PRIMER DIÁLOGO

Diálogos del Cádillac y la Ardilla I

Morirse de dicha

Julián González
vocES en Español

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Diálogos del Cádillac y la Ardilla

— ¿Sabes que inventé un detector de ideologías profundas?

— ¿Un detector de qué? —pregunta el Cádillac, arqueando suavemente las cubiertas de sus faros.

La autopista se ilumina y la ardilla queda envuelta por los haces de luz del Cádillac, que refunfuña, pues sin duda lo está desafiando. «¿Pero qué se cree esta enana?», piensa el Cádillac mientras la observa a los ojos.

— Es mejor que te hagas a un lado —le exige el auto, pero la ardilla nota un dejo de inseguridad en su voz y decide correr el riesgo.

— De aquí no me muevo. Quiero hablarte de mi invento.

Y el Cádillac se enfurece. Hace sonar el claxón y un atronador rugido se escucha en el nocturno desierto de Nuevo México. Pero la ardilla no se mueve.

— Ardilla tonta, no me vengas con pendejadas: sabes que basta con encandilarte para que te quedes quietecita, hipnotizada y te atropelle sin más. Muévete o no quedará rastro de tu pellejo ni de tu sangre. En cosa de segundos mis neumáticos te engullirán, peluda de mierda.

Pero la ardilla se empeña en el desafío. No tiene opción.

— Eres lento, Cádillac, y sabes que nada puedes hacer contra mí. —Se ríe mientras lo observa. Sus ojitos rojos y nerviosos no parpadean, y su corazón se agita allí adentro, aunque se esmera en ocultarlo. Le teme al mastodonte rojo y metálico, pero lo necesita. No puede huir. Toma aliento y continúa retándolo.

— Cádillac, además eres ruidoso. Apenas un segundo después de que enciendas tu motor yo estaré a 100 metros de aquí.

El Cádillac la observa y cabila.

En la ancha carretera que cruza el desierto ambos se baten en un duelo de soledades: el auto está varado, sin gasolina y asustado, aunque la ardilla no lo sabe; y ella está muerta de frío, ávida de calor, necesita un lugar donde guarecerse, aunque el Cádillac no lo sepa.

Prolongado silencio entre los dos. La ardilla tiembla de frío.

— ¿Has encontrado un detector de qué? —pregunta el Cádillac como quien no quiere la cosa. Se suaviza. Entiende que le viene bien la compañía de la ardilla. Hace apenas algunos minutos temblaba en medio de la noche temiendo que algún desvalijador hiciera de las suyas.

— Un detector de ideologías profundas —responde la ardilla, que tirita.

— ¿Y?

— Es un detector de ideologías para los seres humanos.

— Son animales muy extraños los humanos, ¿no?

— Sin duda —coincide la ardilla. Su corazón cede hasta mecerse suave y sin prisa. El Cádillac parece ahora amistoso.

— ¿Y cómo funciona tu detector?

— Es un reductor o un detector de última instancia.

— ¿?

— Funciona haciendo preguntas a las respuestas de los humanos.

— ¿?

La ardilla se acerca un poco más al Cádillac y el calorcito de sus focos de luz la conforta.

— Funciona así. Le pides a un ser humano que piense en cualquier acción reciente que haya realizado. Por ejemplo el humano dice «me cepillé los dientes». Entonces, viene la pregunta reductora: «¿para qué?» El humano responderá algo así como «para evitar las caries, para tener una sonrisa bella, para tener buen aliento, para que mi dentadura dure más tiempo». Entonces le preguntas: «¿y para qué deseas tener buen aliento?» El humano vacilará un poco y dirá algo así como «para no desagradar, para poder hablar sin vergüenza, para seducir». Y luego, vuelves con la pregunta, «¿y para qué deseas seducir?» «Pues para hacer el amor, para disfrutar del sexo, para tener compañía, para no sentirme solo». Y continúas con los para qué y para qué y para qué, y el humano continuará con sus respuestas. Sin falta, en algún momento, aparecerá la respuesta de última instancia: «para ser feliz». «¿Y para qué quieres ser feliz?», le preguntas al humano. Y en ese instante se abrirá el gran vacío y la persona te ofrecerá la confesión decisiva: «porque voy a morir y no quiero morir sin haber sido feliz».

