Después del Aquarius: el desafío democrático de la migración.

Quilombo
10 min readJun 17, 2018

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Los pasajeros del "Aquarius", al llegar al puerto de Valencia. Foto: Óscar Torres.

Mientras escribo, el buque Aquarius fletado por SOS Méditerranée y Médicos Sin Fronteras y los dos navíos militares italianos que lo acompañan con 629 personas a bordo rescatadas del mar, van entrando en el puerto de Valencia. Los pasajeros accidentales, en su mayoría africanos, llevan más de una semana en el mar, en condiciones muy precarias, a la espera de llegar a puerto seguro. Su sola presencia provocó la enésima crisis política europea, con el enfrentamiento entre el nuevo gobierno italiano de extrema derecha (apoyado por países como Austria y Hungría) y algunos de sus vecinos europeos, como Malta y Francia, que rechazaron el desembarco de unos pocos cientos de migrantes.

La reacción española ha sido muy distinta. El nuevo gobierno de Pedro Sánchez, bajo una presión social favorable a la acogida, y requerido por ayuntamientos, por diversas organizaciones y por formaciones políticas que apoyaron su investidura, se ha mostrado dispuesto a recibir a los barcos y a acoger a sus pasajeros. La dimensión mediática internacional de la odisea del Aquarius ha facilitado una decisión simbólica equivalente al de la retirada de las tropas de Irak por el gobierno de Zapatero. Otras decisiones incluyen el anuncio de la retirada de las concertinas de las vallas de Ceuta y Melilla y la más relevante de la vuelta a la universalización de la sanidad, incluyendo las personas migrantes en situación irregular. De este modo, a nivel interno Pedro Sánchez marca distancias con sus predecesores y a nivel externo lo hace con un gobierno italiano que es percibido como una amenaza para la Unión Europea.

Con todo, la iniciativa española aparece como la excepción, quizás aislada y sin continuidad, a la regla europea. Durante la misma semana, vimos a una canciller alemana Angela Merkel (CDU) debilitada, enfrentándose tanto a la extrema derecha de la AfD como a su socio de gobierno el CSU, cuyo presidente y ministro alemán del interior, Horst Seehofer, propone un endurecimiento de la política migratoria de su país. El gobierno austríaco, formado por una coalición entre la derecha antaño convencional y ahora radicalizada del ÖVP y la extrema derecha del FPÖ, presidirá a partir del 1 de julio la Unión Europea con propuestas como la creación en países vecinos de campos de detención para migrantes cuyas solicitudes de asilo sean rechazadas. El gobierno italiano de M5S y La Lega cierra los puertos y amenaza con deportar a cientos de miles de migrantes. La Hungría de Víktor Orbán sostiene sin ambages que las migraciones ponen en peligro la nación húngara y la civilización cristiana. Y el secretario de Estado belga de Asilo e Inmigración Theo Francken, de la derecha nacionalista flamenca del N-VA, se permite declarar que habría que sortear la Convención Europea de Derechos Humanos para poder “devolver los barcos” a Libia y Túnez. Las posiciones xenófobas ya no son patrimonio exclusivo de la ultraderecha, y con distintos grados y argumentaciones, atraviesan partidos de distinto signo. Las propias instituciones europeas hace tiempo que vienen asumiendo la externalización de las políticas migratorias, el reforzamiento de los controles fronterizos y el aumento de las deportaciones para “salvar Schengen” (la libre circulación europea).

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Frente a esta ofensiva xenófoba, las voces que en 2015 se levantaron para dar la bienvenida a los refugiados (refugees welcome) parecen a la defensiva. Los argumentos en los que se apoyan parten principalmente de dos perspectivas: humanitaria y técnica. La perspectiva humanitaria apela a nuestra compasión y se centra en la tragedia evitable de las muertes por naufragio en el Mediterráneo -casi un genocidio- y en las operaciones de salvamento llevadas a cabo por ONGs como Proactiva Open Arms -criminalizadas en Italia-, y en menor medida en la situación de los centros de internamiento para extranjeros. El término que privilegian es el de “refugiado”, en tanto que persona merecedora de protección internacional según las obligaciones internacionales de asilo. Y aquí enlazamos con los argumentos técnicos, que apelan a la razón y procuran diferenciar entre refugiados y migrantes, aportando datos estadísticos con los que pretenden contrarrestar los mitos de la propaganda anti-inmigrante. Ni hay un número récord de migrantes y refugiados en relación a la población total mundial, ni su presencia debilita el Estado del bienestar, ni Europa es el destino principal. Una tercera argumentación, la utilitarista, más propia de sectores liberales y empresariales, no hace ascos al concepto de “inmigración” y considera a las personas migrantes como recursos que contribuyen al crecimiento económico y al sostenimiento de las arcas públicas.

