María Edith Velázquez: "En cierto sentido la escritura y la lectura siempre han estado conmigo"

Luis Fernando Alcantar Romero
13 min readJun 21, 2024

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María Edith Velázquez es escritora y doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato.

María es originaria de Guanajuato capital, y le propuse platicar sobre su experiencia en la escritura y la lectura y ella, con generosidad, me compartió al respecto.

Sus textos han sido publicados en varias antologías, entre las que destaca "Lletraferits, Nuevas voces de narrativa latinoamericana" (Ediciones La Rana, 2018).

Fue becaria del FONCA e integrante de la sexta y séptima generación del Seminario para las Letras Guanajuatenses. "Leo a Leonora", su libro de cuentos, fue publicado por Ediciones La Rana.

¿De dónde eres originaria, y qué es lo que más te gusta de ese lugar, y también del lugar en el que vives?

Nací y crecí en Guanajuato capital, una ciudad muy romantizada por su estética y vida cultural y nocturna, características de las que he disfrutado en justicia y, a veces, en exceso.

Como en todo, cuando se genera una rutina, a veces dan ganas de salir corriendo. Eso me pasó en la adolescencia respecto a Guanajuato.

Pero aquí están mis amigos, mi trabajo, mi familia y, finalmente, la vida que he construido y que no me ha costado poco. Eso es lo que actualmente me gusta más de mi ciudad.

¿Qué significa para ti escribir/la escritura, y la lectura?

Tuve que pensar mucho esta pregunta porque en cierto sentido la escritura y la lectura siempre han estado conmigo.

Como otras cosas que forman parte de tu vida es fácil darlas por sentado, y sólo en pocas ocasiones te detienes a reflexionar sobre ellas.

Sin embargo, hace tiempo que en mi ejercicio docente he estado intentando animar a los estudiantes a valorar estas actividades.

Para mí es preocupante enfrentarme con generaciones a las que el acceso visual a información ha transformado tanto.

Son generaciones que se aburren fácilmente porque consumen grandes cantidades de estímulos bajo una lógica de inmediatez, intensidad y variabilidad.

De manera que su atención para cosas de mediano aliento es dificultosa y, aparentemente, tortuosa para las de largo aliento.

Creo que este condicionamiento no es necesariamente malo porque podría implicar una modificación del pensamiento mismo, del cual en realidad sabemos unas cuantas cosas pero creo que ignoramos muchas más.

Como sea, mientras se descubren los beneficios de la hiperproducción y reproducción de contenido en redes, veo que estas dinámicas de rapidez van de la mano de dinámicas consumistas relativas a una forma de capitalismo rapaz que nos hace intolerantes a la lentitud, a las pausas, y que nos lleva a vivir vidas aceleradas.

En ese escenario, actividades como la lectura y la escritura podrían significar un respiro del ritmo en el que ya nos acostumbramos a vivir.

Por ello, insisto mucho en mis clases en lo siguiente: el leer y el escribir no sólo requieren que nos tomemos nuestro tiempo, que nos demoremos en el pensamiento, sino que además tienen un claro carácter terapéutico.

El uso y acomodo meditado de las palabras, ya sea de manera oral o escrita, significa aplicar un orden en las ideas.

Es como si entraras a tu casa mental y empezaras a limpiar y a organizar cosas. Es decir, todas esas cosas que siempre tenemos en la cabeza.

Siendo el único lugar que verdaderamente habitamos, nuestra casa mental, nuestro pensamiento, debería pasar por una limpieza frecuente. O al menos, una limpieza de primavera y otoño, ¿no crees?

¿Recuerdas cuál fue el primer libro que leíste y que resultó significativo?

Resultó significativo el engaño. Mi primera memoria de una pieza literaria completa que haya escogido yo de la biblioteca familiar y que haya leído de principio a fin conlleva el impacto de descubrir que una narración era capaz de sostener un engaño hasta las últimas páginas.

No he visto que mucha gente la refiera, pero “Los renglones torcidos de dios” es una novela detectivesca que se adentra en el mundo de los manicomios, con descripciones que en su momento me parecieron impactantes del tipo de enfermedades mentales con las que conviven los cuidadores de esos espacios.

Me hizo pensar en lo poderosas que son las ideas para delimitar y estructurar nuestra realidad: por ejemplo, el paciente violento que es capaz de destrozar personas con sus propias manos se detiene ante un escalón que le indica el linde de su poder, es el límite de la estancia en la que se encuentra; ese pequeño promontorio de ladrillos le representa una barrera infranqueable a pesar de su fuerza y la intensidad de su deseo por superarla.

