Apuntes para una conversación sobre literatura peruana
Cuando uno piensa libremente en el campo de la literatura en el Perú surge, inmediatamente, una imagen borrosa que hace muy difícil discernir sus rasgos especiales, su profundidad, su volumen, sus características elementales. Se me ocurre que lo mismo debe sucederle a quien sin mayor conocimiento desea acercarse a un campo de creación que se encuentra saturado de libros, escritores, editoriales, publicaciones variadas, e instituciones de todo tipo asociadas de uno u otro modo a la literatura, todas tramadas entre sí.
Favorecida dramáticamente por la expansión del capitalismo como sistema de vida, a nivel colectivo e individual, y por los cambios ocurridos en la cultura y la sociedad, a nivel digital (Internet), uno de cuyos efectos automáticos fue la anulación de los criterios de calidad — que suponían tener las editoriales, tratándose de un negocio, y también las imprentas universitarias, por sus criterios no populares sino académicos — , la monstruosa proliferación de autores «literarios» incide en la excesiva saturación de un campo en el que se hace necesario separar el polvo de la paja.
No es, desde luego, que no haya buena literatura hoy en día. Es, simplemente, que la mala literatura, de los malos escritores, está mejor posicionada. Tampoco significa esto que las pequeñas y grandes editoriales y los fondos editoriales universitarios no publiquen buena literatura, pues a veces, cada vez menos, convergen unos y otros, y tenemos, ocasionalmente, un buen libro dando vueltas en nuestro precario ágora literario.
Pero resulta importante anotar que, aunque se hable en esos términos, en el Perú no existe tal cosa como una industria de libro (literario): no podría haber una, si se considera que incluso las «grandes» editoriales (transnacionales) publican tirajes de alrededor de dos mil quinientos ejemplares para treintaitrés millones de peruanos. Toda producción literaria, en el Perú, es, pues, artesanal y elitista, hoy en día reducida al puñado de escritores que leen, que por desgracia no son todos los escritores que escriben o que dicen escribir. No parece serlo, a primera vista, pero lo es. La cantidad, en este caso, determina la condición de artesanal de la mercancía, y elitista porque, por lo mismo, pues será siempre solo un pequeño grupo de lectores quien tenga acceso a la obra, más allá de su circulación y sus «logros» públicos, o de su impacto en el campo.
La clara diferencia entre escritores «profesionales» — dados al cultivo y composición de una figura pública — y escritores «de hecho» — dados a la escritura creativa — es cada vez mayor en el campo y la brecha cada vez menos asimilable. La degradación, no ya de la figura del escritor, sino de la calidad de su producción creativa e intelectual, el empobrecimiento de su imaginación — que es en realidad responsabilidad de cada uno — , tiene que ver, sospecho, con una serie de factores vinculados a esta proliferación de escritores, con esta saturación de mala literatura y de escritores de talento escaso y disminuida imaginación.
No solo hay una reducción gradual del público lector (y una degradación en la calidad de su lectura), sino que resulta cada vez más obvio que la mayoría de los escritores padece las mismas taras del público lector: leen poco o nada, y leen mal. Para sostenerse en el campo de la literatura apelan, con frecuencia, a las estrategias de posicionamiento, sea dentro de las instituciones vinculadas a la literatura o sea en el ágora de las redes sociales (que se han comido a las publicaciones periódicas donde hasta hace unas décadas hacer crítica literaria aún parecía un asunto revestido de seriedad). El «amiguismo», el «autobombo», la alineación ideológica, pero también la foto, la autodescripción virtuosa y la payasada pública, entre otros, son ahora los criterios para la validación de un escritor, no sus obras. No necesita leer, ni siquiera tiene que escribir: basta con decir que es escritor de literatura y luego escudarse en el chalequeo que le ofrece su argolla. Nada más. Nada menos, tampoco. Sobre todo: jamás debe olvidarse que es parte de una manada. Hay, pues, un empobrecimiento general sobre la función misma del escritor, pero sobre todo, diría, de la formación del escritor.
Esto tiene que ver, creo, no solo con el asunto de un acceso cada vez más libre — es posible publicar un poemario o una novela en versión «electrónica» en Amazon — , ante el retroceso de las editoriales y las imprentas universitarias, y con el asunto de las estrategias de posicionamiento, sino también con el problema ideológico a nivel institucional y público. Desde el Estado, pasando por las universidades y los medios de comunicación, la «cultura» o lo que suele llamarse «cultura» — categoría que comúnmente se refiere a las manifestaciones artísticas o intelectuales de una sociedad — es en verdad un latifundio de la izquierda política, en cualquiera de sus salsas: caviar, posmoderna, progresista, feminista, revolucionaria, elige la que quieras.
No solo a nivel teórico, sino a nivel práctico, de hecho, desde los premios literarios hasta el financiamiento estatal, los mecanismos de validación y reconocimiento — y los de la creación de un culto, con ídolos, santos y toda la parafernalia de la creencia — , y asuntos como la tradición y el canon, se encuentran sujetos al criterio de valoración de la izquierda política, y sirve a sus propósitos.
