Entreteniéndonos hasta la muerte: reflexiones sobre los efectos de la tecnología en los cerebros, en las personas, en el imaginario colectivo y en las democracias
En una entrevista de 1985 para el programa The Open Mind de PBS, el filósofo Neil Postman cuenta una historia sobre un anuncio que vio alguna vez en el New York Times. El anuncio, de página completa, afirmaba que el 81% de los estadounidenses “le creía más” a Dan Rather, en ese entonces presentador de CBS Evening News, que al presidente Reagan. De hecho, según una encuesta de Gallup, los presentadores de los tres noticieros principales (ABC, CBS y NBC) resultaban más “creíbles” que Reagan. El mensaje, no tan sutil, parecía ser: los que dan las noticias en la televisión dicen la verdad… no como el presidente.
Pero por mucho que desconfiemos de la clase política, esa es una afirmación vacía, señala Postman. La “credibilidad,” poco tiene que ver con la verdad. El grado de credibilidad de una persona tiene más que ver con cuestiones de imagen personal, con sesgos cognitivos e ideológicos, con la capacidad de comunicar ideas y con habilidades de persuasión, que con la veracidad de la información que nos presenta. ¿Qué pasaría si otra encuesta de Gallup afirmara que el 81% de los republicanos “le cree más” a Donald Trump que a CNN? Basta ese ejemplo para ver que de la credibilidad a la verdad hay un largo trecho.
La intención de Postman no es defender a Reagan, precisamente. Lo que quiere señalar es que, si bien ese problema de la “credibilidad” es inherente a cualquier medio de comunicación y transmisión de información, es especialmente grave en la televisión y eso la convierte en una fuerza poderosamente negativa para la democracia.
Sí, suena a algo que diría un boomer. Pero Amusing Ourselves to Death: Public Discourse in the Age of Show Business, el libro que Postman escribió argumentando y articulando a detalle su postura, no está ni cerca de ser una diatriba en contra de “la basura que dan en la tele” lanzada por alguien que no termina de adaptarse a los cambios tecnológicos y socioculturales de su época. Es, en cambio, una lúcida y filuda exposición bastante adelantada a su tiempo; primero, de los efectos que tiene cualquier medio de transmisión de información en nuestro aparato cognitivo-perceptual; luego, de los efectos específicos que en su apreciación tiene la televisión; y, finalmente, qué puede significar eso para la democracia. Es, de muchas maneras, un libro del siglo XXI, escrito en el siglo XX.
Postman inicia explicando que, por lo menos hasta la época en la que escribía, las narrativas y las preocupaciones que teníamos sobre los usos que el poder podría hacer de las nuevas y emergentes tecnologías, habían estado mayormente influidas por dos novelas distópicas escritas en la primera mitad del siglo XX: 1984 de George Orwell (1949) y Brave New World de Aldous Huxley (1932). A diferencia de lo que comúnmente se piensa, si bien tanto Orwell como Huxley advirtieron de los usos que regímenes totalitarios podrían hacer de futuros avances tecnológicos para silenciar, oprimir y reprimir a su población, no advirtieron la misma cosa.
En 1984, la amenaza es un agente que nos impone su visión del mundo a fuerza de propaganda y que nos oprime desde afuera. En Brave New World, en cambio, la amenaza no es externa, viene de nuestro interior. En la visión de Huxley, no es necesario un Gran Hermano que vigile y que nos robe la autonomía; tarde o temprano, los humanos aprendemos a amar las cadenas que nos aprisionan y nos dejamos llevar por aquello que nos produce placer y satisfacción momentánea. En el proceso, perdemos la capacidad de pensar críticamente sobre nuestra situación. En 1984, las armas de control son el adoctrinamiento, la censura, la vigilancia, el miedo y el dolor; en Brave New World, las armas son el entretenimiento, la distracción y el placer.
Postman escribe:
“Lo que Orwell temía era que se prohibieran los libros. Lo que Huxley temía era que no hubiera razón para prohibirlos porque nadie querría leer uno. Orwell temía a aquellos que nos privarían de la información. Huxley temía a aquellos que nos darían tanto que nos reducirían a la pasividad y al egoísmo. Orwell temía que nos ocultaran la verdad. Huxley temía que la verdad sería ahogada en un mar de irrelevancia. Orwell temía que nos convertiríamos en una cultura cautiva. Huxley temía que nos convertiríamos en una cultura trivial. […] Este libro es acerca de la posibilidad de que fue Huxley y no Orwell, quien tenía razón.”
