La maldición del campo en la formación (del escritor)

Paul Forsyth Tessey
12 min readApr 2, 2024

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Continuando, en mi cabeza, una conversación sobre literatura con el narrador y ensayista peruano Gabriel Arriarán, venía pensando durante los últimos días sobre lo absurdo que resulta ocupar espacio, tiempo y energía mental — que serían mejor empleados en escritura creativa (artística o crítica) — en abordar los asuntos relativos al campo de producción de literatura en el Perú, como había estado haciéndolo en recientes ensayitos. Y, sin duda, tiene razón: es una pérdida de tiempo ponerse a analizar las dinámicas del campo, frustrante, infértil como es. Nada gana uno echando luz sobre lo que todos conocemos: que la mayoría de escritores son ignorantes impenitentes y que, para ser validados, no necesitan escribir, sino parecer escritores — todo premio es consuelo, así — en un campo que se ha plegado a la condición vacua y superficial de la literatura como fenómeno social, tal como hoy en día ocurre, producto de una sociedad cada vez más endeble y plástica. ¿Es esto todo lo que hay en el campo? No, desde luego. ¿Pero qué ganamos criticando lo obvio?

Así tenemos, entonces, escritores y escritura tenues, débiles, macilentos, sin dientes, domesticados por la configuración de las dinámicas del medio, por filiaciones institucionales e ideologías reinantes en el campo (siempre a la izquierda de lo inteligente). La persistente ilusión de «ser parte» de una industria — que en el Perú no existe — lleva a los escritores a producir escrituras que, de antemano, ya se encuentran negociadas con el campo. En el caso de los narradores esto es, obviamente, más dramático y más patético. Los poetas ya saben que jamás vivirán de vender poemas. Pero los narradores, en el Perú — y sospecho que así debe ser en todos lados — , aún viven bajo la sombra de Vargas Llosa. No del Vargas Llosa creador, escritor sentado ante una máquina para escribir obras maestras — las tiene, y muchas — , sino del Vargas Llosa «profesional»: aquel que fue el engreído de las grandes editoriales españolas, de las universidades de todo el mundo, de la crítica literaria, de los mismos escritores, el ganador de todos los premios literarios (excepto el Copé). La gran mayoría de estos narradores desprecia a Varguitas pero, aun así, quiere ser Varguitas.

Que sirva de ejemplo aquel triste episodio, por vergonzoso, de la historia de nuestra literatura cuando sus públicos cachorros renegaron, como los eunucos que son, de haberse tomado una foto con él, en Arequipa, hacía mucho tiempo, y años después pretendieron ningunearlo, negarlo, empujados por la presión del campo, por los correligionarios y «camaradas», por la ideología, por sus mezquinos corazones. Por su falta de carácter. Por su condición de moluscos. Porque les falta una espina dorsal, a gritos, y nunca piden una para Navidad. Por la vacuidad de sus propias palabras.

Es cierto que la gran mayoría carece del enorme talento creativo y crítico de un Vargas Llosa — muchos no llegan ni siquiera a la destreza verbal de un Timoteo — , y sería injusto e irracional pedirles lo contrario, pero estos narradores — principalmente, novelistas — viven, por lo general, bajo la ilusión de que «pueden hacerla» en España, es decir, viven (decía) bajo la sombra del Vargas Llosa éxito-de-ventas, del Vargas Llosa millonario-de-vender-libros, del Vargas Llosa figura-de-intelectual-público, respetado en todos lados. La mayoría de estos escritores cree que basta con «vivir como Vargas Llosa», pero como les resulta imposible, pues carecen de su talento demoledor, por lo que solo les basta con crear la ilusión de que viven así (europeos, modernos, entrevistados, respetados y largo etcétera) y vuelven al pueblito del Perú como si España no fuera un pueblito europeo.

