El laberinto del Maidán

Mario Vera
6 min readFeb 22, 2015

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Esta crónica pretende mostrar cómo era la Plaza de la Independencia de Kiev semanas después de que los manifestantes fueran asesinados por los francotiradores tras los altercados con la Guardia del Gobierno de Yanukovich. Todas las fotografías de este artículo fueron tomadas en abril de 2014 y pertenecen a Paolo Capurro y Mario Vera.

Por Mario Vera

Apilados sobre la carretera, cientos de adoquines arrancados de las aceras clamaban con sigilo por la avenida principal, esperando sin prisa para ser arrojados ante el próximo altercado. La mayoría de ellos estaban intactos, pero conforme avanzábamos, las columnas se resquebrajaban y los adoquines despedazados iban perdiendo su simetría y adquiriendo tonos oscuros. Allí, solitarios y mudos, resistían tras las tiendas de campaña, empalizadas de palés y neumáticos que durante el día eran fotografiadas por turistas ucranios, periodistas y curiosos, mientras que por la noche eran resguardados por partidarios, veteranos y el más absoluto silencio.

Imanes, calendarios, bufandas y banderas se acumulaban en los pequeños tenderetes de souvenirs antes de llegar a la Plaza de la Independencia de Kiev. Los bajos comerciales presumían de europeísmo decorando sus puertas con pegatinas azules de veintiocho estrellas doradas y los quioscos vendían con absoluta normalidad los periódicos y revistas. Parecía mentira que aquel lugar por el que caminábamos con sigilo era el epicentro de una nación que escasamente un mes antes estallaba ante los ojos de medio mundo.

Stop propaganda, no hay nazismo en el Maidán. Era la frase que estaba escrita en letras cirílicas con adoquines teñidos de rojo, junto a un corazón coloreado con las tonalidades de la bandera nacional que había sido dibujado también con los restos del pavimento arrancado. Apenas podíamos sortear la cantidad de gente que allí pululaba agitando una inmensa sábana al son de unos cánticos bendecidos por sacerdotes ortodoxos. Todo bajo la atenta mirada de los fallecidos asesinados en las protestas del Maidán y cuyas fotos estaban adheridas a las vallas ornamentadas con rosarios y flores marchitas.

Estábamos cruzando la plaza de un lado a otro por una galería subterránea llena de pequeños bajos comerciales donde encontramos el primer sentimiento de odio que se había gestado durante todos aquellos meses.

-¿Cuánto vale esa taza?

-Lo siento, pero esta no te la puedo vender.

-¿Por qué?

-Porque me acabo de dar cuenta de que las letras que hay en ella son rusas. Lo siento. Tendrás que elegir otra. Lo siento.

La anciana y dueña de la tienda de souvenirs hablaba con nuestra guía y traductora Natalia Tolmachova: le explicaba que se sentía avergonzada y por eso ahora tenía que esconder la taza sobre unas cajas de cartón vacías.

Ese atisbo de humanidad que inundaba la plaza se difuminó conforme caía la tarde. Los puestos iban desapareciendo poco a poco a la vez que aumentaban los hombres uniformados que durante la mañana apenas se habían mostrado fuera de sus cabañas o de los edificios aledaños, donde dormían y vivían cientos de ellos.

Las velas comenzaban a encenderse y los curas ortodoxos, que lanzaban agua bendecida desde púlpitos improvisados, recogían sus cosas. El esqueleto gigante de acero junto a la estatua del Ángel de Kiev estaba envuelto con banderas de diferentes países y llamaba nuestra atención mientras nos preguntábamos si era el momento de irnos o de seguir observando. Tan solo la pequeña brisa y la soledad que empezaba allí a habitar nos incordiaba.

Vestidos de negro hasta el cuello y con pasamontañas, unos hombres sostenían unas estacas mientras realizaban pequeños saltitos y estiramientos. Su bandera roja y negra les delataba como los Pravy Sektor, los paramilitares de extrema derecha de los que tanto se hablaba, pero que en ese momento y en aquel lugar tan solo llegaban a la quincena.

Por el laberinto de tiendas de campaña se escuchaban carcajadas y resplandecían las primeras fogatas en bidones de gasolina vacíos que expelían pequeñas humaredas. La cabeza simulada de Yanukóvich — expresidente que huyó a Rusia tras las muertes de los manifestantes — que estaba incrustada en un frasco al lado de un cartel que pedía dinero para seguir sufragando los gastos de aquellos hombres que se autoproclamaban como los guardianes del Maidán bajo banderas ucranianas, nos detuvo. Estábamos en la zona más radical.

Una rampa pronunciada con otra fila gigante de velas señalaba el camino hasta uno de los costados de la plaza, justo al lado del hotel Ucrania, donde se hospedaban los corresponsales. Desde ese lugar mirábamos el edificio del sindicato que había sido quemado por los Berkut, las fuerzas de choque del Gobierno. Nos encontrábamos en un lugar privilegiado para contemplar todo el Maidan, justo al lado del Press Center. Muchos de los hombres uniformados que habíamos visto antes reír, se distribuían las zonas para hacer guardias. La mayoría de ellos, con sus caras ajadas, eran veteranos de guerra, y los otros, mucho más jóvenes, pasaban a nuestro lado sin decirnos nada mientras nosotros seguíamos allí fisgoneando entre todo aquel laberinto.

Natalia Tolmachova no escondía su miedo y nos mostraba constantemente la salida para que nos fuéramos. Pero cada vez que lo intentábamos nos encontrábamos con algo que llamaba nuestra curiosidad o nos parecía exótico: nuestra visita estaba llena de preguntas que queríamos resolver aquella noche y que solo podíamos aclarar si seguíamos allí. Entre los recovecos por los que aún no habíamos explorado encontramos un piano que Natalia se atrevió a tocar. La melodía de la película Amelie empezó a sonar hasta que una joven salió de una de las cabañas y la amonestó en su idioma para que parara. Quería dormir. También había máscaras de gas sobre sacos uniformados que simulaban muñecos y banderas españolas en algunas de las tiendas de campaña. Salvo alguna pintada o mensaje radical, no encontramos allí elementos de nazismo fuera del área de los Pravy sektor.

Aquel submundo en el centro de Kiev parecía adormecido pero con un ojo pendiente en las elecciones presidenciales de mayo. Aquel submundo que estábamos cruzando no era ni más ni menos que el reflejo de una sociedad reprimida. Los escudos metálicos repletos de flores y rosarios estaban apoyados por muchas esquinas y, conforme salíamos de allí ya de madrugada, un nuevo piano azul se cruzó en nuestro camino: era del color amarillo y azul que se había convertido en un símbolo desde que uno de los rebeldes enmascarados lo tocó ante todos los medios de comunicación a media mañana. Natalia se acercó pero no pudo llegar a tocarlo porque la voz de uno de los guardias le amonestó desde la distancia. No son horas de tocar el piano. ¿Qué estáis haciendo aquí? Debéis iros. Este no es lugar para vosotros.

Y los montones de adoquines enclavados tras las tiendas de campaña, barricadas y neumáticos seguían allí pacientemente mostrándonos el camino por el que habíamos venido, mientras un monstruoso camión antidisturbios destrozado y pintarrajeado se encontraba al final como el símbolo de lucha que derrotó a un gobierno. En frente, un cartel luminoso con la cara de Poroshenko nos abría paso hacia las calles colindantes de la capital con sus rascacielos y sus cientos de coches ostentosos aparcados encima de las aceras. Fuera del laberinto todo seguía su curso. Daba la impresión de que en Kiev reinaba la calma.

Mas información en www.mariovera.es

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