EL MEDIO ES EL MENSAJE
Para comprender mejor el argumento de Postman, resulta muy útil entender primero una idea popularizada a mediados de los sesenta por el famoso y controvertido crítico cultural y teórico de la comunicación canadiense Marshall McLuhan: el medio es el mensaje. Lo que McLuhan quería decir con ese críptico aforismo es que el “mensaje” de un medio está determinado y delimitado por las características y limitaciones propias del medio. Un libro, por ejemplo, se presta muy bien para la recopilación y transmisión de ideas a través de texto e imágenes estáticas, pero no a través de sonidos e imágenes en movimiento. Para eso existen otros medios más idóneos. De esa manera, el mensaje está condicionado y limitado por el medio que se usa para comunicarlo: los libros sirven para comunicar ideas o contar historias con palabras, no con música o con videos.
Para McLuhan, cada vez que surge un nuevo medio de transmisión de información — el libro, la radio abierta, la televisión, la computadora, el smartphone — solemos enfocarnos más en la información que nos llega que en el medio que nos la lleva. No es que el contenido sea irrelevante, es que en el largo plazo el medio en si mismo influye mucho más que el contenido a la hora de moldear nuestras ideas, nuestra manera de ver el mundo y sobre todo, nuestro comportamiento.
Nos enfocamos más en la información que consumimos que en los efectos que tiene en nuestra mente consumirla a través de ese medio. No es que el contenido no tenga un impacto, pues claramente lo tiene. Alguien cuyos referentes son las ideas y conceptos de Marx, de Beauvoir y Foucault, tiene una apreciación distinta del mundo que alguien cuyos referentes son Hayek, Mises y Rand. Pero los efectos del medio, advierte McLuhan, no ocurren al nivel de las ideas, los conceptos o las opiniones, sino que ocurren a nivel perceptual y cognitivo. Eventualmente, con el uso constante y frecuente, un medio tiene la capacidad de alterar tanto la maquinaria de nuestro cerebro, como las de la cultura y la sociedad en general. “Nuestra actitud de cajón hacia los medios, que lo que importa es el uso que le demos,” advierte McLuhan, “es la adormecida postura del idiota tecnológico.”
La idea no es precisamente nueva, aunque la comprensión de McLuhan y sus observaciones sí lo fueron. No es ningún secreto, por ejemplo, que Sócrates tenía un profundo desprecio por los libros. En su opinión eran una tecnología maligna, embrutecedora y destructora de la memoria. Poco importó la opinión de Sócrates, claro, y tanto la palabra escrita como los libros fueron, desde Gutenberg, el principal medio de transmisión de información a lo largo de la historia. De esa manera, moldearon nuestras mentes, nuestras comunicaciones y nuestro discurso público durante mucho tiempo. Pero ya no, y esa transición ha dejado efectos palpables en nuestras mentes, en nuestra cultura y en nuestras sociedades.
EL MEDIO ES LA METÁFORA
Primero llegó el turno de la televisión y con ella, “el acontecimiento cultural más importante de la segunda mitad del siglo XX: el declive de la Era de la Tipografía y el ascenso de la Era de la Televisión.” Para Postman, este cambio de la palabra impresa a las imágenes en movimiento, también representó un cambio dramático, profundo e irreversible en la forma, el significado y el contenido del discurso público. Dos medios tan distintos como un libro y una televisión no pueden acomodar el mismo tipo de contenido. Un libro favorece tanto el desarrollo extendido de ideas y conceptos complejos del lado del emisor, como la lectura profunda y el análisis crítico del lado del receptor. La televisión, en cambio, favorece las imágenes en movimiento, los sonidos, los segmentos cortos y los cambios rápidos de contenido. “Mientras disminuye la influencia de la palabra impresa,” señala Postman, “el contenido de la política, la religión, la educación y todo lo que es de interés público debe cambiar y ser reformulado en términos más apropiados para la televisión.”
Tanto McLuhan como Postman comprenden y concuerdan en que cada medio de comunicación, al proveer distintas sensibilidades, así como nuevos rumbos y sentidos para la expresión y el pensamiento, permite sus propios y muy característicos modos de discurso. A eso es a lo que se refería McLuhan con su aforismo el medio es el mensaje. Para Postman, sin embargo, es más apropiado decir que el medio es la metáfora. Un “mensaje,” después de todo, independientemente de los símbolos que utilice, es algún tipo de descripción de la realidad. Pero, ¿realmente un medio se limita a describirnos el mundo? No, dice Postman. “Más bien son como metáforas, trabajando por medio de implicaciones discretas pero poderosas, imponiendo sus definiciones especiales de la realidad.” Un medio es la ventana a través de la cual observamos el mundo, y sus características y limitaciones colorean y determinan la imagen de la realidad que vemos a través de ella. No es lo mismo ver el mundo a través de un libro o de un periódico que de una televisión o desde un smartphone.
