Las noches de Cabiria

Un análisis para Historia del Cine II

NathalieHC
17 min readDec 5, 2014

Le notti di Cabiria es una película dirigida por Federico Fellini. Si bien puede enmarcarse dentro del neorrealismo italiano, es más distintiva del estilo de Fellini que del movimiento en sí.

Los títulos de crédito iniciales reproducen por primera vez el leitmotiv musical que atraviesa toda la película. La composición de Nino Rota varía en intensidad y tono para acompañar momentos dispares.

Cabiria es una prostituta de carácter alegre e ingenuo. Es un personaje complejo y solitario que genera, sino empatía, un sentimiento de ternura y cierto impulso por protegerla en el espectador. El guion, más que seguir una historia concreta, se centra en investigarla a ella, por eso la película adopta una estructura casi episódica, para mostrar su carácter, su vida y sus noches.

Como espectadora prejuiciosa, cuande me dispongo a mirar una película italiana de 1957 lo hago con bastante café, porque creo que se me va a hacer lenta y aburrida. Pero en esto Fellini me sorprende yendo directo a la acción. Primero me saca unas carcajadas con lo exagerado y ridículo de los movimientos de la protagonista, y en seguida, casi la mata sin siquiera haberla presentado.

Cabiria aparece bruta, orgullosa, desagradecida con sus salvadores, pero al mismo tiempo queda ante nosotros como una tonta, por no haber visto, o peor, no aceptar, que su novio haya intentado ahogarla. Ella sabe lo que realmente pasó y lo demuestra con una sola frase colérica: “¿Quién se cree que es?”. Pero se esfuerza por mantenerse crédula y enamorada, más de lo que se esfuerza por proteger recuperar su salud después del incidente.

Es contradictorio que ella intente ser tan independiente de sus rescatadores y de la única amiga que le tiende una mano, y al mismo tiempo esté tan desesperada por ver a un hombre que claramente es un ladrón y por poco no es su asesino. Ya en esta escena se trasluce la idea de que la historia de desamor que vive y va a vivir Cabiria no se trata de Giorgio, ni de ningún hombre en particular, sino que va más allá de ellos. Cabiria lucha y va a luchar por su derecho a enamorarse, a vivir una historia con final feliz.

No sé precisar cuánto tarda uno en acostumbrarse a las facciones de Giulietta Masina, pero es ese el mismo momento en el que se empieza a encontrar a Cabiria bellísima y adorable. En un segundo visionado, ya en esta escena soy capaz de perdonarle su ingratitud, su mal genio y su estupidez y, (en esto colaboran mucho los exageradísimos ademanes italianos) ella me parece un poco un infante encaprichado de quien me puedo reír impunemente.

Dentro de las características del neorrealismo italiano se encuentra la intensión de volver la cámara hacia los pobres, hacia la gente común y las historias intrascendentes. Aún en Las Noches de Cabiria, Fellini comparte ese objetivo. El barrio donde vive Cabiria se me hace increíblemente conocido, salvando las distancias de décadas y kilómetros. No es solo la locación la que me transmite esa familiaridad, sino los mínimos detalles de la vida en los suburbios marginales: los alambrados separando un casi-valdío de otro, las gallinas al lado de la casa, las vecinas que pasan y se van a voluntad, las casas precarias pero con la puerta bien trancada, ese saco enorme que dice “Viva México” que nadie se compraría pero que se lo regalaron usado y es tan cómodo.

El momento en el que Cabiria por fin acepta la verdad sobre Giorgio es muy triste, pero no por eso deja de ser ridículo. Está tan sola en su orgullo que intenta consolarse acariciando una gallina (sin duda futura comida), pero ni siquiera puede sostener por mucho tiempo ese gesto de cariño. La invade una rabia que la lleva a quemar todas las cosas de Giorgio, incluso las camisas que tan caras le habían costado. Para Cabiria el valor de la dignidad está muy por encima del del dinero. Una cosa es su trabajo de prostituta, y otra muy diferente, inadmisible, es que la utilicen emocionalmente.

