Diálogos del Cádillac y la Ardilla VI

En cueros

Julián González
vocES en Español
5 min readFeb 15, 2020

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Diálogos del Cádillac y la Ardilla

La cerca eléctrica la despanzurró y las hormigas del desierto hicieron el resto: el cuero de Ardilla, los huesitos de su espina dorsal pelados y unos pocos fragmentos de su quijada fue todo lo que quedó de ella tras permanecer una semana tendida a la intemperie y calcinada por la canícula, a 45 grados centígrados. Cádillac sospechó que algo grave había pasado con su amiga cuando no regresó la noche siguiente, ni la siguiente, ni la siguiente, ni la siguiente. Sabía que esa amistad sería breve, que 15 o 20 días bastarían para que su dueño, René Sinclair, regresara a recogerlo, y que tras despedirse de Ardilla la pobrecita se convertiría en lejano recuerdo de esos extraños días atascado en este peladero. Pero su amistad fue más corta aún de lo esperado: duró menos de una semana.

Que estaba muerta, lo supo cuando los vientos del desierto le trajeron el hedor de la mortecina y algunos restos de su pellejo rojizo y empolvado. No se imaginaba que con la podredumbre llegarían los aprovechados.

¿Qué hacía un auto tan bello allí, abandonado en medio del desierto?, preguntó el más joven y más alto de los dos hombres, el de metrochentadestatura. Así decía el hombre, montando las cuatro palabras una sobre la otra: mido metrochentadestatura. Trabajaba por horas en un taller mecánico cerca de Catana Motors, en El Paso, y conocía de autos tanto como de armas. Él y el viejo, su padre, el otro hombre que merodeaba alrededor de Cádillac, eran minutemen, herederos de los patriotas americanos que durante las guerras de independencia estadounidense se ofrecían voluntariamente a prestar cualquier servicio al instante. El minuteman contemporáneo es un supremacista y racista blanco, convencido de que los inmigrantes latinos amenazan la auténtica cultura americana, les despojan de sus empleos, asaltan a sus mujeres e introducen drogas ilegales al país. Estos patrulleros operan como una milicia paramilitar de control de fronteras dispuestos a contener, de cualquier manera, la oleada migratoria que viene de la frontera sur.

El más pequeño y viejo, 60 años quizás, miró a Cádillac convencido de que si estaba aparcado por esos lares, a decenas de kilómetros de El Paso, lo habían abandonado.

-¿Pero está muy bien conservado?-ripostó el más joven, que tenía sus dudas.

Al fin y al cabo se consideraban buenos hombres de Dios, trabajadores honestos, y un carro como ese, abandonado a la vera de un camino sin destino debía estar involucrado en algún crimen: transporte de drogas, dinero ilegal o un asesinato. Era mejor no correr riesgos.

De verdad, pensaron en reportarlo a la policía hasta que entrevieron ese fino y precioso equipo de radio empotrado en el auto. Varios cientos de dólares en rama. No lo dudaron más: se lo llevarían. Dejaron a un lado las armas de patrullaje, los binoculares y el equipo de control -incluidos varios juegos de esposas, navajas de defensa, visores de calor y cachiporras- para ponerse en la tarea de desacoplar el radio de Cádillac. Pero al revisar la guantera encontraron algo mucho mejor: un juego de llaves del vehículo. ¿Si esa no era una señal inequívoca de que Dios quería ese auto para ellos, entonces qué más podía ser?

No tenía gasolina, así que extrajeron algunos litros del Jeep en el que patrullaban, y luego el joven puso en marcha el Cádillac. El motor rugió como nuevo, ofreciendo el sedoso y dulce cántico de la más fina ingeniería americana. La de la espléndida General Motors.

Lo llevarían a casa, lo desarmarían pieza por pieza y lo venderían por algunos miles de dólares. Por supuesto, un auto como ese podía costar entre 80 y 90 mil dólares, pero dadas las circunstancias era una bendición ganar una fracción de ese precio cuando ese día solo aspiraban a cazar frijoleros y beberse algunas cervezas. El más viejo conduciría el Jeep marrón, modelo 2015, que usaban dos veces al mes en sus expediciones contra migrantes, y atrás iría el joven conduciendo el flamante Cádillac. Era una lástima tener que desguazar una máquina tan formidable, pero la ley es la ley y era mejor no dejarse tentar por la imprudencia de una ambición desmedida.

El viejo en el auto de adelante, y el joven en el Cádillac, atrás, conversaban animadamente por el teléfono móvil mientras se dirigían hacia Dell City, desde donde tomarían la vía que conduce hacia la autopista 62 y entrarían a El Paso por Butterfield.

Se burlaban, por supuesto, de los frijoleros, que te traen suerte cuando aparecen, traen más suerte cuando los desapareces, y te traen aún más suerte cuando no aparecen.

Hablaban del sexo caliente de las frijoleras y de la emoción de disfrutar los peligrosos y baratos prostíbulos de Ciudad Juárez, o de saborear lo único bueno que ha hecho México -la cerveza Corona-, cuando Cádillac embistió al Jeep por detrás, a 110 millas por hora, y lo arrastró 300 metros barranco abajo. Unos segundos antes, el joven había perdido el control del vehículo pues, sin pisar el acelerador, la máquina pasó de 50 a 90 millas por hora en un parpadeo. Alarmado, intentó apagarlo sin éxito. Los frenos tampoco respondieron. El auto no obedecía. Se gobernaba solo.

El estruendo de metales humeantes ahogó el de los vidrios astillándose, y en cuestión de segundos el joven y el viejo se hicieron, literalmente, mortadela en lata. Una enorme mancha de aceite de motor y la huella ennegrecida de los neumáticos del Jeep sobre el asfalto destacaban en el paisaje soleado y brillante del desierto, a pocos metros de la Border Patrol Inspection Station US-180 El Paso, TX 79938.

Uno de los policía de tránsito que atendió el accidente no pudo expresarlo mejor: el Jeep está destrozado, destortillado e irreconocible.. Pero el Cádillac … ¡Vamos, el Cádillac quedó hecho mierda!

Nota: Fin de los Diálogos del Cádillac y la Ardilla. Si le interesa conocer las entregas previas puede leer Diálogos del Cádillac y la Ardilla I, Diálogos del Cádillac y la Ardilla II, Diálogos del Cádillac y la Ardilla III, Diálogos del Cádillac y la Ardilla IV y Diálogos del Cádillac y la Ardilla V.

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Julián González
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