¿Cómo impone la televisión estas “definiciones especiales de la realidad”? De muchas maneras, pero para efectos de éste texto voy a enfocarme únicamente en una particularmente relevante y especialmente perturbadora, considerando la realidad que vivimos desde hace unos 10 años: el efecto de lo que Postman llama “y ahora… esto.”
Dejemos afuera consideraciones sobre el financiamiento, el sesgo político, el grado de seriedad y profesionalismo, las destrezas lingüísticas y retóricas de quien reporta y otros factores que tienen un impacto en el contenido. Enfoquémonos únicamente en el medio, o en “la metáfora,” que es lo relevante en McLuhan y Postman. A la hora de consumir noticias, es muy diferente leer la prensa que ver El Noticiero de las 8 en la tele. La diferencias no están sólo en el formato y en lo que permite, también están, sobre todo, en lo que no permite cada medio.
La principal limitación de un periódico impreso es la cantidad de páginas de las que dispone para desplegar las noticias. La principal limitación de El Noticiero de las 8, en cambio, es el tiempo de aire. El número de páginas puede ser flexible, el tiempo no. Un periódico impreso no necesita ganarse nuestra atención por dos horas seguidas, lo compramos una vez al día — o pagamos una suscripción anual para que nos llegue a la casa — y ya. El Noticiero de las 8, en cambio, vive de los ratings y eso significa que debe pelear por mantener nuestra atención y evitar que cambiemos de canal.
Al tomar una prensa, podemos leer detenidamente una noticia que nos interese, comprenderla y absorberla, siempre y cuando tengamos el interés de hacerlo. También nos permite ojear rápidamente los titulares y escoger cuáles noticias merecen ser leídas de acuerdo a nuestros intereses y necesidades. Eso no es posible con El Noticiero de las 8, que debe presentarnos cápsulas informativas breves, diseñadas para meter la mayor cantidad de información en el menor tiempo posible.
Una tras otra, tras otra, anuncios, y otra noticia, y otra, y otra. Así, hasta que se acaba el tiempo. La lógica que sigue un programa de noticias en la tele, observa Postman, es “Está pasando esto y ahora… esto.” Eso significa que pasamos de ver una noticia sobre embarazos en niñas menores de 14 años, al show de Shakira y J-Lo en el medio tiempo del Super Bowl; de los lives de Aldo Dávila en las sesiones del Congreso, a la más reciente goleada del Bayern al Barça; de las cifras de muertes por COVID en Guatemala por negligencia y corrupción en prácticamente los tres poderes del Estado, al más reciente intento de Neto Bran de convertirse en meme (y próximo presidente) en Tik Tok; de las amenazas que está siendo objeto la juez Érika Aifán, al anuncio (y los memes del anuncio) de la gente no sabiendo qué hacer cuando le zampan el himno a medio supermercado. De noticias serias que afectan nuestra realidad social y política, a memes.
No tengo nada en contra de un buen meme, pero esa lógica algorítmica y esos formatos para distribuir información tienen efectos. Según Postman esto se da de dos formas principales: primero en nuestra percepción de la realidad, que se ve trivializada; y luego en la calidad del discurso público, que se ve reducido a mero entretenimiento. Es decir, la televisión, al favorecer ciertos formatos y tipos de contenido que responden más a la lógica del entretenimiento que de la transmisión de información sobre lo que pasa en el mundo, convirtió el acto de consumir noticias en entretenimiento; y esto, con el tiempo, convirtió a la política, la religión, la educación y el discurso público en general en material de entretenimiento.
ENTRETENIÉNDONOS HASTA LA MUERTE
Muchas cosas han ocurrido en los 35 años desde que Postman publicó estas ideas. Pasamos de canales de televisión con noticieros en la mañana y en la noche, a canales dedicados exclusivamente a pasar noticias las 24 horas del día. Aparecieron las computadoras personales, el internet, las tablets, el wifi, los smartphones y los libros electrónicos. Los periódicos impresos están en peligro de extinción. Muchos dejaron de imprimir y se mudaron a ediciones en línea. Los nuevos, se van directamente a internet. La televisión ya no es el principal medio de transmisión y consumo de información. Google. Facebook. Twitter. Netflix. WhatsApp. Tik Tok. En la última década hemos sido testigos, en tiempo real, del declive de la Era de la Televisión y el ascenso de la Era del Smartphone.