Cabiria, de vuelta en su estado natural, alegre y despreocupada, sale a “hacer la calle” una noche como cualquiera. No sé por qué yo a veces me creo que antes no había ni noche, ni joda, ni travestis, y ahí están, todo junto en una sola escena. Cabiria se pone a bailar y la película adopta por unos instantes el tono descontracturado de un musical. El mambo perfectamente podría haber sido música extradiegética, pero se lo justifica en la escena, favoreciendo, una vez más, al realismo.

La protagonista parece recuperada de la decepción aquella. Son un detalle muy cómico los gritos de la travesti desde el otro lado de la calle. Se entrelazan con la música y nadie les hace caso hasta que pone el dedo en la llaga nombrando a Giorgio. Cabiria pasa del baile a las piñas sin perder el ritmo.

En esta escena hay un uso más estilizado de las luces y sombras que lo que venimos viendo hasta ahora. Se aproveche el reflejo sobre en la calle mojada, y la neblina que difumina la luz.

Durante la conversación que mantiene en el auto con el proxeneta Cabiria demuestra una vez más su afán por ser independiente. Está firme en su posición de que no necesita a nadie que la proteja, y esto evidencia la contradicción de que le afectara tanto un desengaño amoroso.

En su cruce con las prostitutas de élite la protagonista no desaprovecha la oportunidad de mostrarse altiva y sarcástica, aunque las otras vistan mucho mejor que ella y le saquen una cabeza de alto.

Cuando baja del fitito y queda sola, hay una toma a penas picada de ella mientras cruza la calle. Al notarla tan chiquita y tan sola nos damos cuenta de que aunque sea una mujer de la noche, no deja de ser vulnerable. Y justo entonces, para remarcar esa idea y para aplastar toda seriedad, casi la atropella un auto.

Cabiria encuentra una ventanita y echa un vistazo. Se produce de nuevo un juego entre lo diegético y lo extradiegético, porque la música que escuchamos podría o no provenir de ese sótano. Cabiria se pone a bailotear de una manera torpe pero con gracia. Dejando de lado el hecho de que sea una prostituta en horario de trabajo, para mí el bailotear a solas y sin más incentivo que la música es un claro signo de alegría, y me de la idea de que ella lleva una vida casi dichosa. Podría ser algún tipo de dicha tranquila hija de la resignación.

Pero enseguida demuestra el lado amargo de su carácter, en su encuentro con el guardia. Ella siempre está al borde del enojo. Esas emociones pueden ser el reflejo de sus penas ocultas, o bien un mero mecanismo de defensa para transitar segura por el mundo en el que habita.

Un mundo que es tan duro como interesante. De repente Cabiria tiene un espectáculo novedoso para presenciar: la pelea de un actor famoso y su noviecita. No hace falta ver durante mucho rato a Jessie para enterarse de que ella es, para decirlo claro, otro tipo de puta. “Las compré yo” le aclara el novio cuando ella le pide que no maltrate sus pieles. Y por si fuera poco la retiene un momento exclusivamente para pegarle una cachetada. Eso debería parecerme una escena de despreciable machismo, que lo es, pero también es sublime. “Puedes irte”, le dice.

Cabiria acaba de alabar el fitito de sus amigos como si fuera el mejor coche que había visto en su vida, y de pronto se está subiendo en el desmesurado coche descapotable de Alberto Lazzari (nombre que, dicho sea de paso, parodia al del propio actor). Él la pasea un rato, llevándola a un antro de ricos bastante bizarro. Por la reacción de Cabiria, se ve que está acostumbrada a que sus clientes vayan directo al punto, no como este señor. Ella disfruta de la novedad, y se mantiene callada, pero muy critica en sus ademanes elocuentes.

La orquesta se pone a tocar un mambo para la distinguida concurrencia, y eso me hace pensar en el paralelismo con la realidad de hoy. La gente de clase alta escucha y baila en sus reuniones la música que viene del entorno económico y cultural diametralmente opuesto. Y en las noches de Cabiria hay mambo en los salones como en las calles.

Cuando llegan a la mansión, por un momento pensé que esto se iba a volver la imposible versión buena de Pretty Woman — afortunadamente no. Hallo un poco ofensivo que el señor rico tenga esa pequeña carcajada al oír el nombre de Cabiria. ¿No se da cuenta él de lo ridícula que es su propia casa, su club social, su vida en general? Seguramente sí lo sabe, y él también es un resignado.

