá menos maniquea del propio tema del libro si se hubieran tenido en cuenta todos los lados de esta discusión ya presente en los años 90. La crítica publicada en CTXT y escrita por Jacinto Morano e Isabel Serra indica ya esto, pero meramente en forma de elogio a las formas de aquel debate entre ambas teóricas. De vueltas con el tema en cuestión, podríamos preguntarnos si Bernabé, que tantas veces insiste en su intención de abrir la veda y provocar discusión por encima de todo, lo hace inconsciente de lo peligroso de mostrar tan sólo un lado de los argumentos. Cuando se inicia un proceso de derrumbe, por muy controlada que se pretenda la voladura, siempre hay víctimas de por medio.

Publicaba hace poco la Playground un artículo titulado Joder a los nazis hablando su mismo idioma.

En ese sentido, Aufstehen no cree que abrir fronteras sin más sea “de izquierdas”, e incide en la idea de que la mayor oferta de mano de obra que eso genera baja los salarios de los empresarios, que a la postre serían los mayores interesados que en esto ocurra.

Puede parecer, a priori, que existe una clara distinción entre los temas que trata y aquello de lo que habla el libro de Bernabé y la cuestión de las migraciones y cómo la izquierda pueda adaptarse a los nuevos discursos de partidos xenófobos. Volviendo a la intencionalidad de la cual hablaba al principio de esta crítica, dicha división no es tal. La órbita de quienes han apoyado más fervientemente a Bernabé y sus tesis (Lenore, Soto Ivars y otros) es la de aquellos que han ensalzado, por ejemplo, la figura de Jim Goad, criticando duramente las “políticas de identidad” (otro concepto exportado del mercado teórico estadounidense) y cuestiones feministas, pugnando incluso por la importancia de valores tradicionales de familia a la hora de tratar de conectar con una clase obrera muy particularmente definida.

El texto, rebosante de bilis, no se conforma con proclamar que el Partido Demócrata abandonó por completo a la clase trabajadora, sino que explica cómo Hollywood caricaturizó a la ‘basura blanca’, la televisión denigró a los ‘cogotes rojos’ — jornaleros rurales del sur del país — y multitud de académicos progresistas minimizaron la existencia de esclavos anglosajones.

Es fácil establecer el paralelismo entre las tesis reflejadas en el artículo de Lenore en El Confidencial y aquellas que tiene o podría tener un movimiento como Aufstehen. Del mismo modo, se derime de la crítica a una supuesta clase política progre, constituida en una reedición de aquel peyorativo nombre de izquierda del caviar, desconectada y más preocupada por la diversidad de identidades presentes en las sociedades modernas que en el agente principal de la clase obrera un desprecio tácito y ya explicado a las medidas en favor de esos otros componentes sociales. Puede no hacerse con mala intención, pero hay un tipo de discurso, y no otro, que es el favorecido por estas diatribas contra los nuevos sujetos políticos posmodernos.

Bernabé critica duramente, en una parte del libro, a Errejón y otros agentes de lo que él llama esta izquierda posmoderna, nombrándole a él como máximo exponente de un supuesto populismo progresista. Reedito aquí la cita de la cual parte en el libro para su crítica.

Prometimos una victoria rápida que cuando no se produjo desencantó a los simpatizantes, que son nuestra mejor toma de contacto con la realidad social española, porque los militantes vivimos siempre en una realidad propia. La ilusión también está signada por las lógicas televisivas y mercantiles: los portavoces de Podemos nos convertimos en una especie de iconos pop, una fuerza política nueva sin ningún lastre del pasado, con la promesa de que se puede ganar y todo se puede cambiar. Y cuando hay un parón o eso no se produce de inmediato, una parte de la gente dice “me prometiste que esto iba a ser otra cosa”, “me prometiste que si yo me compraba este aparato me iba a producir felicidad, y la verdad es que me ha producido felicidad un rato y luego no ha rendido todo lo que decía en el prospecto”.