Me hizo pensar también en el vínculo entre mente y cuerpo y en la manera en que es entendida la demencia y la enfermedad en nuestra sociedad: había casos de pacientes cuyo mal mental, si bien podría estar relacionado con deformidades físicas (me parece que esa es la tesis del libro), quizá sólo era producto de encontrarse confinados en un lugar designado para cuerpos humanos no comunes.

No creo, por ejemplo, que “la mujer percha” (una persona cuya consistencia ósea era maleable y a la que sujetaban por algunas horas al día de un armatoste vertical para aliviarla de su estado) haya estado loca.

Creo recordar que padecía de algún impedimento del habla pero estoy segura de que era su cuerpo anómalo lo que la precluía de integrarse a la sociedad.

No voy a decir por qué era mentira toda la trama que se presenta en esta novela, por si algún lector quiere acudir ahí a indagar, pero creo que aquella sorpresa casi inocente se sostendría en una nueva lectura a mi actual edad.

Siempre es grato cuando la escritura logra este tipo de artilugios (incluso creo que se ha producido una película).

Cuando leí ese libro se quedó muy fijo en mi memoria por un tiempo. En la adolescencia, en cambio, pude encontrar alivio en el mundo fantástico de Tolkien de quien conocí la descripción más entrañable del poder de la vida vegetal: después de la “Última marcha de los Ents” en la que esta especie de seres arbóreos ayuda a destruir Isengard, Bárbol se encuentra platicando con los hobbits y, mientras habla, con sus manos, que son ramas, va desmoronando lo que queda de una muralla de piedra. Lo hace así, lentamente y casi sin darse cuenta, como los árboles en nuestras banquetas que rompen el pavimento y avanzan sus raíces en busca de agua.

Esa imagen de una fuerza a la que nuestra percepción no está acostumbrada la cuento como uno de los descubrimientos más afortunados que la literatura me haya regalado.

¿Qué necesitas cuando vas a escribir, o haces algo para propiciar ese momento?

Para cualquier actividad que implique sentarse frente a la computadora necesito al menos un cuarto de hora de preparación psicológica.

A veces son horas en las que entre menudencias como arreglar el espacio en donde me voy a sentar, consumir alimentos, lavar trastes, prepararme el café, encender y apagar cigarrillos (yo sí digo así: “cigarrillos”) se me va o toda la mañana o toda la tarde.

Creo que no tengo tanta disciplina, excepto el recordarme constantemente a mí misma qué tengo que hacer, qué quiero hacer y por qué lo quiero.

¿Cómo te sientes respecto a tu libro –Leo a Leonora, y de tu experiencia como escritora?

Amo mi primer libro de cuentos. Sobre todo, porque nunca me imaginé que esa pieza que empecé a escribir hace casi 15 años y que había imaginado como un libro para niños (resulta que no lo es) sería mi primera publicación.

He contado mucho esta historia y me gusta contarla porque es la prueba de una de mis obsesiones en la vida: el principio del no desperdicio. Me molesta desperdiciar cosas.

En algún momento de la vida, ese principio aplicado a las oportunidades no me dio los mejores resultados, porque uno no puede dedicarse a tantas cosas o personas como se te presentan.

En cambio, en el caso del trabajo siempre ha rendido frutos. Antes de deshacerme de mi primera laptop y en un proceso de purga de cosas del pasado, encontré el manuscrito en una carpeta olvidada. Lo desempolvé y lo mandé a convocatoria.

Resulta que fue aceptado y, de la mano de gente muy hermosa, pude volver a esos primeros esfuerzos por hacerme entender y por explicarme cosas de mi propia vida (es un texto involuntariamente autobiográfico), desde la visión de una niña que va creciendo.

Ahí sí que hubo un ejercicio terapéutico que por muchos años descarté precisamente por ello.

En el taller del Fondo para las Letras Guanajuatenses con mis compañeros y, especialmente, con mi tallerista Claudina Domingo aprendí rudimentos propios del arte que fueron haciendo de esas exploraciones psicológicas verdaderas narraciones y que fueron transformado a mi personaje en un ser independiente de mí.

Me di cuenta, además, de que en muchos sentidos la escritura es colectiva, no sólo por los autores que nos acompañan en el proceso de prepararnos para tomar en nuestras manos la labor de escribir, sino por lo que tuvo que suceder para que “Leo a Leonora” se concretara como libro.

Destaco además del acompañamiento generoso de Claudina, la labor de ordenación y pulimiento que hizo Ana Paulina Calvillo cuya sensibilidad fue fundamental en el resultado final. Los procesos editoriales son muy complejos e implican la participación de muchas personas.

