Cañón del Colca: Epigénesis de un ser libre (II Parte)

Manuel Navarro Fumero
9 min readJun 6, 2017

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Este relato de viaje nace a partir de lo que para mí fuera mi primera travesía solo: un mes a través de Perú, Bolivia y Chile. El significado profundo que para mí tuvo caminar tres días por el Cañón del Colca, me invitó a escribir un compilado de párrafos -construidos a partir de momentos sencillos pero inigualables para mí- que he dividido en dos secciones; esta es la segunda de ellas.

Antes del sonar de la alarma, me despertó el sonido agudo de los cuyes enjaulados. El tierno “cuy cuy” tempranero de aquellos roedores era con el fin de conseguir alimento, según me contó doña Margarita, la dueña de la Pensión. “Si usted hace ‘cuy cuy’ le preparo el desayuno con el cuy que quedó por la noche”, bromeó la señora. La parte sensible de mi ser me decía que es grosera la cadena alimenticia: hoy jugaba con varios cuyes y el día anterior me había cenado uno de ellos. No pude evitar pensar en la clásica: con la comida no se juega. Tenía un largo día, mejor me senté a desayunar.

Junto con doña Margarita y su esposo; las despedidas también pueden ser alegres.

“Indio comido, puesto al camino”. Una foto para el recuerdo con doña Margarita y su esposo, me tiré la mochila al hombro y comencé a caminar. El sol aún tardaría una hora en salir después de que partí de la pensión, pero así estaba bien andar, la claridad siempre tarda en llegar. El mapa que había conseguido del Cañón del Colca disponía que la duración de la caminata entre el pueblo de Malata y el pueblo de Fure era de seis horas. Ya sabía que los tiempos estaban redondeados hacia arriba, como es de entender, así que, aunque no soy atleta, “mentalmente me dispuse” (sí, entre comillas, porque sería casi lo mismo que me dispusiera mentalmente a que salga el 91 en la lotería, porque no conocía ni el camino ni mi condición física, y menos cargando 15 kilos en mi espalda) a caminar unas cinco horas.

A decir verdad, aunque esa mañana me levanté sin dificultad, no terminé de despertar hasta que, luego de detenerme a guardar los guantes, el gorro y la jacket en el salveque, recogí este último y vi que justo al lado había una serpiente enrollada… Ahora sí que desperté, e inmediatamente me quedé detenido frente a ella, como queriendo saber qué pensaba –siempre he tenido esta manía por saber qué y cómo piensan los animales–, pero luego recapacité y llegué a la conclusión de que existen formas más entretenidas de arriesgar la vida que tratando de descifrar qué pasará por la cabeza de una víbora enroscada, y además quería llegar a Fure.

No había terminado de colocarme la mochila, cuando vi un carro que se acercaba. El chofer ofreció llevarme; sin embargo, agradecido, rechacé la oferta. Los caminos se respiran de otra forma cuando uno los camina, quizás sea por la naturalidad con que nos detenemos a observar, a dar una vuelta de 360 grados si es necesario, a sentarnos en un rincón. En fin, despertamos los sentidos y ejecutamos las acciones de formas distintas a las que estamos acostumbrados.

Por ejemplo, no estoy acostumbrado a caminar por un paso de piedra floja de medio metro de ancho, con un acantilado de unos cien metros hacia abajo y hacia arriba una montaña de donde caen piedras de forma habitual. Y es que yo puedo pensar en dos cosas a la vez, pero si se trata de concentrarme, solo una -a lo sumo-. Así, a veces se me olvidaba que iba caminando y que dos malos pasos tendrían el mismo efecto que el veneno de la serpiente pensante. Al final, decidí fijarme en el camino, que de los golpes de las piedras uno se levanta.