Arriba dije que Amusing Ourselves to Death era un libro del siglo XXI escrito y publicado en el siglo XX. Y es por cosas como esta: fue un libro con ideas importantes y relevantes para su época que en ese momento pasaron desapercibidas, pero que, con el paso del tiempo han cobrado aún más importancia y relevancia. No hay que esforzarse mucho para notar lo nítidamente que encaja el concepto de “y ahora… esto” para describir la lógica del timeline de Facebook o la dinámica del feed de Twitter.
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La lógica de las redes sociales es la misma lógica de El Noticiero de las 8 pero repensada para mantenernos pegados a la pantalla, moviendo el pulgar para seguir viendo más y más información, de vez en cuando estimular la segregación de serotonina y guardar nuestros datos para vender publicidad personalizada. Las redes sociales no necesitan ratings, pero necesitan nuestros datos; y para eso necesitan llamar nuestra atención y mantenerla a lo largo del día a través de notificaciones, sugerencias, videos, memes, y más.
Si la televisión, que no es un dispositivo portátil que podemos llevar y usar en todos lados, fue capaz de moldear tanto nuestra percepción de la realidad y la calidad de nuestro discurso público, ¿cómo nos cambia el espejito negro con conexión permanente a internet que llevamos con nosotros las 24 horas del día? ¿Cómo afecta nuestra percepción de la realidad? ¿Qué está haciendo con el discurso público? ¿Con nuestras discusiones sobre temas importantes? ¿Con nuestra motivación para actuar ante la injusticia y la desigualdad? ¿O con nuestra capacidad de pensar críticamente sobre nuestra situación?
¿Qué efectos tienen los algoritmos que usan Facebook, Google, Twitter, para seleccionar la información y el contenido que nos muestran, en nuestro sesgo de confirmación? ¿Realmente estamos viendo la información que necesitamos ver para tomar decisiones bien informadas? ¿O será que sólo estamos viendo lo que algoritmos deciden que queremos ver basado en nuestro historial de likes, shares, favs y retuits? ¿Lo que nos gusta, lo que refuerza lo que ya creemos? ¿Lo que nos contaron en el colegio y en la casa?¿Es ésta la mejor manera de comunicarnos y de consumir y difundir información? ¿Es ésta la mejor manera de existir?
O siguiendo la línea de Orwell, Huxley y Postman que inspiró la creación de este espacio: ¿cómo están moldeando las redes sociales nuestra mente y nuestra percepción de la realidad? ¿De qué maneras pueden usarse en contra de la autonomía personal, las libertades individuales y la democracia? ¿Cómo amplifican las narrativas que ya conocemos y que le sirven al quienes tienen el poder político y económico para mantenerlo? ¿Cómo exacerban los prejuicios, la desinformación, el miedo a las ideas distintas a las propias y hasta a otras personas? ¿Cómo afectan —para bien y para mal, las dinámicas ciudadanas y la participación política? ¿No funcionan justo como el soma de la novela de Huxley, para que simplemente aceptemos que las cosas como son o que nos conformemos quejándonos en internet? ¿No nos estaremos divirtiendo hasta morir, cómo advertía Postman? O quizás peor, ¿es posible que no fuera Huxley quien tenía la razón, como pensaba Postman hace 35 años, sino ambos?
Umberto Eco, en un ensayo basado en una conferencia que dio en 1973 y publicado en inglés en 1993 como Can Television Teach? reflexiona sobre los usos didácticos que se le puede dar a la televisión y dice: “Si se quiere usar la televisión para enseñar a alguien, primero se debe enseñar cómo usar la televisión.” Lo mismo aplica, quizás con más fuerza, al internet y los dispositivos que usamos para consumir información y compartir nuestros puntos de vista.
En los últimos dos años he tenido la oportunidad de explorar todos estos temas, de reflexionar sobre los usos que le damos a la tecnología, de aprender mejores maneras de usar el internet y los smartphones, y de navegar por la infodemia junto con las personas que forman parte de mi comunidad de (des)aprendizaje favorita, y uno de los proyectos más interesantes, humanamente satisfactorios e intelectualmente enriquecedores en los que me tenido el gusto de involucrarme: el club de lectura de pensamiento crítico y formación en medios (media literacy) que modero en SOPHOS Guatemala. Las publicaciones que iré compartiendo en este espacio surgen de todas las conversaciones que hemos tenido —y seguimos teniendo— el cuarto jueves de cada mes, de otros recursos y herramientas que juntos hemos ido descubriendo en el camino, así como de mis propias exploraciones y reflexiones sobre los temas.
¡Hasta pronto!