Por eso me alegra mucho y me siento muy afortunada de haber sido acompañada por todos los que estuvieron involucrados en este libro, pues son personas de una calidad moral, humana y artística que a mí me parece excepcional, gente brillante y entregada, con real interés e impacto en el mundo de las letras.

Hasta el título fue producto de un vínculo de generosidad y amor: lo propuso mi pareja en un momento de claridad casi poética, aunque después él mismo no pueda recordar cómo le llegó la idea.

¿Cuáles son tus desafíos respecto a la escritura?

Creo que lo que más me preocupa ahora es volver a algunos proyectos de los que estuve enamorada.

De nuevo opera aquí el principio del no desperdicio y quisiera ser fiel a esos sentimientos del pasado, recuperarlos y llevarlos buen puerto.

Tengo que confesar que, a diferencia de aquellos años, ya no se me ocurren ideas de proyectos de escritura.

Pienso que cuando culmine esos textos habrá espacio para que otros se generen, aunque es posible que no vuelva a encontrar una figuración emocionante en mi cabeza. Estoy dispuesta a correr el riesgo.

¿Aún escribes a mano, aunque sea para tomar apuntes o hacer borradores?

Claro. Amo las libretas y las plumas. Supongo que es una imagen cliché la de mujeres infatuadas en papelerías.

De niña fantaseaba con vivir en un castillo en donde las torres estuvieran llenas de libretas de todos los colores y tamaños, en donde habría compartimentos especiales con mecanismos complicados para guardar bolígrafos con brillitos.

También estoy convencida y repito mucho en mis clases que el cuerpo está todo conectado o, como diría Spinoza, que mientras más cosas puede un cuerpo más ideas tiene el alma.

Por ello escribir a mano me parece benéfico. Es una especie de entrenamiento en la paciencia y en el detalle, en el cuidado y en la maestría, pues el acompañamiento de una idea con un trazo fino o una alineación correcta parece un logro diferente al de sólo concebir algo.

Esa materialización artesanal me parece una de las formas más bellas que puede tomar un pensamiento.

¿Algún libro que hayas leído recientemente y que haya sido trascendente para ti?

Gracias a las redes he estado medianamente enterada de los chismes literarios.

Por morbo me compré el libro de Dahlia De La Cerda, “Perras de reserva”, que me leí de un tirón y sin remilgos, y encontré varios buenos efectos. Ese libro me llevó a “Chicas muertas” de Selva Almada.

Ambos textos me hacen pensar en lo necesario de este tipo de piezas que claramente ocupan la trinchera de la denuncia en temas de alta relevancia social: la violencia contra las mujeres.

Creo que hay justicia en el hecho de que sean textos comentados, vendidos y criticados.

La polémica en torno a ellos refleja para mí la efectiva utilidad de su presencia en el escenario literario: hacen voltear miradas, incomodan, generan vergüenza en la sociedad que permite y participa del motivo de su lucha y su grito de guerra.

Pero también me gustan las voces refractarias, las que experimentan la literatura sin el fardo de la lucha política que, repito, aunque muy útil y necesaria, en ciertas plumas puede sentirse impostada.

Lo digo de otra manera: no creo que las mujeres tengan que escribir sólo de la condición de ser mujer en nuestra época desde esa trinchera.

Por eso me ha gustado tanto el libro que acaba de publicar Ana Paulina Calvillo, “Marca de agua”. Ahí veo la templanza de una pluma que experimenta el mundo desde una cierta inocencia: describe fenómenos, percepciones, actos sin juicios preconcebidos y, con ello, abre la posibilidad a múltiples interpretaciones, genera un espacio en donde el lector puede habitar con cierta libertad emotiva.

Es una narración que no te tuerce la mano para experimentar situaciones de equis o ye manera y, por lo tanto, te obliga a pensar, a buscar tu propia opinión y percepción de las cosas.

Ese mismo efecto lo encontré en los cuentarios “Las enemigas” de Claudina Domingo y en “La infancia de los brujos” de Ámbar Eugenia Gallardo. Sé que los tres ejemplos que menciono son de personas más o menos cercanas a mí.

Las cosas son así. Como dije arriba, la escritura se me ha revelado colectiva. La lectura no podría ser tan diferente: uno gravita hacia sus vínculos.

¿Qué películas te gustan? (Misma pregunta para la bebida, comida , música y estación del año).

No soy gran conocedora de cine. Lo que más aprecio de este arte son las sensaciones que me provoca. No consumo, por ejemplo, cine de horror porque me inquieta, al grado de perturbarme por semanas.

Valoro los ambientes estables, historias que son lentas o muy rápidas que se desarrollan en un mismo estado estético.

A este último género pertenecen las películas de Guy Ritchie que son vertiginosas pero que mantienen la misma sensación de inicio a fin.

