Sobre el escritor hipermoderno

Paul Forsyth Tessey
7 min readMar 27, 2024

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Supongo que lo más molesto es la patente degradación del escritor de literatura como actor social y de su formación técnica, estética y filosófica en el marco de una sociedad y una cultura hipermodernas, por parte de los mismos escritores, y la tácita, silenciosa aceptación de este hecho demoledor por parte de los lectores, las editoriales y la crítica literaria. No sólo lee mal, poco, o nada, el escritor contemporáneo, no sólo emplea su tiempo en la promoción personal (autobombo) y en la gestión de una vacua validación y un ilusorio reconocimiento a su obra por parte de las instituciones estatales (mientras está sujeto a las modas literarias, efímeras por naturaleza, del mundo que lo rodea, fusiforme como es: molusco), que así lo domestican con premios, regalos y eventos de todo tipo —ilusiones: disfraces— , sino que, además, escribe como lee: defectuosamente, como babeando, y con profundamente escaso conocimiento de la tradición literaria —remota y próxima— dentro de la cual está (supuestamente) pensando —porque al final, la literatura es, fundamentalmente, pensamiento— e ignorando, asimismo, toda forma de reflexión crítica sobre el arte literario, o cualquiera de sus partes.

En suma: cualquier individuo al que le canten las pelotas puede escribir «literatura» y toda forma de escritura que se proclame como tal es «literatura», siempre y cuando cumpla con los requisitos que las instituciones que auspician la «literatura» establecen como tales. No solo eso, sino que toda forma de escritura, no solo es «literatura», sino también buena «literatura», que puede a la vez venderse como mera mercancía en el campo de las ideas y encajar con los requisitos ideológicos de las instituciones, verdaderos (pero ilusorios) amos de la «literatura». Resultado inevitable, cantado: todos calladitos, todos alineados, todos domados, vistiendo el collarín y la correa, trajeados de eunucos. Tal es el resultado de la supuesta «democratización», amplificada por el Internet, de la «literatura» —que está, en el fondo, al igual que el resto de manifestaciones culturales, artísticas o intelectuales— al servicio de corporaciones (medios de comunicación y universidades) y de mecanismos estatales (ministerios y dependencias, locales y regionales).

Cabe entonces preguntarse: ¿Qué significa pensar críticamente para el escritor de literatura, hoy en día, dadas las circunstancias y el contexto, considerando las dinámicas al interior del campo, a caballo entre lo literario y lo extraliterario? El creciente número de escritores que de uno u otro modo agitan la bandera del progresismo posmodernista y se acaban plegando, no sólo a una moda gringa, de absoluto relativismo, sino a una ideología que por fundamento es tiránica (quiere en todo momento cerrar el campo, prescribir) y no más que una especulación sobre la naturaleza humana, individual y social, basada en un deber ser (idealismo) que, con arrogancia megalómana y explicaciones mágicas, busca ajustar la realidad a los parámetros de una cosmovisión que proyecta más de lo que introyecta. Que la gran mayoría de escritores de literatura activos dentro del campo cante la misma mantra resulta sospechoso, por decir lo menos, además, claro, de decepcionante. No sólo hay adhesión acrítica de los postulados de una religión gnóstica (socialismo), sino que encima, para poder ser asimilados, rechazan toda forma de pensamiento crítico, requisito sine qua non para jugar con el Estado y el medio. Son incapaces de formular críticas, de oponerse al pensamiento social único, a la expresión del poder institucional y de los lenguajes del poder, como lo son el feminismo y el progresismo de cualquier tipo, y, a cambio de mendrugos, aceptan ingresar en espeso silencio al redil, en el cual se pavonean antes de subir al escenario del show.

Si la literatura es un acto de libertad para pensar y para asediar la realidad, lo es solo en virtud de que está al servicio de la construcción calculada de fantasías, cuyo objetivo no es corregir nuestra visión del mundo, como piensan los prescriptores, sino en cambio alimentar nuestra comprensión de la realidad, problematizarla para enriquecer (y para expandir) nuestra consciencia sobre la experiencia humana. Por tanto, el pensamiento literario se opone, de este modo, al religioso (el cual confunde la ficción con la realidad) al proponer construcciones posibles, y por lo tanto, ficticias, de la realidad. El escritor trabaja con materiales humanos conocidos —sean estos propios o ajenos, subjetivos u objetivos— , pero el resultado no es otro que una reconstrucción que, sin importar cuán fiel parezca a la realidad, será, en último término, fantástica. La mejor entre todas las máscaras, la que usa el diablo, dicen, confunde la realidad con la ficción, adrede. Sin importar el antifaz, el escritor de literatura entiende que el artificio es solo una herramienta y lo ficticio el fundamento para acercarse a la verdad (de la realidad), sobre la que posa un velo de fantasía (textual), más allá de si se trata de un poema, de una novela o de una tragedia teatral.