Dejando aparte las simpatías o antipatías que puedan mantenerse hacia el proyecto errejonista o la propuesta populista asumida en su mayor parte de forma general desde Podemos, la lectura que el autor hace de esta cita y de la tesis de Errejón es interesada y cínica. De las palabras de Errejón saca una concepción del líder político como “icono pop, vacío y ahistórico”, que “mantiene con sus votantes una relación mercantil”; una política del cambio sin horizonte o punto de partida supuestamente sometida a los términos en los cuales él definía la posmodernidad. Parecería evidente, si intentamos leer ajustándonos a lo que se dice y se quiere decir, y no entrando en el espacio infinito de interpretaciones posibles, que la afirmación de cómo funciona la política en nuestra sociedad no es necesariamente una absolución de esos modos de funcionamiento o una oda a ellos. Afirmar el carácter líquido de la representatividad en nuestros tiempos no es elogiar ese carácter líquido, sino simplemente analizarlo y apreciar sus consecuencias. No puede extraerse, de una cita que tan solo analiza una situación, que esa situación es la ideal para quien la analiza. Hacerlo tan solo sirve para atacar desde una burda reducción al absurdo a quienes no comulgan con tu tesis. Desconozco si cree Bernabé genuinamente en lo que dice sobre aquello que Errejón expone aquí (que no dista tanto del propio análisis de las formas y modos de la política que tiene Bernabé) o si está siendo adrede maniqueo.

Hablar de las lógicas simbólicas y mercantiles del sistema no constituye, pues, una oda a esas lógicas simbólicas y mercantiles. No puede condenarse a una formación política por hacer de la política un producto cuando es ineludible, en nuestro tiempo, que la política se convierte en un producto. Es inútil tratar de aplicar recetas que pudieron funcionar en los 70 (remarco el pudieron) a la actualidad sin hacer un análisis extensivo de cómo y por qué la clase obrera ha cambiado en su esencia y relaciones desde ese tiempo hasta aquí. La fórmula de Bernabé, su “cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”, es inaplicable.

El autor analiza la desaparición de clases recurriendo también a cómo el capitalismo ha aprovechado la diversidad, a través del discurso de lo unequal de Thatcher, para trasladar el terreno de combate a otro terreno. Muy bien. Pero es cierto que la clase trabajadora sigue existiendo. A falta de encontrar datos que nos coloquen en el contexto español, me permito la picardía de exportar, por una vez, una conceptualización estadounidense. Vicenç Navarro ha publicado distintas columnas donde analiza la visión propia que tiene la población, particularmente de los Estados Unidos, sobre su pertenencia de clase. Por no entrar en detalle, enlazo aquí uno de los artículos y otro de ellos, que lo explican con más profundidad por si interesa al lector. Lo que nos interesa es el punto en el cual se afirma, a través de datos de encuestas, que un 56% de las personas entre los 18 y 35 años se definen como de clase trabajadora.

¿Cómo se ha conectado en el caso de los Estados Unidos con esta clase trabajadora? No ha sido mediante una atomización propia del Partido Demócrata, cada vez más alejado (menos por algunos grupúsculos) de esta, si es que alguna vez ha estado unido a ella. Según Navarro, la gran mayoría de quienes se definen como clase trabajadora apoyaron la candidatura socialista de Bernie Sanders. Podríamos también criticar componentes de la trampa bernabiana en Sanders. Podríamos decir que sí, habla de economía y de trabajo, pero también se centra, apoya y promueve cuestiones feministas, ecologistas, LGTB, de minorías racializadas, etcétera, etcétera. Podríamos hasta afirmar (aunque sería injusto y meramente por provocar) que los postulados de Trump, con su discurso y su proteccionismo, están más cerca de la defensa de la clase trabajadora de la cual se habla en La trampa que los postulados de Sanders. Sería tramposo afirmarlo, pero no ilógico.