De nuevo aparece ese juego-engaño de la música diegética. Cuando entra el sirviente con el carro de comida, la Quinta Sinfonía de Beethoven perfectamente podría haber sido puesta allí para remarcar lo glorioso del evento.

Hay una broma general en esta escena que refiere a la vida de las estrellas de cine. Probablemente más de un espectador en su momento se haya preguntado “¿este hombre en verdad vivirá así?”, “¿será esa su casa?”. A esto se le suma la mención de Cabiria hacia la langosta. La toma con torpeza y dice algo como “creo que la he visto en una película”. Aún contando la historia de una prostituta, Fellini se las arregla para insertar un detalle de metacine.

Nos habla muy bien de Cabiria su actitud respetuosa y recatada, si se quiere, para desenvolverse en la casa: levantar el saco del suelo, no tomar asiento hasta que se lo piden, no ser demasiado crítica con la música, y muy especialmente, invitar al dueño de casa que la acompañe a comer. A mi entender estos gestos ilustran la sencillez y nobleza de espíritu del personaje. Por más que sea curiosa e inquieta prefiere pasar un rato agradable con su anfitrión que recorrer el edificio y fisgonear entre sus pertenencias.

Donde otros pobres se hubieran sentido cohibidos o atacados o llenos de envidia, Cabiria se toma un momento para recordar su modestia digna. Su mayor pesar en ese momento es que ninguno de sus amigos y colegas vaya a creerle el relato de esa noche, y tiene el impulso infantil de llorar. Le pide al actor una foto porque estar ahí es lo más interesante que le ha pasado en mucho tiempo.

Y de buenas a primeras, pasa de ser la protagonista al papel secundario en su propio relato. Llega Jessie a protagonizar una reconciliación bastante patética, y Cabiria tiene que dejar pasar las horas, incómoda y escondida.

Combine o no, Cabiria lleva siempre puesto su saquito de piel, que es seguramente la prenda más fina que tiene. El suntuoso tapado de Jessie establece entre ellas dos una comparación compleja. Está claro que la damita es una mujer de adorno de tiempo completo, mientras que Cabiria trabaja solo por la noche. Jessie tiene de todo, pero nada es realmente suyo. Si Cabiria fuera un ama de casa y su hogar hubiera sido construído para ella por un marido, lo más probable es que se sintiera continuamente descontenta y disconforme. Sin embargo, es una trabajadora. “No le falta nada” y se enorgullece de su pobre riqueza porque cada una de sus cosas se las ha ganado por sus propios medios. ¿Es mejor en algún sentido la vida de Jessie? Solo si el tipo la amara de verdad, y de eso no estamos seguros.

Cabiria pronto vuelve a hablar de su autosuficiencia, cuando sus colegas le proponen ir a pedir milagros a la virgen. “Qué le voy a pedir, si tengo de todo”, dice. Su amiga Wanda si va a pedir algo que no revela. Está esperanzada y se le nota feliz con esa idea.

Una pequeña caravana religiosa atraviesa las calles. Es una contraposición interesante la que se hace entre el grupo de devotos religiosos, entregados a sus alabanzas, y el grupo de los pecadores, que los ven pasar. Lo común es que sean los impíos los que están fuera de lugar, pero ahora, en el medio de la noche, este grupo de “gente bien” son los verdaderos extranjeros. Mientras se alejan, Cabiria va hasta la calle y empieza a seguirlos como hipnotizada. De seguro ella misma no sabe con seguridad qué la atrajo hasta ahí, pero un cliente interrumpe el trance y se la lleva.

El supuesto atajo que deja a Cabiria lejos de la ciudad apenas se menciona como un comentario retórico, pero más al final va a constituir una pista importante.

La escena del hombre del saco era una idea que preexistente a la película. Recrea el crudo hábitat de los sin-techo de Roma: unas cavernas les sierven de refugio mientras que en el horizonte se ven los enormes edificios de la ciudad. Podría haber sido insertada en cualquier otra película de Fellini ya que es relativamente independiente del resto del relato, pero genera un pequeño cambio en la protagonista. Cabiria presencia un acto de caridad desinteresada por parte de un hombre generoso, pero razonable. El encuentro se produce justo a la hora del amanecer, y queda marcado por un cambio repentino en la iluminación y el sonido de un gallo cantando.