Esto explica la santificación (institucional) de Arguedas, el endiosamiento de Vallejo y Mariátegui, o la idolatría a Heraud o a la Cornejo — esta no es más que una invención, tratándose de una «escritora» necesaria para la actuación política e institucional del discurso feminista — y por qué casi el cien por ciento de escritores peruanos son socialistas de algún tipo desde hace varias décadas: porque es buen negocio, buena estrategia de posicionamiento. Es lo que la izquierda política, ideológica, fanática, permita en su propia chacra. No se trata acá de pensar filosóficamente, es decir, de hacerlo críticamente, sino en cambio de alinearse — sin corazón, diríase — , de ponerse a tono con el medio.
¡Oh, pero es grande, y gordo, y rojo, el amparo de las instituciones!
Todos los escritores alineados juegan a lo seguro con esa cantaleta ideológica y al final acaban saturando el campo con la misma mantra, a la espera de ser parte de una fantasía histórica. Desde los marcos teóricos de las investigaciones académicas, pasando por el criterio de selección de ganadores en certámenes literarios estatales, que convierten a los críticos en meros servidores públicos, hasta la selección para la cátedra pública o privada, la izquierda solo pone clavos en ese féretro. Esto implica que la crítica literaria está viciada, no sólo por plantearse como una lectura absoluta de la realidad, desde el pensamiento mágico propio del culto de tipo gnóstico — que es el socialismo en cualquiera de sus máscaras — , sino porque prescribe, a través del Estado, lo literario. El aparato crítico para mirar la literatura peruana está viciado, por ambos lados.
De este modo, «cultural», «escritor», «crítica literaria» o «literatura», solo por señalar algunos, son términos de comodín (joker) sobre los que la izquierda política institucional, y los escritores suscritos a la ideología, que es casi la totalidad que hay en el campo, tienen un grotesco dominio.
Pienso en cuántos manuales de historia de la literatura peruana están confeccionados de acuerdo con las prerrogativas cerradas del marxismo cultural (Gramsci, Marcuse, Freire), en cuántos libros escolares sobre literatura peruana se han escrito a través de estas anteojeras, o en el dinero destinado a premiar a las «literaturas» indígenas, que son prácticamente — por no decir totalmente — inexistentes (falsas, inventadas, fantásticas, ficticias), por carecer de público lector, «industria» artesanal de libros, producción habitual de literatura, autores, etc. Hay que preguntarnos, pues, por el rol histórico del indigenismo en el Perú, por cómo se ha manifestado en nuestra sociedad, y evaluar cuán negativo o positivo ha sido, y hacerlo desde ojos verdaderamente críticos de la realidad y no sobre un puñado de supuestos ideológicos que ofrecen lecturas fabulantásticas de nuestra cultura y nuestra literatura.
A grandes rasgos, todo lo apuntado arriba es lo que parece ser o que parece haber en el campo de la literatura peruana, lo que lo hace tan borroso, y compone (organiza) una serie de problemáticas del campo, a diversos niveles, que bien podrían ser pensadas nuevamente, para lo que se requiere de interlocutores — y muy particulares, considerando el contexto que he descrito — , es decir, de escritores, intelectuales y artistas dispuestos a reabrir al debate sobre la literatura peruana y aportar a la conversación sin estar limitados (castrados) por filiaciones institucionales. No se trata solamente de desmantelar los viejos criterios que hasta el día de hoy prevalecen, sin revisión alguna, sino de reencauzar el debate por el alma del Perú — si en efecto existe uno — desde su representación literaria histórica, considerando que la «literatura nacional» es, en realidad, un término que refiere a la fábrica de fantasías de una sociedad.
Por supuesto, los problemas señalados son solo algunos entre muchos, para los cuales falta espacio (y, desde luego, paciencia), de modo que muchos elementos quedan fuera de este corto comentario, para futuras meditaciones. El problema, personal, de hacerlo, es perder el tiempo en asuntos que en el fondo se refieren al ámbito de lo extraliterario y no a lo que importa, para mí al menos, que es lo literario, meollo de todo asunto cultural. Es más relevante leer y entender la Sátira de las cosas que pasan en el Perú (1598), de Mateo Rosas de Oquendo, que el activismo de las poetisas feministas — de las cuales incluso importan más sus poemas, que la cara de su gorda ambición — . Sigue siendo más importante leer y entender a Arguedas, o a Vargas Llosa, en el centro del debate, que el lamento lloroso de Cinco razones puras para comprometerse (con la huelga) (1978), de Cesáreo Martínez, o los últimos, patéticos poemas políticos de Heraud. Importa más criticar a Mariátegui, desmantelar a Vallejo, y a todos sus hijos y viudas — que todavía proliferan en el rebaño — , que los chismes del posicionamiento de los tinterillos peruchos que se fueron a conquistar España.
Se trata de quitar los ojos del campo y volverlos a la literatura misma, preguntándonos dónde, en la era de la mercancía artística e intelectual, en la era del ágora virtual sustituyendo al ágora real, se encuentran los escritores que son filósofos y artistas, que no son muchos, y cómo (y de qué) están escribiendo (aquellos que están pensando).