Un rubí entre un montón de mierda. Vida y muerte de una mujer pobre.

Marga Sun García
5 min readJul 10, 2022

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Mi madre soteniéndome en brazos cuando yo era un bebé. Fotografía de su archivo familiar.
Margarita, sosteniéndome en brazos. Fotografía de su archivo familiar.

Dijo Federico García Lorca, que nunca cató de primera mano la pobreza, que a los pobres hasta la tranquilidad de la nada se nos niega. Yo, que me significo de forma activa y consciente desde hace años como pobre, creo que hay pocas cosas más difíciles de explicar a alguien que no lo es lo que entraña la vivencia de ser y estar en este mundo de una desigualdad sistémica obscena siendo pobre.

Mi madre era pobre. A diferencia de mi padre y a pesar del terror de la posguerra, mi madre no nació en la miseria absoluta, la temprana muerte de su padre, a los treinta y siete añitos de edad, decidió por ella que tendría que trabajar para sobrevivir siendo aún una niña pequeña. Mi madre, como tantas otras madres y abuelas y tías y hermanas, salió del pueblo para servir en Madrid en las opulentas casas de aquellos que tuvieron la “fortuna” de ser ideológicamente afines a la dictadura fascista. Mi madre, a pesar de ello, de ser pobre, decidió a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado que se divorciaba, algo que entonces no hacían las personas pobres, mucho menos con cuatro criaturas. Mi madre nos “sacó adelante”, como se suele decir, con mucho trabajo, mucho sufrimiento, mucha dignidad. Mi madre llegó a una edad anciana y seguía siendo pobre, recibiendo una pensión vergonzosa y pagando, con esa auténtica miseria, una hipoteca.

Otra cosa que desgraciadamente Lorca nunca llegó a ser porque lo asesinaron los fascistas, además de pobre, es anciano. Mi madre, como digo, aparte de ser pobre, era anciana. No mucho, tenía setenta y ocho años cuando su corazón se rompió mientras intentaban reanimarla en el Hospital Universitario de Getafe, en Madrid.

La norma social en esta sociedad fascista supremacista, capitalista, jerarquizada, que se revuelca en el lodo de la inmundicia moral, es que las personas ancianas, al no ser productivas para el capital, sobran. Hemos visto en estos últimos años de pandemia la soltura con la que “se decide” quién vive y quién está perfectamente bien que muera. La norma social es que las personas ancianas sobran en el espacio público, sobran porque entristecen, afean, las personas ancianas ni huelen bien, cuidar a las personas ancianas es un trabajo inmundo y pesado, algo en las antípodas de cuidar esa vida recién nacida, que es tan maravilloso que la vida sin cuidar bebés, tener hijes, prácticamente carece de sentido. Es mentira. Es una mentira que se suma a la larga lista de mentiras que es necesario que nunca cuestionemos porque todo saltaría por los aires.

En sus últimos días de vida mi madre era un bebé. Tanto mi hermana como yo le dábamos la comida, lavábamos, poníamos el pañal. Dejábamos de ser nosotras para ser una extensión de su precioso cuerpo, dejábamos de atendernos para atenderla, todo lo demás desaparecía y carecía de importancia. Mi madre entró en un quirófano del Hospital Fundación Alcorcón perfectamente lúcida para dejar de sufrir por el dolor de dos vértebras lumbares rotas de tanto fregar y, pasadas cuarenta y ocho horas de la operación, que fue exitosa, mi madre dejó de ser adulta y se volvió un bebé. Tenía sangre en el cerebro.

La desidia ignominiosa y violentísima con la que todo el personal ignoró todos los síntomas y achacó sin titubear que mi madre no estaba bien a “la desorientación típica de la gente mayor” y a “cosas de la abuelita” incluyó torturas. Torturas. Una mañana al llegar a darle el desayuno la encontré desnuda tapándose pudorosa con una almohada, nadie atendiéndola, otra mañana la encontré atada. Atada a la cama. La abuelita molestaba.

Esa mañana enfurecí y ante mi “reacción histérica” acudió el traumatólogo titular, que me mandó callar, arrogante, mientras yo alimentaba a mi bebé trocitos de pan con mermelada. Pedí que la viese un especialista, pedí un neurólogo, entre aspavientos de indignación aquel tipejo me dejó claro que mi petición, mi criterio (basado en que yo SÍ sé quién era, como se comportaba, respiraba y actuaba mi madre) no importaba nada. Le hicieron pruebas, ninguna neurológica, al día siguiente nos querían dar el alta, porque lo que tenía mi madre, según otro traumatólogo aún más arrogante y despreciable, era “psicológico y no físico” (no sé si hemos hablado ya del estigma añadido de tener un historial de psicofármacos).

Entonces apareció una doctora, no recuerdo exactamente qué posición ocupaba en el hospital, comparó un electro con otro de meses anteriores, vio algo. Se formó un gran revuelo, acudió un equipo de cardiólogas, neurólogas, pronto bajaron a mi madre a hacerle un cateterismo cardíaco, su corazón estaba respondiendo con paradas, respondiendo a un fortísimo estrés. Por la tarde un TAC, el equipo de neurólogas vio la sangre en el cerebro, en la zona misma que ella había estado manifestando SIN PARAR que le dolía. Rápido traslado al Universitario de Getafe, tras cuarenta y ocho horas de un trabajo incansable, modélico, impresionante, de los profesionales de cardiología y neurólogía y neurocirugía, con una comunicación constante e impecable con su familia, mi madre moría. Era el 30 de junio de 2022 por la tarde. La doctora que la atendió en la UCI de cardiología lloró sosteniéndonos las manos.

La decencia frente a la impudicia y el desdén. Yo no creo que este sistema se pueda reformar, soy abolicionista. Pero ahora sé que no todo está perdido.

Mi madre una vez me dijo una frase que me impactó, para explicarme cómo se sentía navegando por este mundo asqueroso: “me siento como un rubí entre un montón de mierda”. Creo que en esta historia está bastante claro quienes son rubís y quienes los montones de mierda.

Ahora nos queda jugar con las cartas trucadas del sistema para que esto quede resuelto de alguna manera, nos queda intentar lo imposible, lograr la justicia para una mujer pobre cuando a esta mujer pobre, que era mi madre, por no dejarle no le dejaron ni la tranquilidad de la nada ni lo único que siempre fue suyo, suyo y de nadie más: su vida.

Este texto está dedicado a la memoria de mi madre, Margarita Rodríguez Cuéllar. Tu recuerdo vive en nosotras.

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