Cabiria siente curiosidad por las motivaciones del hombre del saco, pero el hecho que más la impacta en esa mañana es encontrarse con La Bomba, una vieja prostituta que antes tenía propiedades y dinero, y ahora vive en las grutas, sola y venida a menos, siempre esperando a que llegue su benefactor. Puede que Cabiria se pregunte ¿qué me separa a mí de eso? ¿una casa y un poco de dinero, nada más? No hace mucho ella fue víctima de una estafa y un robo importante… ¿Cómo podría evitar caer en el mismo destino que La Bomba?

Esa procesión religiosa me resulta de lo más parecida a un concierto: la avalancha de gente, los de seguridad cerrándoles los portones en la cara, los cantos, los gritos, la devoción en las miradas, la gente que, como Cabiria, al principio está un poco shockeada o distraída y se va uniendo de a poco al fervor, los niños que están ahí pero no entienden nada. También resulta curioso ver a beatos y pecadores tan mezclados.

En ningún momento sabemos qué milagro planeaba pedirle Wanda a la Madonna. Todo lo que sabemos es algo de la escena anterior hizo que Cabiria se replanteara su “a mí no me falta nada” y decidiera secundar el deseo de su amiga. Por la expresión de Cabiria al hablar de la petición, y por su reacción al escuchar que Wanda había cambiado de idea, interpreto que era algo muy importante, nada banal. Incluso pensé que iba a pedir algo desinteresado, un milagro para otra persona.

El deseo de Cabiria de abandonar su estilo de vida actual parece ser no premeditado, sino fruto de la emoción del momento. Ese mismo encuadre deja ver a señoras cansadas, arrugadas, viejas y sin dientes, que a simple vista, dan la impresión de pasarla mucho peor que Cabiria, y sin embargo, mientras ellas le dan las gracias a la Virgen, Cabiria aparenta ser la más desdichada del cuadro.

Aunque ella sea sincera yo no me puedo creer su pedido de “cambia mi vida”, tal vez porque hasta entonces se ha mostrado como una persona medianamente feliz. La emoción del momento destapa el sufrimiento guardado. Los peregrinos van uno tras otro a besar la imagen, pero Cabiria da un poco más y besa el suelo del altar. Cabiria le pide a su amiga que la acompañe: es natural querer tener un amigo cerca para esos momentos inexplicablemente importantes de la vida. Pero Wanda se muestra fría y descreída.

La imagen del lisiado cayendo es tan triste como penosa. En contraste, la escena inmediata los muestra a todos en el campo, divirtiéndose, con una banda tocando a su lado como quien se lleva la radio al parque. Es domingo y la vida continúa, como siempre. Pero eso para la protagonista es un problema. “Estamos igual que antes, como el lisiado”, grita. Eso revela que ella realmente creía que su vida podía cambiar, así, sin hacer nada.

Puede que este sea realmente el momento en el que se da cuenta de que no es feliz así, y por eso la rabia que demuestra. Se comporta cínica con las monjas, en señal de que se siente engañada, estafada una vez más. Y es lógico, porque ella le hizo una petición sincera a la Madonna, siendo que es una persona independiente que está acostumbrada a valerse por sí misma.

Cabiria entra a ver un show de hipnotismo para pasar el rato. Cuando el hipnotista le pide que pase a escenario el hombre que está sentado a su derecha le ordena seriamente que vaya, como si tuviera algún derecho sobre ella. Creo que de no haberse hecho rogar de esa manera el hipnotista la hubiera utilizado para el número del naufragio y la hubiera dejado en paz, pero al notar su personalidad, pensó que podía explotarla de otra forma.

Cuando le habla directamente a ella el hipnotista tiene un sombrero de diablo. Es un augurio de que ese acto le va a acarrear sufrimiento. Más tarde, le coloca a ella una corona, una especie de aureola, que nos recuerda lo inocente que es Cabiria en el fondo. Yo como espectadora, llegado este momento, sufro con anticipación. Ya entendimos que Cabiria es orgullosa, y sabemos que mostrarse vulnerable ante tanta gente es de las peores vergüenzas que podría sufrir.

La mezcla entre diegésis y extradiegésis esta vez involucra también a la luz. Vemos de dónde proviene, sabemos que ella está en un escenario, pero perfectamente hubiera podido ser simplemente una manera de resaltar ese momento. Algo similar sucede con la música.