El Cádillac calla algunos segundos y luego se ríe roncamente. La ardilla también ríe.

— ¿Ves? Hacen todo para ser felices y quieren ser felices porque se van a morir —le explica la ardilla.

— Sí, es absurdo, pero es cierto —cabila el Cádillac. —El temor a la muerte los arroja a la felicidad, y el imperativo de felicidad los pone en marcha y los impulsa a crearlo todo. Dios, las guerras, las artes, las máquinas, los juegos, las comidas, las fiestas, los funerales, las casas, todo, absolutamente todo, engendrado por su horror a la muerte y su irrefrenable voluntad de felicidad.

— En cambio tú lo haces todo para jugar a ser Cádillac, y yo, para jugar a ser ardilla. No sabemos hacer nada más.

— Incluso, yo juego a ser un Cádillac que habla, y tú, una ardilla que piensa —añade el auto. —Pero no somos nada más que un auto y una ardilla.

Apaga los focos, abre la puerta derecha e invita a la ardilla a entrar. Ardilla se arrellana sobre los asientos de cuero marrón y cierra los ojos bermellón.

— Estos humanos hacen cosas estupendas —murmura adormilada, mientras experimenta el cálido confort del Cádillac.

— Son únicos. Pueden jugar a ser lo que quieran, pero su temor a la muerte y su devoción por la felicidad los ciega completamente —enfatiza el Cádillac.

La puerta del auto se cierra.

Afuera, una helada noche de estrellas.

— ¿Ardilla?

No le contesta. Se ha quedado dormida.

— ¡Hey, Ardilla! —grita el Cádillac.

Ronquidos.

— ¡Aaaardillaaaaaaaaa, despierta!

— ¿Qué pasa? —se agita asustada.

— Es que me quedé pensando en tu detector.

— ¿Y?

El Cádillac se sacude un poco hasta que encuentra las palabras adecuadas.

— ¿Qué hubiera contestado una persona del siglo XVIII y una del siglo XI tras tu seguidilla de preguntas? ¿Cuáles serían sus respuestas de última instancia?

La ardilla lo duda, medita un poco y se frota los ojos hinchados de sueño.

— No estoy segura —balbucea— pero imagino que muchas personas en el XVIII habrían hablado de Libertad. Y muchas en el siglo XI hubieran nombrado una y otra vez a Dios. Pero no lo sé. No puedo saberlo. ¿Ahora puedo dormir tranquila, por favor?

Cádillac se disculpa y guarda silencio por una hora más. Pero pasado el tiempo vuelve con la andanada.

— Ardilla.

Silencio.

— ¡Ardilla!

Silencio.

— ¡Ardilla, óyeme! —vocifera.

— Mierda, ¿qué quieres?

— Perdóname, Ardilla, es que ahora entiendo una noticia que mi radio sintonizó apenas hace algunos días. ¿Quieres escucharla? Puedo reproducirla para ti.

— ¿Tengo opción?

El reproductor digital del auto se enciende, titila una lucecita azul neón, y una voz grave de mujer, una locutora española, informa:

«Islandia, considerado un país de ingresos altos por el Banco Mundial (PIB per cápita de US$ 52.000), se llevó el título del mayor consumidor de antidepresivos (118 de cada 1.000 habitantes consumen estos fármacos a diario).

Este hecho resulta paradójico pues precisamente este año esa nación europea fue escogida como la segunda más feliz del mundo —únicamente por detrás de Suiza— por la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.

La alta participación ciudadana en las decisiones de Gobierno, así como la multiculturalidad, la baja corrupción pública e igualdad social y económica, fueron algunos de los factores por los que ese país ocupó una casilla privilegiada en el listado de los más felices de 2015»

— Se están muriendo de felicidad esos islandeses, Ardilla. De la pura felicidad.

— Sí, sí, se mueren de la risa, Cádillac. Casi todos los humanos quieren morirse de la risa —bosteza— y yo me muero de sueño.

7 grados bajo cero en el desierto de Nuevo México. Cádillac apaga la radio. En la distancia se alcanza a escuchar el rumor de una enorme camioneta 4 x 4, de la Border Patrol, abriéndose paso en la noche helada, a la caza de ilegales.

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Julián González
vocES en Español

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