Todo lo que cabe en una lágrima

Montse León
4 min readMay 26, 2014

Cuando vemos aparecer una lágrima en los ojos de alguien, lo primero que acude a nuestra mente es que a esa persona le duele algo, que está sufriendo. Pero lo más seguro es que, si le preguntamos, el dolor no sea el motivo.

¿Cuántas emociones caben en una lágrima? Todas.

Pero ¿cuáles son las más habituales? Eso depende de cada uno. En mi caso, que no me considero una persona llorona, reconozco que las lágrimas son fáciles de ver en mi rostro, aunque sea solo por unos segundos, y es que la sensibilidad es algo que no se debería perder.

Quién no ha llorado de alegría cuando le han comunicado una buena noticia como que va a ser tía (madre no, que implica también otro tipo de lágrimas), que tu vecina, la de los tacones, se muda al Senegal o que puedes dejar de comer de tupper porque te suben el sueldo 12€ más al mes. Quién. Las lágrimas de alegría son dulces como un batido de fresa y plátano, como una manzana al horno, como la chocolatina que te dan en los aviones.

También hay lágrimas que encierran tristeza. Son esas que brotan en días de lluvia, sentada en el sofá, mientras ves Magnolia; o cuando en las noticias te muestran la cara más inhumana de nuestros semejantes; o cuando ves un gatito espachurrado en la carretera. Esas son lágrimas saladas como el arroz de tu abuela que antes le salía tan delicioso y que ahora es infumable porque no recuerda si le echó sal.

Tu jefe bailando borracho con la corbata en la cabeza sobre un podium, la farola que se acaba de comer un jamelgazo por mirarte con cara de matador sin apartar mirada o tu sobrino cantando y bailando “el Pollito Pío”, dándolo todo, como si estuviera en el cásting de su vida. Estas son situaciones que me hacen saltar también las lágrimas. Pero de risa. Son lágrimas efervescentes, llenas de burbujitas, que te hacen cosquillas en las mejillas, obligándote a seguir riendo. Unas de mis preferidas.

Si existe una descripción universal de un tipo de lágrima, es la de dolor. Son grises, amargas, queman conforme caen. Son esas que hay detrás de la pérdida de un ser querido, de la palabra clavada en el corazón, del golpe seco en el dedo meñique del pie con la pata de la cama. Un buen trago de vodka, whisky o alcohol de quemar puede acabar con ellas. Pero cuidado, son como los Gremlins: a partir de cierta cantidad de alcohol, se reproducen.

Hay unas lágrimas neutras, que no saben a nada, que son transparentes, que acompañan a los recuerdos. No se sabe el motivo, si es bueno o malo, pero es recordar ese perrito caliente con pepinillos, cebolla caramelizada, crema de Cheddar, patatas paja, mostaza y ketchup que te zampaste famélica un día después de salir de fiesta y se te saltan las lágrimas. ¿Te gustó? Mucho. ¿Te jode no tenerlo ahora mismo delante? Más.

Otras de mis lágrimas preferidas son las de gratitud. Cuando abres un sobre regalo con las entradas para ese concierto que querías ir y estaban agotadas, cuando un desconocido te da el dinero de la multa por viajar en tren sin billete para que dejes de llorar y no se enteren tus padres, cuando pones el primer pie en tierra después de un vuelo con más turbulencias que el Dragon Khan. Son lágrimas frescas, como esos caramelos que te daba tu abuela, que sacaba en el momento oportuno, o como ese sorbete de limón en medio de una orgía de comida y bebida.

A veces sentimos nostalgia por un tiempo pasado y unas lágrimas se encargan de contárselo al mundo. Aquella amiga con la que compartías todo, tu confidente, tu escudera, y que el tiempo y la edad han apartado de tu camino, pero que de vez en cuando vuelve a tu mente; los acordes de esa canción que escuchabas todos los sábados mientras te preparabas para salir de fiesta cuando tenías 18 años; el olor a fritanga del bar en el que pasaste todos los domingos tarde de tu adolescencia. No es que quieras volver a esos momentos. Es que en esos momentos no los disfrutabas tanto como ahora los recuerdas. Eso es la nostalgia.

No todo el mundo es capaz de llorar de emoción. Pero cada vez somos más. No estamos solos. La verdad está ahí fuera… La emoción del niño que conoce a su ídolo; el reencuentro con alguien a quien aprecias y que no esperabas volver a ver; la escena de esa película que aprieta la tecla de las lágrimas. Son lágrimas redondas, con cuerpo, con toques de madera y suaves al paladar, como un buen vino.

También hay lágrimas ácidas, que dejan surcos en el corazón. Son las que aparecen cuando ves a alguien autodestruirse, o que no acepta tu ayuda por orgullo o simple cabezonería; o cuando una injusticia se comete en tu presencia; y en ninguno de estos casos puedes hacer nada. Eso es impotencia.

Pero mis lágrimas preferidas, y seguro que las de la mayoría, son las de felicidad. La primera vez que tienes a tu hijo en brazos; la primera vez que esa persona te dice que te ama; la primera vez que consigues algo por ti mismo. ¿Por qué la primera vez? Porque es muy importante el factor sorpresa, la chispa inicial que las hace brotar. Son lágrimas finas, bonitas, transparentes y dulces.

En cualquier caso, siempre me han dicho que estoy preciosa cuando tengo lágrimas en los ojos. La próxima vez que me lo digan, miraré qué hay dentro de ellas.

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