Cabiria tiene cierto libre albedrío dentro del estado de hipnosis. Sus palabras y acciones a veces sorprenden al mismo hipnotista. Al decir “Si me hubieras conocido cuando tenía 18” establece que ella se ve a sí misma como un caso perdido. No obstante, en el fondo mantiene la esperanza de un futuro feliz y le pregunta a su interlocutor “¿Entonces es verdad?”. Ante la ilusión que resuena en sus palabras, el hipnotista ya no se atreve a seguir con el engaño y la libera. Cabiria no tolera una herida al orgullo como esa, y hasta tiene que esconderse para que no la hostiguen.

“Fingimos ser cínicos y correctos hasta que nos convencemos de ello”. “Hay cosas que la vulgaridad no las toca. Entre una multitud que se ría siempre habrá alguno que comprenda”. “La ciudad es tan enorme y tenemos tanto que decirnos todavía”. Es intolerable y terriblemente cruel poner esas frases en boca de un personaje que está clarísimo que va a traicionar la confianza de la protagonista. Como espectadora estoy más recelosa que Cabiria, pero al mismo tiempo más esperanzada. No estoy deseando que ella sea más astuta y se aleje, sino que, de alguna forma, todo lo que Oscar dice resulten ser sentimientos sinceros.

Hay que decir que este miserble estafador hizo un trabajo paciente y finísimo. Tuvo tiempo, desde el acto de hipnotismo hasta que Cabiria salió del teatro, para pensar lo que haría, y seguramente antes ya hubiera llevado a cabo alguna trama similar. Me llama mucho la atención cuando Cabiria le cuenta a sus amigas, sorprendida, que “¡la historia de los gladiadores no era verdad…!”. Es una forma de decir “Oscar tiene la verdad. Oscar sabe, y confío en él”.

Me gusta el orden en el que ella le lista a las amigas las características de Oscar: primero que es fino, después que es culto, que es guapo, que le gusta hablar con ella porque ella lo entiende y finalmente que siempre paga él. Como si el dinero verdaderamente no le importara.

La llegada de la policía funciona como una pequeña trampa para asustar al espectador. Cuanto más cerca está el final feliz más inminente nos parece la desgracia.

Me llama la atención que “Oscar” elija para nombres de sus padres dos que ya aparecen entre los demás personajes: Giovanni, como el padre Giovanni, y Elsa, como La Bomba.

En la escena siguiente Cabiria aparece tranquila, con expresión de adolescente enamorada. Sale afuera y camina pensativa. Es como si quisiera autoconvencerse de estar enamorada, o más bien como si estuviera enamorándose de esa paz interior que ahora siente. El encuentro con el padre Giovanni tal vez a ella le parezca una buena señal, pero puede ser una especie de burla del destino. Le deja una estampilla de San Antonio y le recomienda que se case y forme una familia.

Cuando Cabiria le dice a Giovanni que no está en la gracia de Dios, aunque haya pedido ese milagro, él le replica “Quizá no supiste pedir, o quizá ya estabas en la gracia de Dios”. Esto me deja en la duda. ¿Los guionistas quieren decir que Cabiria no necesita ayuda divina? ¿O que su destino ya está marcado y no existe manera posible de que ella cambie su curso?

Esa noche Cabiria está distraída y contenta. Deja pasar a su potencial cliente, sin inmutarse. Eso es, por una parte, una señal de respeto y cariño hacia Oscar, y por otra, una pequeña renuncia a su libertad porque, después de todo, su trabajo es el que le garantiza su independencia.

Cabiria está tomando malas decisiones. Aún si conociera a Oscar de toda la vida no sería sensato dejar su patrimonio, todo lo que tiene en la vida, por él. Sin embargo está tan feliz que, por más que yo conozca el final, no puedo evitar contagiarme de su alegría.

La novia abandona el saquito de piel que la acompañó tantas noches, y que viene simbolizando su trabajo. El momento en que le habla al retrato de la madre es prácticamente el único en el que trasluce la relación que tenía con ella. Parece que Cabiria siente que su madre quisiera verla casada y feliz, aunque fuera ella la primera en impulsarla a la prostitución.