Es cómico, ciertamente, y hasta alucinógeno, diría, verlos vender gato por liebre, lo cual no es sino su peruanidad bailando, manifestándose. Lo digo en estos términos porque el peruano, nos guste o no, es esencialmente un comerciante. Claro que, cuando hablamos de este tipo de escritores, hablamos de mercachifles y no de los comerciantes peruanos comunes y corrientes que son, por lo general, más creativos que el escritor peruano promedio, narrador o poeta. Trafican con mercancías y no con obras de arte. El escribir, por ejemplo, de modo llano, no como producto de necesidades artísticas o críticas, sino con el expreso objetivo de ser fácilmente traducidos y así poder entrar en otros mercados idiomáticos y nacionales (como el inglés o el chino), es una muestra de cómo nuestros escritores aceptan el ser domesticados, es decir, vendidos. ¿A quién se venden? No escriben ya, como puede suponerse, para un lector que pudiera exigirles, aunque esto sea mínimamente, sino para un cliente comprador, cuya educación — y por lo tanto su exigencia — es cada vez más precaria y menos decorosa. La ética de estos escritores, contra lo que ellos mismos digan, virtuosos como son, es pues la ética corporativa: la ética «del cliente tiene la razón», que eleva a éste a una posición en la que puede determinar las condiciones, linderos y características esenciales de las mercancías «literarias» que consume. Por esta razón, estos escritores son solo capaces de «ofrecer servicios» de lectura, de carácter ágil, simple, llana.

Por lo tanto, contra lo que piensan de sí mismos, son también comunes y corrientes. Como escritores, digo, pues su mediano, mediocre y limitado talento responde directamente a los medianos, mediocres y limitados linderos de su formación creativa y crítica. Ahora bien, no sólo las dinámicas (estrategias) de posicionamiento dentro del campo han cambiado, sino que las condiciones culturales — que a su vez están determinadas por el incestuoso poliamor entre los medios, la academia y el Estado — son tales que hacen posible el florecimiento de la mercancía ahí donde debiera haber arte.

Quizás en el caso particular de Vargas Llosa hubo un empate entre un talento singular y el desarrollo de una industria literaria que nos daría al escritor «profesional», figura con la que fácilmente podemos identificarlo. Pero él surgió en un momento en el que no existía una industria literaria en lengua española, como la que existe hoy, entre España, México y Argentina, y lo hizo en un momento en que las condiciones del escritor y la escritura eran, ciertamente, diferentes. Conocido es el trato especial que, en su momento, recibieron los autores del llamado Boom Latinoamericano de parte de las editoriales: como si fueran estrellas de rockn’roll, como íconos culturales de sus respectivos países, como los putos amos.

La mayoría de nuestros narradores tiene la mira puesta en el glamour del escritor tipo Varguitas. Creen que les abrió el camino, a pesar de haber apadrinado a cuanto peregrino ha querido acercarse a él, con resultados que por lo general son solo mediocres. Creen que basta con un espaldarazo público de Varguitas, de frotarse con él un rato en potito con potito — para ver si algo de su brillo se les pega, aunque sea por un segundo — , para ver adónde llegan, o si llegan a algún otro lado, más alta en la jerarquía: que este contacto proveerá alguna conexión dentro del campo editorial, la cual les permitirá seguir escalando. Creen que cebarle el ego, de rodillas a sus pies, emasculados, va a convertirlos en «grandes escritores». Pocos — o ninguno — piensa en él como en un maestro. Antes que ver ese contacto como la oportunidad de aprender y mejorar la técnica, es solo un ídolo en cuyo templo deben ser vistos por el resto. De ahí, la foto famosa. Y fotos como esa, a lo largo de la historia de nuestra literatura, hay muchas.

Al creer que Vargas Llosa es solo una figura cultural, que puede ser venerada o puede ser insultada, se olvidan del Vargas Llosa escritor «de hecho»: el escritor que escribe. El escritor que entiende que la grandeza literaria solo se encuentra escribiendo. Todo lo demás es pura paja, y se pierde en el dato, en la performance. Se olvidan que Vargas Llosa es el escritor total y que serlo es, precisamente, lo que lo ha llevado, contra toda o casi toda la crítica literaria (por ideologizada, al menos en el Perú), al lugar donde se encuentra. Al que ninguno de esos eunucos puede llegar, por determinación de su (fallida) formación creativa y crítica. Y aunque Vargas Llosa también escribió libros para el aplauso de la platea — como solo pueden hacerlo estos «escribidores» — , ninguna de sus obras maestras — y no tiene pocas, cabe recalcar — es complaciente, ni es producto de la domesticación, sino todo lo contrario. Pues La casa verde, Conversación en la Catedral, Pantaleón y las visitadoras y La guerra del fin del mundo, solo por nombrar algunas, son cualquier cosa excepto complacientes mercancías.