Llegué a Fure luego de caminar 5 horas –tal vez sí salga el 91 el domingo–, exhausto pero sabiendo que aún era temprano y que tendría chance para visitar las Cataratas de Huaruro. Antes, busqué un lugar donde dejar las cosas: una casa de alguno de los lugareños. Fue hasta unos días después que una amiga me dijo que en este pueblo ya no vivía gente porque era muy remoto e inaccesible. Lástima que la nota informativa llegó tarde. Grité “buenos días” en unas veinte ocasiones, lo que me pareció suficiente para un pueblo donde las casas se encontraban en un área de unos mil metros cuadrados. Todas las puertas estaban encadenadas por fuera, la pulpería cerrada y solo una persona: yo.

Tenía el corazón agitado, las manos sudadas y no necesité un espejo para darme cuenta que tenía el rostro pálido. “¿Ahora qué?” pensé. No en vano las personas cercanas consideran que soy ‘cabezón’: seguí mi camino hacia las cataratas, con la mochila en la espalda, porque uno nunca sabe que llegue una alpaca voladora o una vaca loca a llevarse mis cosas, porque no creo que nada y nadie más hubiese llegado por esos rumbos. A la vuelta vería qué hacer.

Media hora de caminar y me llevé el peor susto de mi vida. Cuando rodeo una de las montañas, me topo de frente una vaquilla o un torillo con cuernos; acto seguido, salgo corriendo y casi llego a Fure. Las siete cabezas de ganado que estaban juntas, hicieron lo mismo pero en dirección contraria. Ya luego recordé que yo había aprendido a espantar vacas, por dicha se espantan igual en Costa Rica y en Perú.

Cataratas de Huaruro, Fure

Por fin llegué a las cataratas: dos caídas de agua solitarias y majestuosas. Había llegado al lugar más inhóspito que he visitado en mi vida y recordé aquella parte del diálogo que aparece en la película ‘Roma’:

“Si uno está mal, si estás triste, buscás un río, te ponés al lado de la corriente, empezás a pensar en todo lo que te hace mal y lo decís en voz alta. Lo tenés que decir como si tiraras todo al río, y vas a ver como el agua se lleva todo: las penas, la tristeza, las broncas por algo que haya pasado, todo lo malo… al río.”

Yo no estaba mal en ese instante, pero aproveché el río, uno no se lleva solamente pedazos de sí mismo cuando se va de viaje.

Antes de mediodía estuve de vuelta en Fure; ahora sí que estaba agotado, pero no me podía quedar en el pueblo, me quedaba solo un litro de agua y un paquete de Chips Ahoy. Así que revisé el mejor mapa que tenía del Cañón: del que les hablé en la sección anterior, pero no había mencionado que era hecho a mano. Básicamente, tenía dos opciones: devolverme a Malata o seguir hacia Llahuar. Como casi siempre, decidí no volver al mismo lugar y me aventuré al segundo lugar.

El mapa había omitido un pequeño detalle, el cual era una catarata que está casi a la entrada del pueblo de Fure, así que no sabía si el paso hacia Llahuar estaba bajando desde Fure o si tenía que cruzar el riachuelo y luego buscar el camino. Opté por comenzar a bajar desde el pueblo fantasma; cuidadoso rodeaba los cactus que abundaban en el lugar, hasta que me topé con un acantilado de unos doscientos metros. Por supuesto que me había equivocado y ahora sí me invadió la angustia.

Al centro: Fure; arriba del pueblo: la catarata que no aparecía en el mapa.

Un poco desesperado y sin pensar, comencé a correr cuesta arriba entre los cactus, procurando correrlos con mis manos, que había envuelto con un pañuelo. Sucio, sudado y espinado llegué arriba nuevamente, y salí del pueblo hasta que me topé con un trillo que dirigía hacia el río. Media hora de trotar camino abajo, llegué a un puente por donde crucé y con las rodillas ya débiles, caminé cuesta arriba casi una hora más, hasta un pueblo llamado Llatica. La única persona que vi en todo el pueblo fue una señora mayor, a quien le dirigí unas palabras, preguntándole a dónde podía conseguir agua. No sé qué rostro llevaba yo, pero se asustó como cuando yo me topé la vaquilla con cachos.