Quienes parten desde estas perspectivas - humanitaria, técnica y utilitarista- aportan argumentos con frecuencia válidos, que suelen entremezclarse. El problema se da cuando con ello pretenden despolitizar la cuestión de la migración, frente a la politización “populista”. Con daños colaterales. Así, la compasión humanitaria puede despojar de subjetividad y capacidad de actuar (puesta de manifiesto al desafiar sucesivos regímenes de control) a las personas migrantes, reducidas a víctimas pasivas que precisan de nuestro auxilio, pero esto reproduce los patrones neocoloniales de representación que solíamos ver en relación con la ayuda al desarrollo. La defensa de los refugiados, categoría numéricamente más reducida con respecto al total de migrantes, se hace en detrimento de los "migrantes económicos", obviando que la frontera entre ambos suele ser borrosa y que todos ellos se ven obligados a viajar de modo irregular. Por otro lado, la producción de evidencia científica no es neutra y se desarrolla con categorías y conceptos que apuntalan una política de “gestión de los flujos” donde la voluntad de las personas migrantes queda por lo general supeditada a las necesidades de los Estados y del capital.

Semejante despolitización constituye una estrategia cuestionable, que no debilita sino que por el contrario puede acabar por reforzar las posiciones de racistas, supremacistas y xenófobos. Al fin y al cabo, ¿cuál es la amenaza que ofrecen conjurar? La de una sociedad heterogénea y más democrática en la que ser blanco, cristiano o secular (según), el carácter autóctono o endógeno en suma, no sea fuente de privilegios, o de ciertas garantías. En dicha sociedad, quienes se consideran merecedores de derechos especiales por su pertenencia nacional, al margen de su estatus social, pueden pasar a percibirse como minoría vulnerable frente a un conjunto heteróclito de otras minorías, en un contexto de incremento de las desigualdades económicas, de erosión de las clases medias y de competencia desde abajo por la movilidad social. Hace poco Gemma Pinyol recordaba las movilizaciones anti-inmigrantes en los Estados Unidos de América de finales del siglo XIX. En la Europa del siglo XXI, la concentración y visibilización de personas procedentes de las antiguas colonias en barcos, centros de detención o campos, aunque representen solo una parte del conjunto de migrantes, espectaculariza la imagen de una “avalancha” que parece romper las segmentaciones establecidas y, singularmente, aquella barrera que permite por ejemplo que obreros europeos blancos puedan acceder a un servicio doméstico migrante.

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Hay, pues, una relación estrecha entre la relegitimación de ciertas elites políticas (o de quienes aspiran a serlo), el miedo de grupos sociales precarizados a esa hipotética subordinación política, económica y cultural, y la producción de minorías subalternas al interior de las sociedades europeas. Las políticas migratorias, cada vez más restrictivas en cuanto al acceso legal, integran un dispositivo institucional que favorece la "exogeneización" y una segmentación discriminatoria continua (primera, segunda, tercera generación…) de una parte de la fuerza de trabajo según criterios raciales o étnicos, implícitos en el origen nacional.

De ahí que esta concepción de la amenaza migratoria nos recuerde los discursos de legitimación del apartheid. Si el apartheid sudafricano inspiró en la década de los setenta las nuevas leyes de extranjería europeas basadas en el vínculo entre permisos de trabajo y permisos de residencia (los famosos "papeles"), hoy es el apartheid israelí el que aporta una justificación etno-demográfica a la separación y al control de las poblaciones. Quien más lo explicita en su retórica es el gobierno de Hungría, país sin apenas refugiados que ha perdido población por el envejecimiento y por la emigración húngara a Europa occidental y que teme un “reemplazo” islámico, pero también integra muchas de las premisas -algunas inconfesables- que asumen los demás gobiernos europeos. ¿Por qué un africano no puede viajar a Europa legalmente en avión, como lo hace un sudamericano o un australiano? De poco parece servir que se aclare (perspectiva técnica) que la población extranjera solo representa un 7,5% del total de la población de la Unión Europea y que hay que tener en cuenta el saldo migratorio neto y no solo el número de llegadas. El racismo apunta no solo contra quienes carecen de un estatuto formal de ciudadanía, sino contra quienes ya son ciudadanos, bien por naturalización, bien por nacimiento (segunda, tercera, cuarta generación…).

Al igual que la deuda en el ámbito financiero, la ansiedad demográfica remite a un futuro incierto que se materializa en el presente. No es que la percepción de la evolución demográfica carezca de fundamento. Si según las proyecciones oficiales el número total de habitantes del conjunto de los países UE-28 apenas crecerá de aquí al 2045 e incluso podría reducirse hacia el 2080 (519 millones de habitantes), solo Nigeria podría superar los 300 millones de habitantes en 2050. Pero eso no se traduce automáticamente en trasvases masivos e inmediatos de población, y menos aún hacia Europa en exclusiva, ya que hablamos de décadas y de dinámicas de largo plazo que dependerán también de la evolución económica, de la división internacional del trabajo y de los conflictos bélicos. Pero parece inevitable que continúen por un tiempo movimientos migratorios hacia Europa de cierta entidad, tanto de África como de Asia, especialmente si la Unión Europea pretende seguir siendo un polo económico a escala global. Por tierra, mar, o aire, según lo que permitan los pasaportes de cada cual.