Volviendo al asunto (ilusorio) de las dinámicas, decía yo que ha cambiado, bastante, desde la época en que Vargas Llosa surge, junto con la industria del libro literario, habiendo pasado más de sesenta años del Premio Biblioteca Breve que ganara en 1962 por La ciudad y los perros, que sería publicada al año siguiente (1963). La importancia de los premios como un indicador de calidad literaria, que asigna miles de dólares al ganador del certamen, ha sido también devaluada, junto con otras métricas, como la del criterio editorial, la consistencia de la crítica, la degradación de los medios como vehículos de cultura, la educación escolar. Hablo del Perú, claro está, pero sospecho que pasa en todos lados, en todos los campos de la literatura del habla hispana y por igual en otros idiomas y países.

Hasta la misma difusión de libros y autores ha cambiado, hoy en día. Las editoriales dejan como responsabilidad del escritor la difusión del producto: la creación de un personaje público, con opiniones sobre tal o cual tema, que por lo general son ellos mismos como un dechado «virtud» ideológica, que quiere salvar el medioambiente, que quiere acabar con la pobreza local y regional y que quiere la paz mundial, como si compitiera en un certamen de belleza. Esto, dejando de lado que quiere comerciar su producto — autor y libro — pero también quiere acabar con el capitalismo y, en suma, está dispuesto a morder la mano que le da de comer. Quizás lo mismo pasó con lo de la foto de Varguitas: que su prestigio ya no era suficiente, pues las pirañas debían ahora alimentarse en cónclaves de virtud ideológica que Varguitas no compartía y se hacía más fácil desmarcarse de un anciano que desde hace años solo apadrina por desvarío, quién sabe. Las editoriales que invierten dinero, ahora, quieren, como sea, un producto que puedan vender, una mercancía que forme parte de sus inventarios y se pueda ubicar en librerías, publicitar en medio. Así de simple. Estas editoriales de ética corporativa solo piden de los escritores lo mismo que de los escritores piden sus (cada vez más ignorantes) clientes. Y aquellos, siempre atentos a las modas culturales, dan lo único que pueden dar: su culo, digo, su dignidad como artistas.

Quizás por eso la gran mayoría de estos escritores exige en los predios académicos que — en atención a la (según dicen) condición relativa del mundo y al carácter subjetivo de la realidad y de todos los bienes culturales — , todo sea considerado «literatura» y que todos ellos sean — no ya percibidos, sino postulados, sin mella alguna — , en el ágora pública, como «escritores de literatura». Pero sabemos que la literatura entendida como arte, es un modo del pensamiento que se resiste por su propia naturaleza, a la sistematización (ideológica o formal), a la mercadería, a la banalización de la pulsión (capacidad) creativa que, en cambio, consume al escritor «de hecho». Y sabemos también que la «literatura entendida como arte» es la única literatura que existe, desde Homero hasta Bolaño.

En otras palabras: los narradores peruanos (pero también los latinoamericanos, por lo general) se siguen comiendo doblada, digo, a doble cachete el cuentazo, digo, el mito del escritor que triunfa en Europa y vuelve, con laureles literarios, éxito público y dinero, al magro pueblito del que salió, para ponderar qué es y qué no es. O peor aún: qué debiera ser y qué no (literatura). Claro que no hay problema en hacer dinero y ser figura pública (de intelectual), qué va. Nada tiene, quizás, más incidencia en la vida de un escritor (o de un artista), que el dinero, el cual, como en el caso de Varguitas, permite que un escritor se mantenga, de hecho, escribiendo. No es tampoco que, de vez en cuando, no confluya la calidad artística con el éxito de ventas (con todo lo que ello implica, en términos de publicidad). No se trata tampoco de volver al ridículo debate Cortázar-Arguedas — del que este hizo chilla en su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo — , sobre qué es y qué no una literatura «verdaderamente» latinoamericana o sobre el «compromiso social» del escritor. Ese barco, a estas alturas del partido, ya partió o ya debiera haber zarpado.