¿Adónde lleva pues, necesariamente, este discurso sobre cómo la conciencia en tanto clase para sí ha sido negada y cooptada por el neoliberalismo a través de la estetización y mercantilización de las identidades? A reforzar las críticas a los agentes agitadores más importantes que existen en la izquierda en la actualidad; a una división de la clase trabajadora, que no es en su mayoría ni blanca, ni masculina, ni heterosexual; a una nostalgia eterna de un pasado idílico, la misma nostalgia que Bernabé critica al hablar de aquellos “comunistas” de la actualidad que conciben su comunismo más como una identidad estética que como un modo o estilo de vida, romantizando la estética del realismo soviético y las figuras de líderes históricos pasados. La trampa de la diversidad sirve, más que para abrir un debate, para atomizar y dividir a la vez que se critica la atomización y división a la cual otros nos someten. La ironía es evidente.

Tratar de aplicar la izquierda de otro tiempo y otro contexto al tiempo y contexto actuales es un anacronismo sin base, sin fundamento, sin responsabilidad. El marxismo puede servirnos como cosmovisión y herramienta de análisis de ciertas universalidades, sí, pero no apunta cuáles son las soluciones y medidas a tomar en todos y cada uno de los momentos: tan solo los métodos, vías y concepciones necesarias para llegar a ellos. Las estrategias políticas son líquidas y cambiantes; las figuras políticas devienen necesariamente figuras pop, estetizadas, meméticas, símbolos a repetirse una y otra vez y desfigurarse en las redes. Lo vacuo predomina sobre lo sólido que se desvanece en el aire y lo contingente es más importante casi que lo necesario. Pero estas son tan sólo las reglas del juego.

¿Cómo podemos ganar en este tablero? Hay tesis, respecto a esto, más interesantes que las de Bernabé, y multitud se podrían formular. Exigir volver a las reglas que estaban en funcionamiento hace cuarenta años no es una de ellas. La victoria de la izquierda (y cualquier proyecto emancipador para la clase obrera) pasa por el reconocimiento de que esta clase se compone no sólo por aquellos hombres blancos y heterosexuales que se sientan abandonados por el sistema (el caso de Suecia y el auge de su ultraderecha, la cual apenas tiene un 19% de intención de voto entre las mujeres), sino también por las mujeres y, por ende, por el feminismo; por el colectivo LGTB, por las migrantes y racializadas, por la lucha ecologista (que exige e impugna los modos de producción y sistemas de la actualidad, al resaltar la imposibilidad de perpetuarse en el tiempo y en la vida a la vez que se habita en un sistema capitalista como el nuestro). Las identidades de la clase trabajadora son múltiples, pero en muchos casos no son identidades estetizadas. En la trinchera hay espacio porque somos muchas. El feminismo de hoy día no es aquel que aprovechaban (y este es un hecho tangencial que Bernabé sobredimensiona más allá de lo anecdótico) las empresas tabacaleras y el peligro que pueda suponer a un sistema establecido (y las alianzas que pueda crear) son más fuertes que cualquier mercantilización que de él se pueda hacer. Tenemos que creer firmemente en ello, porque no nos queda otra. No podemos, en definitiva, quedarnos ensimismados por los trampantojos de libros como La trampa de la diversidad. No podemos caer, como en aquel lamentable artículo sobre el Decreto Dignidad, en un blanqueamiento o inclusive supuesta superioridad intelectual de la derecha por las migajas que sus sectores más ultras sean capaces de ofrecer a la clase obrera. No podemos dejar de lado la liberación, la solidaridad, la sororidad. Libération, solidarité, sororité. No volveremos nunca a la Ilustración, pero poca falta hace: todas las batallas están por librar. La teoría tiene que ser responsable en tanto no debe disgregar más a una izquierda ya lo suficientemente disgregada: debe marcar el camino a seguir. La trampa de la diversidad no lo hace. No perdamos, entonces, más el tiempo.

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