Las películas de Paul Thomas Anderson entran en la segunda categoría: ambientes estables con narraciones que toman su tiempo para desarrollarse.

“Magnolia” (1999) y “There Will Be Blood” (2007) son piezas que me hacen sentir a gusto, tienen un excelente trabajo de guion que toma fuerza en los silencios y que son acompañados de una fotografía maravillosa.

Ese goce de lo visual me ha hecho volver con frecuencia a “Las flores del cerezo” (Kirschblüten – Hanami​, Doris Dörrie, 2008), a “Little Miss Sunshine” (Dayton y Faris, 2006) y a la “trilogía de los anillos”. En todo el sentido de la palabra, son películas de confort.

Me gusta la cerveza y el mezcal, el hígado en salsa verde y las botanitas como cueritos, pata, vegetales con chile y limón, los esquites y los churritos.

Soy fan total de Interpol, desde su primer hasta su último álbum. Otros álbumes con los que me obsesioné cuando los descubrí son: “The Smiths” (1984), “Drinking songs” de Matt Elliott (2019), “Sweet Sour” de Band of Skulls (2011), “Funeral” de Arcade Fire (2004), “Surfer Rosa” de Pixies (1988), “Bocanada” de Cerati (1999), “Drinking songs” de Matt Elliot, “Identification Parade” de Octopus Proyect (2002), “Horehound” de The Dead Weather (2009), “Senderos de traición” de Héroes del silencio (1990), “White album” de Beatles (1968), entre otros. Me gusta el otoño y las tardes con viento.

¿Tienes alguna pintura favorita?

Vuelvo a las respuestas cliché. Siento que la colección del Museo del Prado ha condicionado cierto gusto estético en nuestros países de habla hispana.

Yo llegué convencida de que, aunque no viera todas las piezas, El jardín de las delicias era obligado.

Pasé casi una hora estorbando los encuadres de turistas y peleándome con cuerpos múltiples para absorber lo más que pudiera del tríptico.

También me sorprendieron los Velázquez y Goya, lo monumental de su talla los hace impactantes. Te interpelan casi a los gritos.

¿Quiénes son tus autor@s a quienes suelas frecuentar más, o tus preferid@s?

Como en las películas (y en las series, por cierto: “Better Call Saul”, “Seinfeld”, “Frasier, “Friends”, “HIMYM”) regreso a donde siento confort.

Las novelas largas como “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y “El tambor de hojalata” fueron descubrimientos de juventud que me fascinaron y a los que vuelvo cada cierto tiempo.

Tengo una anécdota con la novela de Günter Grass que también me gusta platicar: el libro me lo prestó un querido amigo que, incidentalmente fue mi profesor de Introducción a los estudios literarios. Con la más grande fe del mundo hizo ese gesto que yo no recomiendo a nadie: prestar una excelente edición.

El caso es que yo estaba en mis años universitarios, que casi siempre se caracterizan por la socialización salvaje.

En una reunión en mi casa el libro sufrió los estragos de la fiesta: unas manchillas en el canto que no pude remover del todo. Cuando lo regresé me disculpé con sinceridad. Meses después encontré esa misma pieza en un puesto de libros usados. Lo reconocí por las manchas.

Supongo que el no haberme vendido la pieza después de dañarla era parte del castigo no pronunciado. Por supuesto, la pieza volvió a mí por un precio que no correspondía a la evidente devaluación por el daño: me la vendieron muy cara. Sigue aquí en mi librero.

Finalmente, para mí, volver a Borges es casi un reflejo, así como lo es la vuelta a los autores que me curaron de ese primer borgismo obsesivo: Juan José Arreola y Salvador Elizondo. “El silencio de Dios”, “Farabeuf”, así como “La casa de Asterión” y el “Poema de los dones” indefectiblemente me cobran asombro, envidia y hasta lágrimas.

¿Qué proyectos de escritura tienes en la actualidad?

Actualmente lo que más me ha ocupado en escritura ha sido esta entrevista que me hizo voltear a verme. Los deberes de la academia han coptado mis días y mi ánimo.

Pero, como mencioné arriba, espero volver a los proyectos en pausa: un libro de ocurrencias que se han juntado a lo largo de décadas y un proyecto ambicioso de narraciones cuyos personajes son mis filósofos favoritos.

El miedo a que una cosa como esa se convierta en un rotundo fracaso, sobre todo por mis taras escriturales, es lo que me ha detenido tanto tiempo. Y, bueno, deshacerse de las propias expectativas es un paso de madurez que apenas vislumbro. Gracias por invitarme a platicar.

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Luis Fernando Alcantar Romero

I'm a writer and a journalist from León, México. I love coffee, music, books, films, beer.