Se trata, simplemente, de hacer notar que, aunque hay excepciones — y siempre hay excepciones — , las condiciones del campo de producción de literatura — considerando el rol de las editoriales-empresas, de los mitos que pretenden seguir a pie juntillas la gran mayoría de los escritores y de la vulgarización de la cultura, que repercuten en la escolaridad y luego en escritores sin lecturas ni experiencia alguna en escritura — han acabado por polarizar a los actores en el campo, entre quienes se pliegan a las condiciones de una industria de mercancías — en un mercado de ideas sumamente empobrecido, cuya podredumbre puede olerse a varios kilómetros de distancia — y escriben libros que parecen literatura y quienes escriben literatura, la cual, por lo general, por ser lo que es y por ser cómo es, no tiene cómo venderse.

Está claro, también, que las estrategias que emplean los poetas para posicionarse son otras, aunque siguen, más o menos, los mismo lineamientos, con un mayor acento en pedir amparo institucional, por lo mismo que hay menos dinero involucrado en su actividad. Cabe, asimismo, incidir en el hecho de que, en el Perú, no hay tal cosa como una industria de libro de literatura. Soy así de específico — digo «libro de literatura» sin dar por sentado que «libro» es una categoría que refiere a alguna forma de fantasía literaria — porque está claro que libros de autoayuda, periodismo, economía, administración o política se venden, en un país tan ignorante como el nuestro, como pan caliente. Pero no de literatura. Ya pasaron los tiempos en que los ciudadanos «de a pie» y los lectores «comunes y corrientes» buscaban el rastro de sus fabuladores preferidos. Ya pasaron los tiempos en que la literatura era casi una ley de la sobremesa. Ya pasaron los tiempos en que los escritores escribían para ensanchar y estimular la imaginación de la comunidad de lectores de la sociedad a la que pertenecía. Ya pasaron los tiempos en que la literatura era popular, al menos entre los peruanos. Hoy es, para rictus y para diarrea de los rojetes, una actividad absolutamente elitista, siendo ellos mismos la punta de lanza mercantil.

Si, por un lado, podemos argumentar que el campo ha sido siempre el mismo, igual a sus dinámicas — es decir, que los escritores han buscado, en todo momento y en todo lugar, de diversas maneras, posicionarse dentro de la jerarquía del poder cultural, siempre a la caza del prestigio (capital simbólico) — , por otro, en cambio, es evidente que este posicionamiento es solo aparente, por efímero y coyuntural, y no necesariamente incide en un auténtico o un legítimo prestigio literario, puesto que el mérito artístico está inscrito en el carácter de la obra y en el impacto histórico de ésta. Aunque nada nuevo traería esta línea de cuestionamiento, no obstante, cabe preguntarse de qué modo las nuevas dinámicas de posicionamiento afectan la formación de los escritores, que es, finalmente, un asunto de mayor importancia que el del campo mismo. La formación del escritor — su educación crítica, técnica e intelectual — es, de los asuntos menos discutidos entre los escritores, quizás el de mayor relevancia. El que menos discutimos los escritores.

Quizás mirar el campo de la literatura a través del de la poesía peruana, en particular, sea, no un atenuante de mis palabras, pero sí una limitación de mi visión. Con seguridad, hay muchos elementos que concurren en el fenómeno social de la poesía que quizás no tengan el mismo asidero o relevancia (como las reseñas o la relación directa con las instituciones) en el de la narrativa, por lo mismo que hay mucho menos dinero involucrado en él y debido a que, por lo tanto, se trata de un campo en el que autores y libros son típicamente artesanales. Igual a los hornos coloniales donde se cocina el pan en los más viejos pueblitos de provincia del Perú. O quizás, simplemente, por condición de nuestra época — posmoderna, de hiperrealidad, de eventos y de fenómenos que ocurren pero no ocurren, de cosas que no son cosas, de ensayos que no son ensayos sino ficción, en suma, de realidad que no es real, sino solo una simulación — , sea que la literatura hiperreal, que tampoco existe, tiene en realidad a los escritores que requiere — la cultura de la época — , es decir, escritores que no existen como escritores sino como personajes de una divertida tragicomedia. Pero ello implicaría comerse, como ya ves, a doble cachete, y a regañadientes, el cuentazo posmo del mundo y de la realidad del vivir.

Contra ello, la literatura.

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