Fragmentos sobre el modernismo popular

Manfred Vargas
6 min readJul 24, 2018

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Mark Fisher (Inglaterra, 1968–2017) fue uno de los teóricos y críticos culturales más lúcidos y perceptivos de las primeras dos décadas de este siglo. El gran proyecto de Fisher — al igual que el de algunos de sus predecesores como Stuart Hall — fue rescatar el potencial radical de la cultura popular y encontrar en esas manifestaciones culturales las energías emancipatorias que nos permitieran superar el presente sombrío y construir un mejor futuro. Uno de sus conceptos más evocativos es el de “modernismo popular”, el cual no llegó a articular de forma sistemática en ninguno de sus escritos, pero que encuentra su expresión más clara en un artículo publicado en su blog bajo el título de Going Overground y que luego fue re-publicado en el libro Post-Punk Then and Now. A continuación presento algunos de los fragmentos más estimulantes de ese texto, traducidos al español.

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Si la explosión de la cultura popular experimental en la segunda mitad del siglo 20 nos enseñó algo, es que es posible ser popular sin ser populista. Y a la inversa, es posible ser populista sin ser popular.

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Lo que presenciamos con el punk y el post-punk — o más ampliamente, con toda la efervescencia del modernismo popular desde los años cincuenta — fue un “contagio afectivo”, para usar un término discutido en el fascinante nuevo libro de Frederic Jameson Las Antinomias del Realismo. Uno de los problemas de muchos de los modelos horizontalistas de acción popular es que asumen que ya conocemos lo que pensamos y sentimos, y que son simplemente las opresivas estructuras de poder las que nos impiden expresarnos. Pero el arte mediático de masas podía nombrar y enfocar sentimientos que no solo eran suprimidos — por agencias de censura tanto “internas” como externas — sino que también eran incipientes, amorfos, virtuales. La mediación de masas transformó, no meramente “representó”, estos afectos; después de que fueron nombrados y enfocados, los sentimientos mismos fueron experimentados de forma distinta.

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Porque la conciencia de clase no es meramente un asunto de identificar un estado de cosas ya existente; el hacer visible las estructuras que producen subordinación inmediatamente desnaturaliza a esas estructuras y cambia la forma en que la subyugación es experimentada. Cuando esa sensación aprendida de inferioridad es rechazada, ¿quién sabe qué puede llegar a pasar?

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En nuestro mundo, según parece, la adopción del consumismo por parte de la cultura popular ineludiblemente lleva a la descomposición de la conciencia de clase y al arribo del realismo capitalista. En otro mundo — el mundo que Stuart Hall intentó teorizar e instigar — el deseo de consumo y la conciencia de clase no solo podían ser reconciliados, sino que incluso se requerían uno al otro. El significado político de la creatividad de la clase trabajadora en la música popular fue que nos brindó atisbos y muestras vívidas de este otro mundo, un mundo que, por medio de estos anticipos y ensayos, al menos se entrecruzaba con el nuestro, o se volvía nuestro, intermitentemente pero insistentemente.

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El levantamiento de falsas esperanzas es también la disminución de las expectativas, con la dismal zalamería de la realización burguesa sostenida como el único modelo posible de éxito. Mientras el fracaso está garantizado para la mayoría, el éxito ofrece solo una triste trotadora de trabajo excesivo, vacíos símbolos de estatus y ansiedad sobre cómo conseguir que tus hijos entren a las escuelas correctas. Lo que se ha perdido es la prometeica ambición de la clase trabajadora de producir un mundo que supere — existencialmente, estéticamente, así como políticamente — los miserables confines de la cultura burguesa. Este sería un mundo más allá del trabajo, pero también más allá del uso meramente convaleciente del tiempo libre, donde el entretenimiento pacificado funciona como el anverso del trabajo alienado. Este otro mundo fue la terra nova trazada y proyectada por los “Magallanes del tiempo libre de la posguerra”; un mundo en donde la vieja ambición del dandy-flaneur de que la vida se convirtiera en una obra de arte sería democratizada, donde lo producido en masa y lo hecho a la medida se combinarían en maneras inesperadas, donde ningún detalle sería demasiado pequeño para ser atendido y la moda sería tan significativa como las bellas artes. Este era el futuro que el modernismo popular prefiguró y puso a disposición en destellos.