Antes de atravesar la puerta de su casa por última vez Cabiria tiene un breve momento de tristeza. Es ambiguo, no queda claro si la entristece ver a los compradores, una familia tan grande y tan pobre, o si siente nostalgia por abandonar la casa que tanto le costó obtener.

Cabiria está radiante de felicidad por dejar atrás esa historia, mientras que Wanda está desconsolada por no poder ser parte de la nueva vida de su amiga.

Cuando Oscar está con los lentes oscuros puestos y Cabiria pone los billetes arriba de la mesa, ya es innegable que esa relación va a terminar muy mal. Cuando ella llora, por unos segundos pienso que ella también ya se dio cuenta de lo que va a suceder. Pero no, está emocionada porque él nunca le preguntó si tenía dinero. Confía en él.

Aunque el novio no demuestra interés en escucharla, Cabiria quiere contarle su historia, posiblemente para recordarla por última vez y exorcizarla para siempre. Que él diga “Por acá hay un atajo” nos remite a aquella vez en que Cabiria terminó perdida, lejos de Roma. Es una anticipación de la desgracia y a partir de ahora, esta escena me hace pasar un rato peor que cualquier película de terror que yo haya visto. El bosque es el lugar icónico donde el lobo feroz ataca a la niña inocente.

Y Cabiria parece volverse cada vez más inocente. Va cantando y bromeando, y quiere escribir en los árboles las iniciales de los dos. Puede que esto sea un mecanismo de autodefensa. Tal vez ella también presiente lo que va a pasar, pero opta por mantener la ingenuidad hasta lo imposible.

Cuando finalmente se da cuenta, hay un cambio de valor de plano bestial, desde el primerísimo primer plano de los ojos de Oscar hasta el plano entero de los dos. Cuando ella le dice “Parla” suena a la típica escena en la que alguien está moribundo e intentan revivirlo. A Cabiria se le muere el sueño, y se esfuerza hasta el final por mantenerlo con vida. Es muy cruel que el poco dinero que ha podido juntar en su vida sea el que le acarrea esas decepciones y desgracias.

Cabiria se tira al suelo y le pide a Oscar desesperadamente que la mate, mientras él se mantiene inmóvil. En ese momento me recuerda mucho a la mujer violada de Rashomon. Es casi un lugar común centrarse en la desgracia de una violación física, y esa es una de las razones por las que “Las noches de Cabiria” me resulta tan interesante: la protagonista es una prostituta, y la tragedia que enfrenta es la de ser utilizada emocionalmente.

Oscar no lastima a Cabiria y comete el robo casi sin ganas. Se va corriendo en una actitud de “ya que llegué hasta acá…”. Antes de desaparecer de nuestra vista se tropieza, como para demostrar que en realidad es una persona patética, además de miserable. Cabiria permanece en el suelo y se revuelca como si quisiera volverse un cadáver. Repite muchas veces que ya no quiere vivir.

Subir ese camino empinado por el bosque es como una resurrección. De repente decide volver a la vida, y camina lentamente, como quien no tiene claro a dónde va. Se encuentra con unos jóvenes que van festejando, con baile y música. Ellos le sonríen, tratando de animarla, y Cabiria intercambia miradas con las jovencitas, que remiten a ese recuerdo que ella tiene de “cuando tenía 15 años, y tenía el cabello largo y oscuro”.

Finalmente, con lágrimas en los ojos, Cabiria sonríe. Para mí ese solo gesto transforma esta escena en un final feliz. Significa que, aunque sea un momento terrible, aunque ella lo haya perdido todo y haya sido usada y engañada una vez más, sigue teniendo esperanza. Sigue siendo capaz de alegrarse, aunque sea por un rato. El maquillaje corrido le dibuja una lágrima de pierrot que dice que por más que el mundo sea un lugar ridículamente cruel, podemos seguir burlándonos de eso.

Sería mucho más triste y gris saber que ella va a pasarse el resto de tus días desconfiada y furiosa, con el corazón no solo roto, sino que también acorazado. La esperanza, la inocencia, el dejar la puerta abierta, es lo que nos garantiza una chance, por mínima que sea, de alcanzar la felicidad. Y cuando Cabiria mira directo a la cámara fugazmente y asiente, para mí es su manera de decir “sí, voy a seguir intentando”.

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