Los griegos del periodo clásico, de carácter más bien racionalista, dudaban ya de la historicidad de los hechos de los poemas homéricos, sospechando que dos textos que durante siglos fueron considerados como «palabra divina» —y por tanto, su historicidad deriva de la veracidad que le otorgaba el pensamiento mágico— tenían condición ficticia o fantástica. La cultura cristiana, por otro lado, proclama la veracidad histórica de los eventos, claramente ficticios, de los mitos procedentes del Medio Oriente que componen sus historias. Al fin y al cabo, vengan de donde vengan, todos los mitos son indefectiblemente ficciones, fabulaciones, fantasías de las que la religión busca fijar un corpus, así como determinar la lectura (aceptada) de dicho corpus, según los parámetros de su cosmovisión específica. La religión socialista, tal como fue asumida por los bolcheviques rusos, por ejemplo, hizo «oficiales» sus propios mitos posibles, estableciendo un criterio prescriptivo para su «literatura» —que llegó al punto de «organizar» a los escritores bajo un sistema impuesto, cerrado, de «creación» y de «valoración» literarias— , es decir, para el conjunto de sus fantasías (mitos) posibles, igual que hizo la Iglesia católica a la hora de discriminar, seleccionar, entre los textos que compondrían el Antiguo y el Nuevo Testamento de la Biblia, según sus objetivos políticos e ideológicos en esa época. Se trata de controlar la fantasía.

La diferencia entre la literatura y la religión, más allá de los puntos en común, debiera ser obvia, asunto evidente. No obstante, se hace necesario trazar esta línea (y muchas otras) para entender la diferencia entre los escritores de literatura —que por naturaleza y propósito se oponen a la sistematización del pensamiento— y los demás: los que creen (y dicen) escribir literatura, los «profesionales», los «paracaidistas», en especial aquellos que están alineados con el poder y emplean sus severos lenguajes, pero que cada vez leen menos y se pliegan más —¡oh, ilotas!— y tienden a rebalsar el campo y llenarlo con restos de dizque «literatura» —que por mansa, por carecer de dientes, por rechazo acrítico de lo crítico, no puede serlo— , igual a la basurita que dejan tras de sí los turistas cuando visitan las ruinas incaicas.

En tanto fábrica de fantasías (y de mitos), la literatura es, por tanto, irreductible a las limitaciones del pensamiento prescriptivo, sea político o religioso (que son lo mismo). Acaso, la literatura, por medio del pensamiento crítico, vale decir, filosófico, hasta donde lo artístico pueda llevarlo a profundidad, pone en evidencia, más bien, las fisuras, las roturas e intersticios de la visión unívoca, de todo discurso dominante, de todo sistema de pensamiento que se pretenda fijo. Rápido se hace fósil. En otras palabras: la literatura —que está al servicio de una imaginación crítica y por tanto, poderosa— es una forma del pensamiento crítico cuyo objetivo es desmantelar los mitos por medio de un uso consciente (y manifiesto) de la fantasía: eso es leer y escribir. Por esta razón, vemos que la gran mayoría de escritores ha abandonado ya la literatura, dedicándose a la belleza del panfleto.

Que la literatura (o la escritura literaria) es filosofía y arte en partes iguales es una idea que parece perderse, hoy en día, con mucha facilidad, en el campo de producción de obras literarias, haciéndose borrosa en medio de una saturación insalubre. Que el poeta, el narrador o el dramaturgo son filósofos-artistas es una idea que afecta más a los críticos que a los mismos escritores y que, incluso en aquellos, parece diluirse en aparatos críticos que buscan asimilar a esta condición particular (del escritor de literatura) a escritores «profesionales» (periodistas, principalmente) o incluso a aquellos que abjuran de toda forma de crítica o teorías literarias. Reemplazado por el escritor que se ha «profesionalizado» dentro de un star-system —creado y sostenido por el cruce incestuoso de los medios de comunicación, las universidades y el Estado— , la rara criatura que es hoy en día el escritor-filósofo-artista —sin asideros institucionales— se encuentra, hoy en día, reducido a huecos, atomizado en madrigueras, en silencio, pero, sobre todo, está desconectado de otros escritores como él.

Sospecho que siempre ha sido así. Y que —contra los deseos por «decolonizar» o por «descentralizar» el canon, desvirtuando la tradición literaria (que la gran mayoría ignora), como lo pretende el progresismo desde su poliamor institucional— siempre son pocos los nombres y obras que la historia preserva cuando uno observa un horizonte histórico que, casi con toda seguridad, estuvo plagado de escritores profesionales. Y estos nombres, y estas obras, jamás han sido complacientes, ni se han ajustado, por lo general, totalmente a los parámetros que algún Estado o institución establecían para determinar qué era (y qué no) «literatura», como son los casos de Dante y La divina comedia, de Rabelais y Gargantúa y Pantagruel, de Cervantes y el Quijote, de Joyce y Ulises, por solo nombrar algunos: escritores completamente absorbidos por una creación literaria —igual que pasa con los maestros de artes marciales— que estableciera sus propios parámetros, empleando la tradición literaria y filosófica según su propia conveniencia: una literatura sin comillas, incapaz de ser asimilada por sistemas teóricos o succionada por el entendimiento religioso de una época. Los demás escritores, los que pertenecen al resto residual, en cambio, solo miran (y envidian) alturas que no pueden tocar. Quizás por eso quieren regular la «literatura» desde las instituciones y ponerle comillas: para así domesticarla.

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