Las mariposas son más fuertes que los demonios

Olivia Teroba
6 min readJul 8, 2020

--

Imagen extraída del libro Helena, la soledad en el laberinto

En Una habitación propia, Virgina Woolf hace un ejercicio de ficción: “Imaginemos, ya que los hechos son tan difíciles de atrapar, qué hubiera sucedido si Shakespeare hubiera tenido una hermana, maravillosamente dotada, llamada Judith”. Ella, a diferencia de su hermano, no puede ir al liceo. Él, ya casado, va a Londres a buscar fortuna. Mientras tanto, ella se queda en casa. Aunque es “tan imaginativa, tan impaciente de ver el mundo como él”, nunca puede acercarse a los clásicos. Si acaso roba a ratos los libros de su hermano, sabe que al ser descubierta la reprenderán por no estar zurciendo, cocinando, limpiando. Por perder el tiempo en papeles, algo inútil para una mujer. Quizá Judith escribe, pero debe esconder sus textos, o quemarlos. Quizá en algún momento se oponga al matrimonio, por lo cual será, seguramente, azotada. Si huye de su casa y busca un lugar en el teatro, no cabe duda de que aquellos que lo dirigen se le reirán en la cara.

Podemos relacionar esta idea con un poema de Helena Laura Paz Garro: “Me dijeron” (en una adaptación libre que hice a partir de la versión de Elsa Schwartz y la versión del FCE).

Me dijeron
que no puedo salpicar de sol un lienzo
ni volcar un puño de barro
ni algunas ramas en un cuadro
para crear un bosque.

Mis manos
no pueden encontrar un cuerpo en el marfil
ni sostener alas de libélula
sobre palillos rojos
para hacerlas girar al menor soplo;
acumular
columnas, escaleras, calles,
hasta construir una ciudad.

Construir un armazón con la armonía de los planetas
y de las vías lácteas
con osamentas de hilos dorados
y una guarida para la luna
donde duermen nuestros sueños más profundos.

Porque como mujer estoy condenada a errar
en nuestros laberintos internos
¡Eterno Minotauro!

La intención de Woolf y Helena Laura es similar: poner al frente los límites que han existido a lo largo de la historia para que una mujer se dedique a la escritura.

Pese a los años de diferencia entre ambas autoras la inquietud persiste, porque también persiste la manera injusta en que los textos de mujeres son leídos. Y hablo en presente porque a este hilo de ideas quisiera agregar la iniciativa Elsa Margarita Schwarz Gasque y de María del Carmen Vázquez Martínez, al compilar y analizar el epistolario de Helena Laura y Ernst Jünger en Helena, la soledad en el laberinto. Es admirable el esfuerzo de revisión de archivo y análisis que hacen estas investigadoras para, como le pidió personalmente Helena a Elsa, “reivindicarla en la sociedad mexicana”. A través de las cartas que ella intercambia con su escritor favorito, periódicas pero constantes, de los 22 a los 59 años, conocemos a Helena desde una perspectiva inédita.

Sabemos que habitar los entornos familiares no siempre nos garantiza salud mental o emocional. Muchas veces la gente a la que amamos es la que más daño puede hacernos. Y ni qué decir de los entornos sociales: sobre todo si consideramos que el círculo más cercano de Helena era el medio intelectual mexicano del siglo XX, y la prensa oficial, más ocupados en juzgar y encasillar a cuanta persona se les acerque, que comprender la situación particular de cada una y buscar trasfondos. Así, ella creció en un entorno hostil, con una imagen distorsionada de sí misma, producto de las expectativas de quienes la rodeaban. Al no cumplirlas, la llamaban “caprichosa”, “loca”, “tonta”.

Incluso la escritura, que muchas veces se considera una salvación o refugio para una realidad cruel, le fue negada. Podemos entreverlo en este libro: sus padres nunca apoyaron sus creaciones. No recibió su ayuda cuando más hubiera logrado concretar su independencia: para estudiar la universidad, ni tampoco cuando quiso incursionar en el cine. Cada nuevo proyecto suyo encontraba negativas o complicaciones, en vez de apoyo y comprensión. En 1982, durante la etapa de olvido y desaparición de la vida pública de ella y su madre, mientras viven en París, Helena escribe: “los años de silencio y olvido me rodean”.

No obstante, Ernst Jünger, escritor alemán con el que se comunicaba por correspondencia, le prestaba atención. Eso era extraordinario para ella.

El regalo de Jünger a Helena fue, a decir de las compiladoras y autoras de los análisis que acompañan las cartas de este libro: “una continuidad en la relación que le brinda sostén y consuelo … le brinda un lazo de unión para tender ese puente entre su mundo interno y la realidad … el espacio de escritura es trancisional, … pertenece tanto al mundo interno como a la realidad exterior, sin ser propiamente ninguno de ellos, sino un espacio intermedio entre ambos, que corresponde al proceso de la creación”.

Estas cartas contienen el espíritu de Helena, y su lectura permite que ella habite en nosotros como lo que fue: una permanente posibilidad. Una mujer ilustrada, inteligente, creativa, que se encontró con un ambiente hostil al que apenas pudo hacer frente.

Leer esta correspondencia me hizo pensar que las escritoras mexicanas, ahora, somos como Helena Laura: hijas de una literatura masculina ególatra, patriarcal y hostil, que admite a su lado una talentosa escritura femenina, exorbitante y creativa, a la que nunca permite florecer del todo. Y de tanto contenerla, la ahoga.

Creo que repensar nuestras genealogías, además de una forma de sentirnos acompañadas, es un medio para enfrentarnos al pasado hostil que dio como resultado este presente.

Me gusta saber que, a pesar de todo, Helena Laura escribió. Poemas que exigen una mejor traducción. Unas memorias que piden ser releídas y comentadas. Estas cartas, cuyo destinatario era Ernst Jünger pero que eran también una petición al tiempo, a la historia, para que se detuvieran y la dejaran reunir fuerzas para continuar.

Podemos identificarnos en sus titubeos, en su inquietud, en su búsqueda de un guía, aunque éste viva a cientos de kilómetros de distancia. En su perpetuo autoanálisis, ese intento por reconocerse, fuera de las imposiciones que le dictaba el mundo exterior.

Cuenta Elsa Schwartz un encuentro con Helena:

“En ese instante no vi a la mujer sentada enfrente de mí, pero sí vi a la niña de ojos grandes y tristes que con sólo cuatro años había tenido que vivir una experiencia que seguramente la llenó de terror y angustia, por lo incomprensible y doloroso, cuando fue abusada sexualmente por un tío”.

Y entonces quisiéramos seguir el impulso de la narradora, tomar las manos de Helena entre las nuestras, para consolarla. Y solo decir: “¿No fue fácil, verdad?”

Fotografía extraída del libro Helena, la soledad en el laberinto

Quiero pensar en Helena, no con la imagen que solemos tener de ella: sus últimos años demacrada por el alcohol, los fármacos y la tristeza. Prefiero la foto que le tomaron en París después de huir de México, donde tiene la vista cansada pero la sonrisa decidida, a punto de enfrentar a los demonios que (lamentablemente) la derrotarían una y otra vez.

En ese momento sonreía para su interlocutor invisible, el mismo que escribió para ella las palabras que la acompañaban siempre, en una postal que al frente tenía dibujada una mariposa, y en el anverso decía “Las mariposas son más fuertes que los demonios. No tenga usted miedo”.

Fragmento del texto leído en la presentación del libro Helena, la soledad en el laberinto, el miércoles 13 de marzo de 2020 en el Palacio de Bellas Artes.

--

--