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La silenciosa desesperación de un mundo totalmente dominado por el trabajo, especialmente para aquellos que no lo tienen; donde el trabajo doméstico de las “amas de casa solitarias” nunca termina, donde hombres criados para trabajar en fábricas que ya cerraron para siempre se sientan morosamente en sillones comprados a plazos que ya no pueden pagar, en interminables tardes grises que prometen solo más de lo mismo, eternamente. Está situación se hace apenas vivible gracias a los antidepresivos y el alcohol: decenas de pueblos clonados descendiendo hacia una fría y sedante bruma muerta, ablandada por ola tras ola de “reformas” de terapia del shock neoliberal, mientras la cultura de masas se degenera en comida reconfortante y entretenimiento para el más bajo común denominador.

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La canción observa a la clase trabajadora replegándose hacia un asediado espacio privado, convirtiéndose en una mayoría silenciosa de individuos mirando con fatalismo como todo se vuelve peor. ‘The public gets what the public wants/ but I want nothing this society’s got …’ En condiciones como estas, todo lo que puedes hacer — eso es lo que el narrador de la canción trata de convencernos (y a él mismo) — es esquivar el fuego, protegerte a ti mismo, refugiarte en el bunker. La guitarra de Weller continúa erupcionando como una serie de detonaciones controladas, mientras su narrador, tambaleándose a través de lo que suena como un campo minado, pretende tener un aplomo y una ecuanimidad que no posee. Nos sigue diciendo que está feliz, pero escupe esa palabra como si fuera un insulto. Repite trivialidades casuales para exorcizar la culpa que sigue cada uno de sus pasos, pero también porque estas trivialidades son verdaderas. Sin embargo, son verdaderas solamente porque — y él lo sabe — la gente como él se han retirado, aguardando por las grabadoras de VHS, la televisión por cable y todos los otros bienes de consumo duraderos que se supone que compensan la devastación total del espacio público, la desaparición de la solidaridad. ‘The public gets what the public wants’ se convierte en ‘the public wants what the public gets’, con el narrador de Weller regateando entre la autojustificación y el autoengaño, entre gestos de resignación y burlas de disgusto.

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Ciertamente, las condiciones para esta clase de autonomía creativa de la clase trabajadora han sido socavadas sistemáticamente en la medida en que el realismo capitalista se ha ido imponiendo. Pero eso es muy diferente a decir que esas condiciones, o algo como ellas, no pueden producirse de nuevo. Y vale la pena recordar que nunca hubo una política de izquierdas que se ajustase de ninguna manera con el modernismo popular de los años sesenta a los ochenta. Como Hall advirtió, el socialismo hacia el final de los setenta estaba atrapado en un tradicionalismo retrógrado que no tenía alcance en el campo libidinal abierto por el capitalismo post-Fordista. El Blairismo meramente se rindió ante esa forma de capitalismo, por lo que el desafío de construir una política de izquierdas para estos ‘nuevos tiempos‘ todavía está por delante de nosotros. Pero, en algunos aspectos, las condiciones para dicha renovación nunca han sido mejores. Las instituciones de la clase trabajadora organizada han sido reducidas a vestigios, pero eso también significa que las viejas obstrucciones que habían levantado contra la renovación ya no se sostienen. La “modernización” blairista es ahora tan obsoleta como desacreditada. A lo mejor este es el momento en el que los Nuevos Tiempos finalmente pueden suceder — si podemos emerger, pestañeando, de nuestros sótanos atrincherados (pero ahora extensamente conectados) y salir al desierto de una desposeída arena pública, hacia una cultura de masas reducida por la depredación corporativa a una blanda y hedónica homogeneidad. Sí, este es campo hostil, territorio ocupado. ¿Pero qué tan bien defendido está? ¿Cuáles posibilidades existen para nosotros aquí, ahora? ¿Qué podría pasar, es decir, si salimos a la superficie?

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