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El cuerpo, un año después

pzdrago
5 min readDec 12, 2022
Un joven armando un barco a escala. Fotografía polaroid, 1961
El joven Germán Zorrilla haciendo un barco a escala, agosto de 1961

El 25 de noviembre de 2021 internamos a mi papá con un coágulo del tamaño de una naranja en la cabeza. Un par de meses atrás tuvo un accidente donde se rompió un vasito, y gota a gota, se fue juntando inopinadamente un montón de sangre. Los médicos se asombraron de que llegara a caminando al hospital, es más, él mismo firmó su admisión para la cirugía.

Desde hace tiempo ya manifestaba signos que habían sido diagnosticados como inicios de demencia: pequeños olvidos que se hacían cada vez más grandes, confusiones entre el presente y el pasado o de plano, pasados inventados; cambios de humor, falta de aseo, falta de reconocimiento de su propia imagen. Esas características de la vejez las teníamos ya más o menos asimiladas, pero un buen día mi papá se quedó impávido, con la jeringa de la insulina en la mano, sin saber si eso era una jeringa o el glucómetro (que no se parecen en nada) mientras balbuceaba incoherencias. Pensamos en un accidente vascular porque suele tener esos síntomas.

El cerebro es una cosa muy misteriosa. Células, sustancias químicas, impulsos eléctricos, los nervios conductores y la irrigación que mantiene todo eso en cierto equilibrio. Cuando los técnicos vieron la masa en la imagen me llamaron aparte para darme los resultados, el sujeto que me dio la noticia se veía aterrado.

Resultados de una resonancia magnética de cráneo con una hemorragia
Esa mancha blanca que crece e invade una cuarta parte en la cabezota es el dichoso coágulo. Aún hoy me parece impresionante.

Después de tres días de exámenes clínicos lo operaron. Cuando salió de la cirugía perdió el habla, tenía un vocabulario de cuatro monosílabos y un gruñido. Claro, a quien le van a manosear los cables sin que se mueva alguna conexión. Perdió la movilidad, pero todo se puso un poco peor. En los siguientes días mi jefe tuvo una serie de convulsiones cada vez frecuentes y más violentas que obligaron a sedarlo y a intubarlo, al mismo tiempo cogió una neumonía hospitalaria y la glucosa tenía unos datos escandalosos.

Durante un mes estuvimos viendo cómo un sujeto que en su vida adulta había sido reacio a cualquier actividad física ahora se resistía a morir. Creo que también para morir se necesita fuerza, no sólo voluntad. Durante el tiempo que estuvo hospitalizado las dimensiones del cuerpo se hicieron mucho más amplias que lo que juzgamos de manera cotidiana. La fuerza nomás la estimamos en los atletas, pero caray, nuestros límites no son los que imaginamos. Seguramente somos nosotros quienes ponemos el tope y nos acomodamos a él, pero es curioso cómo el cuerpo tiene una vida autónoma a la persona. Mi padre es tremendamente terco y eso sirvió para que se empecinara en salir de esa cama de hospital. Para él esa fue la batalla que libró aun inconsciente.

También para quienes cuidamos, nuestros propios límites se expandieron. Yo tengo una particular fobia a las uñas, casi me desmayo una vez que a mi hija le sacaron una uña rota, pero durante mi guardia en el hospital, un día me tocó auxiliar a los camilleros que subían a un señor de terapia intensiva porque no había nadie más. Tuve que sostener una caja con borboteantes fluidos corporales sin desmayarme. También cargué orines o caca de gente que nunca veré más porque no tenían familiares que les acompañaran. No me se desvaneció el asco, pero era tal la urgencia que me pareció poco prudente dejar la botella de orines junto al plato de comida o no cargar la caja sanguinolenta.

En un mes nos volvimos expertos de mi padre: sabíamos sus signos vitales, cómo administrar medicamentos, aprendí como curar úlceras por presión, como voltearlo y acomodarlo en la cama, cómo encontrar sustitutos de su deliciosa cocacola. Una vez que lo dieron de alta tuvimos que hacerle a los enfermeros durante los primeros días en casa, porque su llegada coincidió con la navidad, la peor época para encontrar enfermeros.

Familiar acompañando a su paciente en un hospital durante la guardia
Las horas del hospital no rendían, las guardias eran de doce horas para evitar contagios y durante ese tiempo te hacías cargo de tu familiar junto con las enfermeras y camilleros. Durante varios días no pudimos ni bajar a comer algo por el estado tan crítico que tenía el arquitecto, pero siempre está el cel pa desaburrirse.

Hoy que escribo un año después, no sé cómo lo logramos.

Aún ahora no sé que sentía, una especie de neblina emocional es lo único que me dejó continuar. El propósito de cuidar a otro, la necesidad de ayudarle a vivir. No recuerdo haber sentido miedo, ni tristeza, mucha preocupación y eso sí, un sentimiento que poco reconozco en la vida diaria (porque me la paso en la brega) que es la resignación. Y aunque eso del sufrimiento judeocristiano y la esperanza de una vida postmortem no forman parte de mis convicciones, tampoco me angustia la muerte.

El cuerpo de mi padre y sus fluidos los convertí en un cuerpo y unos desechos, así, nomás en lo abstracto. La persona de mi padre estaba solamente en su plática y la sonrisa una vez que estuvo consciente. Tuve que separar ambos entes o no hubiera soportado lidiar con el dolor y la enfermedad ajenos. Mi papá no era su cuerpo y el mío tampoco era del todo mi cuerpo. Solamente así pude pasar los días.

Hoy mi papá ya no cree que pueda hacer las cosas ordinarias de la vida como quitarle lo verde a un melón cundo no está perfectamente pelado y despepitado, o acomodar el nacimiento como él quisiera. Puede caminar de nuevo por sí mismo, habla bien, olvida los mismos olvidos, le encorajinan los mismos corajes, necea las mismas necedades. Está vivo, como si nada hubiera pasado. Seguro en la escala histórica y del universo nada pasó, pero en la nuestra algo tuvo que haber cambiado… o no.

Pienso en nuestros cuerpos a un año de distancia del “accidente” como le llamamos.

Iba a poner aquí la foto de la craneotomía de mi papá. Su cabezota llena de grapas, pero como dijo mi amiga Laura: es tan horrenda que me parece bella. Quizá demasiado para quien no comparta el mismo interés médico.

Brain scan
Los corales que habitan mi cerebro. Este año tuve que hacerme una resonancia magnética de control. Parece un arrecife, a decir verdad.

***

Yo regresé a nadar después de casi tres años de no hacerlo. En la tercera sesión ya estaba nadando 1500 metros. No cabe duda que uno sigue siendo quien es y el cuerpo tiene su propia memoria.

Eso sí, no le quise limpiar las llagas del hocico al cachorro que nos encontramos abandonado en el parque, no me fuera a dar el soponcio. ¡Qué asca!

Aprovecho para agradecer a las enfermeras y los médicos del Hospital de Traumatología y Ortopedia “Dr. Victorio de la Fuente Narváez” del IMSS. Los médicos hicieron un gran trabajo con todo su conocimiento y técnica, pero las enfermeras son las personas que realmente trabajan por mantener con vida a los pacientes. Mi admiración para ellas.
También agradezco a todos quienes nos acompañaron y estuvieron al pendiente, a los generosos donadores de sangre y las personas que nos sostuvieron.

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Written by pzdrago

Recojo naipes tirados en las banquetas

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