Las restricciones fronterizas -inestimable aliadas, todo hay que decirlo, del negocio del tráfico ilegal de personas- no podrán detenerlas. Su función es otra: hacer los flujos manejables, con vistas al control y a la segregación de las diferentes categorías de migrantes, como muestra el enfoque Hotspot aplicado en Italia y en las islas griegas. Simplificando, nuestras políticas migratorias distinguen entre "el talento", "los refugiados", los candidatos a la proletarización, y las personas desechables. En esto coinciden tanto liberales como los gobernantes ultraderechistas, aunque estos preferirían que el trato fuera disuasorio (es decir, inhumano y degradante), que dichas operaciones de selección se desarrollasen en islas remotas o en países terceros, y que el número de “elegidos” fuera el mínimo posible. La utopía (o distopía) de la gobernanza migratoria es en cualquier caso la de un complejo y costoso dispositivo logístico en el que sus diferentes partes y fases (identificación, registro biométrico, remisión, internamiento, proceso de solicitud de asilo, retorno o deportación) funcionen como un reloj. Pero mientras la Comisión Europea desea la comunitarización progresiva de la política de asilo y migración, con una distribución equitativa de “la carga” (sic) entre Estados (es lo que entienden por “solidaridad”), los gobiernos prefieren preservar las competencias nacionales para instrumentalizar a los migrantes cuando convenga políticamente. Por ejemplo, para aplicar políticas de ajuste y de austeridad.

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Se quiera o no, las multitudes europeas serán cada vez más abigarradas, aunque los nuevos europeos se distribuyan por el continente de manera desigual. Ante esta situación, no basta con deshacer mitos o con apelar a la solidaridad con “los otros”. Es necesaria una politización alternativa que pase por el reclamo de una movilidad humana más libre y menos desigual, y por componer un “nosotros” distinto al que proponen los patriotas y nacionalistas de todo pelaje, tal y como hicieron los internacionalistas del movimiento obrero pero sin las limitaciones del período colonial. Los proletarios europeos de hoy, tanto quienes se consideran de clase media como los de los barrios empobrecidos, son en los hechos mucho más diversos y mestizos que los estratos sociales con ingresos superiores. Sin embargo, su fragmentación mediante estatus diferenciados y la cultura política que hemos heredado, basada en una tramposa unidad (etno)nacional mientras el mercado mistifica la diversidad, dificultan un trabajo político alternativo a la fascistización.

Dicha tarea política pasa inevitablemente por no escurrir el bulto y por encarar los agravios, percibidos o reales, en las comunidades que reciben a los recién llegados, teniendo en cuenta los diferentes contextos. La concentración súbita de centenares o de miles de personas en localidades concretas de pequeño tamaño conlleva ciertamente una mayor presión en servicios públicos, ya degradados por las políticas neoliberales, en el corto plazo. También cabe diferenciar entre entornos con presencia duradera de inmigrantes procedentes de determinados países de otros con otro tipo de composición social, y la correlativa aceptación o no de determinadas expresiones culturales. La contratación preferente de migrantes, aún en condiciones de elevada explotación y en empleos poco atractivos como sucede con las temporeras marroquíes de Huelva, puede generar sentimientos de rechazo en lugares con elevadas tasas de desempleo. En barrios populares con fuerte incremento de los alquileres de la vivienda es más fácil atender a la materialidad cercana de los cuerpos y de las vestimentas que a la abstracción y lejanía de los buitres financieros.

Todo ello se puede abordar desde posiciones transformadoras, sin necesidad de limitarse a reclamar que “los otros” no "tengan que" partir de sus países de origen, como suele hacerse, pasando por alto la voluntad de las propias personas migrantes y las vergonzantes desigualdades legales en lo que respecta a la movilidad humana. Ello requiere, eso sí, esfuerzo intelectual, pues se trata de salir del sentido común de la segregación y de la asimilación; trabajo político constante, pues se trata de superar la visión estrecha de la emergencia humanitaria; y organización en común, pues debemos abolir las barreras vitales que solo sirven para perpetuar la explotación, la exclusión y la dominación. Ninguna política migratoria puede ni debe asegurar una sociedad armoniosa exenta de conflictos, pero es posible una que evite las injusticias que genera la vigente.

Este es el desafío democrático que plantean las recientes migraciones a Europa, continente que fue poblado por primera vez desde África. La Europa de los Estados modernos se construyó expulsando judíos, moriscos, herejes de todo tipo. La de principios del siglo XX terminaba sus guerras con intercambios masivos de población y expulsando refugiados. Hoy más que nunca, necesitamos un régimen de movilidad común, postnacional, que sea más equitativo y respetuoso con la dignidad humana, dentro y fuera de la zona Schengen. Una Europa hospitalaria, que deje de lado toda nostalgia imperial y promueva en sus propios territorios y en torno al Mediterráneo la abolición de toda servidumbre, con independencia del color, género, origen o religión.

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Interesado en política local, europea y global | movimientos | migraciones | común | democracia. EU, global politics & movements. Escribo en Esp, Eng, Fr.