Me canso con solo recordar aquellos momentos, así que para no cansar también a cualquiera que pueda estar leyendo este relato, debo decir que nunca había estado tan agotado físicamente como aquella vez. El último trayecto, de Llatica a Llahuar –de unas dos horas–, consistió de algunas subidas, pero sobre todo de bajadas; todo el camino de piedra suelta, más suelta que antes. [Mis rodillas no funcionan igual desde entonces].

Llahuar consistía en tres pequeños hostales y un par de casas más. Pero yo lo único que necesitaba era una buena sopa, una cerveza, algo de picar, un libro, unas aguas termales, una ducha, hospedarme en un lugar que estuviese cerca de un río y tranquilidad. En realidad, requería de menos que eso, pero así me recibió Llahuar sin yo saberlo.

“Resurrección” Lodge.

Al día siguiente desperté antes de las seis de la mañana y me dirigí a la poza de aguas termales a tomar una siesta. Sí, yo tampoco sabía que eso era posible después de dormir nueve horas, pero así fue. Ese día ya sin prisa, me senté a tomar el desayuno, sin preguntarme casi nada, sin responder más que qué haría ese día. Decidí echar a andar, me cuesta mucho quedarme y sentir que avanzo en un mismo sitio y con la misma cosa. Quizás sea por eso que me cueste caminar en línea recta.

Un día quiero investigar sobre astronomía, otro día sobre el cerebro, en otra ocasión quiero salir a hacer algo en defensa de la naturaleza y de la vida silvestre que me han dado tantos momentos, o levantar la voz por el planeta en materia de cambio climático, luego sin percatarme “cambio de chip” y me interesa el tema de los privados libertad en Costa Rica, que viene acompañado con otros tópicos de derechos humanos que se me vienen a la cabeza; y así me sucede con una gama de temas más. También sucede que algún día me imagino como abogado penalista o ambientalista, luego como ingeniero en materia espacial o astrónomo, luego quiero ir a estudiar los lugares más recónditos del universo, o ser escritor. Y algunas veces se me vacía la esperanza y no quiero nada. Pero la ‘nada’ es un lugar estático en el que no me gusta estar, así que huyo rápido.

Ya ven, pierdo el hilo de un tema fácilmente…

Alrededor de las nueve y media de la mañana ya estaba dirigiéndome de vuelta a Cabanaconde. Caminé poco más de una hora por una calle transitable para autos y para mi sorpresa, al lado de un puente había un géiser, de un hermoso color turquesa. Justo después del puente estaba el acceso al trillo para ir caminando de vuelta al pueblo principal, pero por casualidad venía un bus pequeño pitando cada segundo y medio y con razón, era el único bus que había en el día hacia Cabanaconde. Decidí tomarlo, quizás por cansancio o quizás por vagancia, pero no me arrepiento. Además, la adrenalina que sentí viajando en ese bus no se consigue ni en la mejor de las montañas rusas, porque tener la sensación –durante dos horas– de que el bus puede salir rodando por un acantilado de quinientos metros no es cosa de todos los días. El camino era tan estrecho que en una ocasión que venía bajando un pick-up, al chofer de este no le quedó más que irse en reversa aproximadamente unos quinientos metros (una odisea), porque no había forma de que alguno diera vuelta ni menos de que pasaran ambos vehículos por el camino.

Del resto de la tarde y noche de ese día en Cabanaconde es otra historia que contar. Por ahora, solo resta describir la sensación que tuve la mañana siguiente cuando salía del pueblo: al partir, al fondo y muy a lo lejos, me despidieron las mismas montañas nevadas que me vieron llegar y le dijeron adiós al mismo Manuel que había llegado cinco días atrás; pero no todo seguía igual, mi ansia de libertad era mayor y tuve la convicción de que mi libertad era esto: el azar de rumbos sin sentido con ganas de llegar a alguna parte.

“Dejaré mi tierra por ti, dejaré mis campos y me iré
lejos de aquí…”

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